Dado que Haya de la Torre nunca llegó a la Presidencia de la República, se consoló defendiendo la tesis de que el Parlamento era el primer poder del Estado. En el Reino Unido, cuna del parlamentarismo, serán los jueces, y no el Parlamento, quienes decidan en los próximos días si el primer ministro Boris Johnson –con la pasiva complicidad de Isabel II– transgredió la constitución al recortar este año el periodo de funcionamiento del parlamento; de este modo, el controvertido político intenta que los términos de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea no sean debatidos en sede parlamentaria y el asunto quede en sus manos. 

Hace pocos días, en Italia fiscales y jueces contribuyeron decisivamente al descalabro de Matteo Salvini cuando dispusieron, primero, que los náufragos rescatados por el barco de la ONG catalana Proactiva Open Arms debían desembarcar, abriéndosele proceso al ministro Salvini por el delito de secuestro y, luego, que el barco podía volver a navegar libremente. Las desautorizaciones que la justicia dictó respecto de las decisiones de Salvini abrieron la vía para que otros dos partidos pactasen formar gobierno, desplazando al líder ultraderechista.

En España se vive desde hace meses en la incertidumbre de saber si habrá o no nuevas elecciones en noviembre, dado que el partido más votado a fines de abril –el Partido Socialista Obrero Español– hasta ahora no ha logrado reunir los votos necesarios para que el Parlamento invista como presidente del gobierno a su líder, Pedro Sánchez. En la medida en la que crecen las posibilidades de tener que ir nuevamente a una elección para definir quién gobernará el país, se acrecienta la importancia de una sentencia judicial que debe ser expedida en las próximas semanas, antes de los posibles comicios. Es la sentencia del llamado procés, el caso en el que 13 dirigentes independistas catalanes han sido juzgados por los delitos de rebelión, sedición y malversación de fondos.

La fiscalía ha persistido –con la anuencia de la sala del Tribunal Supremo a cargo del juzgamiento– en que el principal delito es el de rebelión, pese a que en los hechos juzgados –el referéndum de independencia organizado por las autoridades catalanas en 2017, en desobediencia a lo dispuesto por el Tribunal Constitucional– no existió la violencia que el Código Penal español requiere para que se configure ese delito. La motivación política de la acusación es manifiesta y la sentencia condenatoria –por rebelión o por alguno de los otros delitos imputados– es probable. Con ella reverdecerá no solo el independentismo catalán como propuesta sino también el alejamiento afectivo de España de algo así como la mitad de la población catalana, partidaria de la independencia pacífica mediante una consulta popular.

La salida del Reino Unido de la Unión Europea, la constitución de un nuevo gobierno en Italia y el rumbo político a adoptarse en Cataluña son, todos, hechos de claro y alto perfil político. Sin embargo, el decir de fiscales y jueces –que suponemos por encima de las contingencias de la vida política– interviene en ellos de manera categórica, haciendo que el rumbo de las cosas se defina de determinada manera.

En América Latina, el caso brasileño y el peruano han puesto en movimiento el aparato judicial para enfrentar la avalancha de corrupción destapada por los casos vinculados a la empresa Odebrecht. De inicio, los fiscales brasileños aparecieron como ejemplo de independencia del poder, pero la condena del ex presidente Lula –que en su tiempo fuera considerada ejemplar–, ha quedado en cuestión luego de que se revelara cómo el entonces juez Sergio Moro –hoy ministro de Justicia del gobierno de Jair Bolsonaro– conspiró con los fiscales para fraguar el proceso.

La participación de los fiscales es clave puesto que, en virtud del sistema de encausamiento penal implantado en la región en las últimas décadas, son ellos quienes tienen a su cargo, investigar, imputar y acusar. Al efecto, deben “construir el caso”, es decir, demostrar con pruebas –y no solo con sus logros en titulares de periódico o de noticiero– que hubo delito y que determinada persona es responsable de él. En algunos casos, esto es una tarea muy difícil, dada la complejidad de los asuntos que se analizan, los limitados recursos de los que dispone el aparato de justicia y la actuación que costosos abogados litigantes despliegan a favor de sus defendidos, entorpeciendo o trabando los procesos.

Los fiscales que investigan y los jueces que deciden –primero, acerca de la legalidad del proceso de investigación y, luego, respecto de la responsabilidad de los acusados– deben tener la capacidad profesional para encarar su trabajo y la independencia para desempeñarlo imparcialmente, sobre la base de los hechos demostrados y las normas aplicables. ¿Se cumplen estos dos requisitos en los importantes casos que el aparato de justicia tiene entre manos en estos tiempos?

Si se toma el caso español, la respuesta no puede ser afirmativa. Como demuestra precisamente el caso del procés, la orientación política del aparato judicial, en la que aún aparecen rasgos del franquismo, se inclina en contra del independentismo catalán, echando mano a cuanto recurso se pueda usar para combatirlo e inhabilitar a sus líderes. Lo hecho en diversos casos por jueces y tribunales españoles revela que no les importa que la justicia pierda legitimidad social con decisiones arbitrarias que responden a una tendencia abiertamente conservadora.

En el caso peruano surgen dudas sobre ambos requisitos. No solo la aptitud profesional predominante en el aparato judicial es baja –debido a que los abogados más competentes no postulan a esos cargos– sino que la independencia es un rasgo presente en algunos jueces y fiscales pero que no caracteriza a sus instituciones. Un diario acaba de recordar que en el caso de Los Cuellos Blancos, 13 magistrados –cinco de ellos con el rango de supremos– se encuentran bajo investigación. El dato se suma a la sucesión de escándalos destapados en torno al caso Lava Juez. Es inevitable, pues, que todo el aparato de justicia se halle bajo sospecha.

No obstante tales antecedentes, de jueces y fiscales depende en el caso español que el conflicto territorial, cuando menos, no se agrave y, en el caso peruano, que la corrupción no quede en la impunidad. Como se ha demostrado con las decisiones de los jueces italianos, la justicia puede ser el terreno donde se dé (o no) la solución debida a controversias graves y abusos de poder. En poco tiempo se sabrá si los jueces españoles y los magistrados peruanos están a la altura de sus responsabilidades.