Acabo de enterarme de que un breve texto que publiqué hace un par de años fue plagiado poco después. Aunque para algunos este hecho podría ser considerado como un gesto de reconocimiento al verdadero autor, en mi caso la reacción ha sido de perplejidad, además de indignación. Me ha hecho preguntarme, una vez más, por qué aquel que tiene capacidades para escribir algo recurre a apropiarse del trabajo de otro. 

El plagio tiene historia. Si se usa Google para buscar antecedentes, aparece un torrente de referencias. Entre nosotros la práctica se ha extendido hasta el punto de que las universidades recurren a programas informáticos para detectar los plagios en trabajos y tesis. Pero, claro está, esos son los plagios del día a día que a veces ni se sancionan; sus autores no llaman atención porque son desconocidos para el gran público. Los plagios de resonancia son los que importan; por ejemplo, el que, hace algunos años, se encontró en Alfredo Bryce como práctica habitual para sus artículos.

El plagio me dio un primer bofetón hace muchísimos años. Integraba el comité de redacción de un semanario y alguien a quien consideraba amigo –y que años después adquirió relevancia en el país– se acercó para proponerme colaborar, aduciendo que dada la tendencia política de la revista prefería usar un seudónimo, si bien no renunciaría a cobrar el modestísimo pago que se le haría. Desde la amistad, acepté y serví de intermediario para que se publicaran varios artículos suyos. Al cuarto o quinto, un lector denunció que “Martín Luna” –siempre recordaré la firma falsa– había copiado palabra por palabra un artículo publicado meses antes en España. El plagiario dejó de cobrar pero su nombre quedó a salvo y la enorme vergüenza fue toda mía.

En ese caso, como en varios otros hasta el más reciente, me he hecho la misma pregunta. Que no cabe cuando un alumno, inhábil para producir un texto presentable, recurre a internet para “bajarse” un texto, adornarlo un poco y firmarlo. No es que esto justifique el recurso, pero darle explicación es menos complicado. La cuestión es por qué quien sí puede producir algo –haciendo algún esfuerzo, claro está–, prefiere plagiar.

Hay ámbitos en los que presentar un trabajo plagiado se ha vuelto usual. Los concursos para cargos judiciales son un ejemplo lamentable. Con cierta frecuencia, tanto aspirantes a la magistratura como jueces y fiscales que buscan un ascenso presentan como respaldo curricular artículos e incluso libros que, en algún momento, se descubre que son producto del plagio. Hay magistrados en ejercicio que portan esta lacra. Incluso José Ávila, miembro de la Junta Nacional de Justicia –instancia creada para purificar el sistema, en sustitución del descompuesto Consejo Nacional de la Magistratura– ha sido denunciado por haber echado mano a este recurso.

¿Es más frecuente que a cierta edad personajes con cierto reconocimiento echen mano al plagio? No sé si hay estadísticas desagregadas por grupos de edad, pero si eso fuera cierto –como, entre otros, sugiere el caso de monseñor Cipriani, pillado en la vil copia cuando había pasado los setenta– estaríamos ante la decadencia intelectual, esto es, cuando la capacidad creativa se hace escasa o es menos fértil. Decadencia que, por cierto, en estos casos tiene que ser no solo intelectual sino también moral. El plagio, hay que tenerlo presente, es un robo respecto del autor y una estafa respecto del destinatario.

Pero si no fuera cuestión de viejos, como en su momento no lo fue el caso de Raúl Ferrero Costa –plagiario del argentino Mariano Grondona y apodado entonces “comandante Xerox” por el implacable César Hildebrandt–, ¿no será cuestión de simple pereza? ¿Puede pensarse en otro motivo en el caso de César Acuña y su denunciada tesis doctoral madrileña?

Escribir da trabajo, es verdad. En la simple reseña de un libro que fue objeto del plagio que da origen a esta reflexión, la verdadera inversión no estuvo en el rato dedicado a escribir el texto sino en el tiempo de lectura cuidadosa, indispensable para formular un comentario crítico. Plagiar, en cambio, requiere poquísimo esfuerzo. Se escoge un texto y se transcribe.

Los varios programas informáticos disponibles para detectar plagios –Turnitin, Viper, Plagium, Plagiarism checker, Dupli checker– han simplificado la labor antes confiada a lectores memoriosos, como el amigo que me puso sobre aviso en la reciente experiencia. De modo que, tanto en el caso de los alumnos mediocres como en el de los autores reconocidos, hoy es posible detectar a un buen número de plagiarios.

Al lado de los recursos tecnológicos, por cierto, está la ley. Según la legislación peruana, el plagio es el delito cometido por quien “con respecto a una obra, la difunda como propia, en todo o en parte, copiándola o reproduciéndola textualmente, o tratando de disimular la copia mediante ciertas alteraciones, atribuyéndose o atribuyendo a otro, la autoría o titularidad ajena”. El mismo artículo 219 del Código Penal prevé como sanción una “pena privativa de libertad no menor de dos ni mayor de ocho años y sesenta a ciento ochenta días-multa”. Que se hagan las denuncias correspondientes y, sobre todo, que nuestros tribunales castiguen a los plagiarios, es algo que está pendiente de verificación. En ninguno de los casos atribuidos a personajes notorios se ha conocido que hubiera un procedimiento judicial y, menos aún, una condena.

Pero pasar de la detección del plagio a su sanción requiere, más que de instrumentos técnicos o legales, una conciencia ciudadana sólida en torno a la gravedad del hecho. Es decir, que atribuyamos a esta conducta el carácter delictivo que tiene y no sigamos viendo el asunto como anecdótico, peccata minuta, como diría Su Eminencia Reverendísima. Se requiere ese cambio para que, en definitiva, quien es señalado como autor de un plagio, cuando menos, se sienta avergonzado.

Los casos famosos ocurridos en el Perú reciente no parecen mostrar un claro rechazo público al plagiario. Es verdad que la destreza de Cipriani en el copia-y-pega fue sancionada por El Comercio apartándolo de sus páginas, pero sus seguidores no parecen haber raleado luego de que se comprobara que componía sus textos con fragmentos de documentos vaticanos que no citaba. Ferrero Costa, años después de su desaguisado fue ungido, por el voto mayoritario de los colegas, como decano del Colegio de Abogados de Lima y pasa hoy por ser un jurista cuya opinión es digna de ser consultada por los medios de comunicación. Alfredo Bryce ha seguido siendo objeto de homenajes y reconocimientos que han puesto en un condescendiente paréntesis sus hábitos de copista. La demostración pública de los plagios del doctorando Acuña no ha perturbado en lo más mínimo su carrera política, que él imagina culminar en Palacio de Gobierno.

Solo si como ciudadanos reprobamos al plagiario, podrá recortarse el margen de impunidad del que muchos han venido gozando en la propagación de este virus nocivo, que afecta la salud moral de cualquier sociedad.


Ilustración: elperiodico.com