En estos días el Perú pasa por una ola de revelaciones sobre nombramientos y contratos tras los cuales aparecen parentescos o relaciones no del todo claras. La diversidad de beneficiarios es amplia e incluye tanto familiares y amantes como proveedores de servicios varios. Entre estos últimos, por cierto, figuran “periodistas de opinión” que probablemente comprometieron la suya mediante la contratación que recibieron a cambio.
La ola es demasiado grande y el país parece haber ido acostumbrándose al criterio pervertido de que “para eso se llega al poder”. Que puede ser el del presidente de la república, el de un ministro, el de un congresista –del Congreso recién renovado en nombres pero no en prácticas malsanas– o, simplemente, el de un jefecito cualquiera que tiene potestad para designar a alguien en un puesto u otorgarle un ascenso.
Ciertamente, la plaga de roedores va mucho más allá de nombramientos y contratos. El extendido mal consiste en hallarse dispuesto a cualquier cosa a cambio de una ventaja, pequeña o grande. Tómese el caso del plagio, convertido en moneda corriente, a mano no solo de mediocres que aspiran a ser jueces o funcionarios públicos sino también de algunos escritores de renombre.
En este asunto, algo de responsabilidad compartimos todos. Nos hemos ido habituando, resignados a poner cada vez menos reparos a quien infringe una regla para obtener algún beneficio. Hemos renunciado a aislar socialmente al transgresor; por el contrario, hemos hecho como si nada anormal ocurriera, quizá porque lo a-normal ha pasado a ser parte de la normalidad.
Los viejos podemos decir –e incluso creer– que las cosas no siempre fueron así. Pero, en cualquier caso, el ciudadano promedio ha sido adiestrado para ver todo eso como “Normal, nomás”. No obstante, debemos evitar la mirada puesta solo en el ombligo nacional. El mal se ha propagado como una pandemia silenciosa por todo el mundo. Y, aunque el reconocimiento no debe servir de consuelo a nadie, es un hecho que la peste se halla muy extendida.
Las familias reales que en algún momento tuvieron el respeto de sus sociedades son ahora cuna de irregularidades y delitos, en torno a enriquecimientos o a abusos sexuales de reyes o príncipes. Al fin y al cabo, las familias “nobles” se han revelado tan limpias o tan sucias como las familias plebeyas. ¡Quién no tiene algún pariente que se ha hecho temible por sus falsedades y engaños en contra de otro miembro del grupo! ¿Y acaso no conocemos el temor proveniente de que cierta conducta de un familiar llegue a los medios de comunicación?
Además de la veloz extensión de la plaga de ratas, el otro elemento sorprendente es la desvergüenza con la que estos individuos se comportan. Últimamente ha sido notorio el caso de un personaje público que, señalado por haber nombrado hace unos años como asesora a quien era su pareja, ha amenazado con prepotencia al responsable de la publicación, anunciándole que usará contra él la influencia de la que disfruta.
En términos personales, la constatación del fenómeno conduce a la decepción. Porque, aunque la mayoría de los personajes integrantes de esta plaga –incluso los que son públicos– nos resultan ajenos, entre quienes sí son o fueron cercanos hemos encontrado muchos portadores del mal. Gentes que conocimos a lo largo de los años, incluso con quienes compartimos juntos algunas experiencias o ciertas ilusiones, un mal día quedan ante nuestros ojos con sus vergüenzas al aire.
Es verdad que también, entre amigos y conocidos, hay gentes que a lo largo de los años han demostrado una honorabilidad ejemplar. La dificultad es que, en medio de la plaga que nos afecta, su peso relativo aparece empequeñecido.
Cuando se envejece, los años vividos dan la poco estimulante oportunidad de descubrir más y más ratas. A veces, el descubrimiento es progresivo: creemos ver en este o en aquella un rasgo pero no estamos seguros; en otras ocasiones, la comprobación es inmediata: el hocico, el bigote y las patas –cortas las delanteras, más largas las posteriores– no dejan lugar a dudas.
Perdónenme las ratas, que sirven para retratar simplistamente estos reprobables comportamientos humanos. Injustamente, con ellas ocurre algo similar a lo que hacemos cuando a un miserable de estos lo llamamos “hijo de puta”, como si la expresión condensara una conducta vil. Qué culpa tendrán las putas, cuyo oficio no es noble pero es una forma elemental de ganarse la vida con su trabajo. Que es precisamente el esfuerzo que sus “hijos” no realizan, cuando prefieren tomar un atajo irregular.
(Foto: Sam Rowley/WPY)