El martes 12 es la fecha programada para el inicio del juicio a los dirigentes políticos y sociales que han sido acusados –por rebelión, unos; por sedición, todos y por malversación de fondos públicos, varios de ellos– debido a haber organizado el referéndum sobre la independencia de Cataluña que se llevó a cabo el 1 de octubre de 2017. Como caso estrella de la llamada judicialización de la política, el juicio puede dar un vuelco a la política española, como el capítulo más reciente en una larga y difícil historia de las relaciones entre el Estado español y Cataluña. 

El crecimiento del independentismo

En la región catalana –que en el régimen de las autonomías incluido en la Constitución española tiene un estatuto que le permite ejercer mayores facultades que otras– existe una porción de ciudadanos que desean que Cataluña se constituya como Estado independiente. La postura tiene un origen inmemorial –baste recordar que Cataluña existe desde antes que existiera España– y los que adhieren a ella varían con el tiempo y las circunstancias políticas. Hace diez años sumaban aproximadamente un tercio de los encuestados pero recientemente han crecido hasta alrededor de la mitad, según indican las encuestas.

Ese crecimiento corresponde a que el catalanismo –sentimiento de identidad que se ha afirmado con la represión que, como la franquista, ha buscado aplastarlo en busca de hacer homogénea a España– se ha ido haciendo independentista. El gobierno más reciente del Partido Popular en España (2011-2018) contribuyó decididamente a esa radicalización. En Cataluña tuvo lugar en la década anterior un proceso político encaminado a alcanzar un nuevo Estatut, con mayores niveles de autonomía; la coalición política que resultó triunfante en las elecciones de 2003 tenía ese objetivo central que fue respaldado en noviembre de ese año por el entonces candidato presidencial del Partido Socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, cuando prometió: “Respetaré el Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña”.

Tomó casi dos años elaborar y aprobar un texto en el Parlament, que finalmente lo aprobó en septiembre de 2005. El Partido Popular votó en contra en esa instancia y también se pronunció contra la admisión a trámite del Estatut en el Congreso de los Diputados, la siguiente instancia –de nivel estatal– que debía aprobarlo para su entrada en vigencia. La posición contraria del PP parecía centrarse en que el texto aprobado en Cataluña reconocía a la región el carácter de “nación”. El paso por el Congreso tomó otros cinco meses y Rodríguez Zapatero dio pie atrás en su promesa al consentir en “afeitar” el texto: el reconocimiento de “nación” pasó al preámbulo, sin efecto jurídico. El PP siguió votando en contra y, una vez aprobado el texto por el Congreso, presentó un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, que impugnó 114 de los 223 artículos aprobados en la instancia autonómica y en la parlamentaria del Estado español. Cuatro años después, el Tribunal Constitucional declaró –por seis votos a favor y cuatro en contra, para demostrar el perfil más político que jurídico de esta instancia– la inconstitucionalidad de 14 artículos del Estatut.

Se inició entonces la etapa más reciente del conflicto. El año siguiente el Partido Popular llegó al gobierno de España y su política frente a Cataluña fue de negación y exclusión de toda manifestación catalanista. Un ministro de Educación del gobierno de derecha llegó a decir: “Nuestro interés es españolizar a los niños catalanes”. Cuando las expresiones catalanistas de descontento arreciaron, la política del PP fue utilizar la ley penal y llevar a los tribunales cualquier signo de disidencia, el recurso asimismo preferido por la dictadura franquista. La causa del independentismo, así espoleada, aumentó simpatizantes y el conflicto –que enfrenta no solo a Cataluña con España sino también a los catalanes entre sí– vio alejarse una salida.

La consulta popular llevada a los tribunales

En el despliegue interminable de tácticas de ambos lados del enfrentamiento, los independentistas decidieron convocar a un referéndum para consultar al pueblo de Cataluña. ¿Quiere que Cataluña sea un estado independiente en forma de república? fue la pregunta de esa consulta llevada a cabo el 1 de octubre de 2017 contra una orden expresa del Tribunal Constitucional. Un número muy importante de ciudadanos –cuyo número es imposible verificar confiablemente– participó en la consulta, pese a que la Policía Nacional y la Guardia Civil –que desplazaron contingentes de personal para impedir la realización del referéndum– apalearon votantes, confiscaron urnas y atacaron a quienes se manifestaron contra la represión. Los videos que circularon mostrando el comportamiento de los policías causaron sorpresa e indignación en todo el mundo.

Con la acción policial la respuesta del gobierno central apenas había comenzado. Decenas de alcaldes, muchos funcionarios públicos y, por supuesto, los dirigentes del Govern y de dos importantes organizaciones de la sociedad civil –Omnium y Assemblea Nacional Catalana–fueron sometidos a causas judiciales. En el proceso que se inicia esta semana comparecen 9 ex consellers del Govern catalán, una ex presidenta del Parlament y los dos dirigentes sociales. No podrán ser juzgados el ex president Puidgemont y otros cinco dirigentes políticos, huidos todos a diversos países de Europa.

Dos aspectos han recibido particular atención en el debate previo al juicio. Uno es el cargo más grave formulado contra la mayoría de los acusados: rebelión. El artículo 472 del Código Penal español lista las acciones que tipifica bajo el delito de rebelión, cometido por quienes “se alzaren violenta y públicamente” al efecto. 120 profesores de derecho penal y juristas destacados han concordado en un manifiesto público en lo que es más o menos evidente en el caso catalán: no hubo alzamiento violento en los hechos materia de acusación. Dice el texto: “ni los hechos del 20 de septiembre de 2017 ni los del 1 o 3 de octubre de 2017 dan lugar a la violencia exigida por el artículo 472 del CP. De otra parte, y por cuanto hace al delito de sedición, conviene recordar que se está recurriendo sistemáticamente al mismo (artículo 544) para reprimir y silenciar movimientos ciudadanos que practican, de modo pacífico, el derecho de manifestación, reunión, concentración”.

El otro aspecto es haberse dictado prisión preventiva a los procesados que, precisamente, no se fueron del país para evitar la persecución penal. Desde noviembre de 2017 hasta ahora el Tribunal Supremo los mantiene detenidos. El manifiesto de los juristas concluyó refiriéndose a esta situación: “La primera medida que debería adoptarse es la puesta en libertad de las nueve personas que permanecen en prisión preventiva por delitos inexistentes”.

Tanto la acusación formulada como la prisión preventiva impuesta anuncian el carácter político del proceso y del funcionamiento de las instituciones de justicia españolas. Los partidarios de “aplicar la ley” al contencioso catalán sostienen que todo aquello que está fuera de la Constitución debe ser enjuiciado y castigado por los tribunales. Que es lo que está ocurriendo por iniciativa del gobierno del PP, inacción del gobierno del PSOE y complicidad de las máximas instancias del sistema: Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional. Se renuncia así a encarar en vías políticas aquello que corresponde a posiciones y diferencias políticas.

Asimismo, se pretende que estos procesos corresponden a delitos comunes y que, en consecuencia, ni los juicios son políticos ni los procesados son presos políticos. La teoría jurídica dice algo muy distinto. La categoría de “delito político” es materia de controversia, alentada en buena medida por la carga –positiva o negativa– que se atribuye a los hechos susceptibles de ser calificados como tales. La acepción más pacíficamente aceptada se circunscribe a aquellos actos cometidos contra el Estado, tales como la rebelión o la sedición. Más discutida es la extensión de la categoría a los llamados “delitos conexos a los políticos”, que son todos aquellos que se realizan con una motivación política o con ocasión de una acción política.

El Código Penal español no se refiere a esta categoría pero sí lo hace la Constitución para excluir de la figura de la extradición a “los delitos políticos, no considerándose como tales los actos de terrorismo” (art. 13.3). A la luz de este reconocimiento constitucional y de la teoría, resulta evidente que los delitos imputados a los independentistas catalanes son políticos y que, en consecuencia, los acusados que sufren detención provisional son presos políticos. Que este carácter sea repetidamente negado por las autoridades políticas y judiciales es, asimismo, un recurso político que esconde la naturaleza de la persecución contra ellos.

Ese objetivo político de la persecución penal en curso probablemente explica la sinrazón de acusar a los procesados por el delito de rebelión. La razón política de la insistencia en esta acusación sin base objetiva probablemente se halla en que el Código Penal impone para los reos de este delito “inhabilitación absoluta”. De ser sancionados los dirigentes catalanes por este delito, el movimiento independentista perdería algunas de sus cabezas más destacadas.

Un antecedente y una grave consecuencia

El escenario de un juicio como el que se inicia ha traído fácilmente el recuerdo de otro famoso proceso, en el que hace casi 84 años se condenó a siete miembros del Govern catalán a la pena de 30 años de prisión por haber establecido, en octubre de 1934, la “república catalana, como Estado independiente, de derecho, democrático y social”. Los cargos, también en ese caso, fueron el de rebelión y el de “golpe de Estado”. La condena fue acordada por 20 de los 25 jueces del Tribunal de Garantías Constitucionales que los juzgó; cinco jueces votaron por la absolución. Meses después los condenados fueron amnistiados y poco después se inició, en junio de 1936, el alzamiento militar encabezado por Francisco Franco que desembocó en la guerra civil española.

No es aventurado predecir que después de este proceso nada será igual. Y, como es evidente, la posible condena de los líderes catalanes acarreará más leña al fuego y engrosará las filas de los independentistas. Pero en el escenario político inmediato, el juicio acerca el posible fin del gobierno del socialista Pedro Sánchez. Él perdió la oportunidad de evitar el proceso cuando, en uso de sus facultades legales, sustituyó a quien estaba a cargo de la Fiscalía; cuatro semanas después de haber asumido la presidencia del gobierno, designó como Fiscal General del Estado a María José Segarra. Inmediatamente después la Fiscal anunció que nada cambiaría en la acusación formulada en el proceso catalán. Bastaba que la Fiscalía hubiese retirado la acusación o corregido los cargos para que el asunto quedara drásticamente redefinido. Se prefirió no hacerlo, dejando que la bola de nieve continuara rodando.

Es posible que la bola arrastre ahora al gobierno de Sánchez que, sin los votos de los partidos catalanes en el Congreso de los Diputados, no podrá aprobar los presupuestos generales del Estado. La oposición encarnizada del Partido Popular y de Ciudadanos –que acusa a Sánchez de “cobarde” y “traición a España” por negociar con los independentistas– se ha pasado los ocho meses de su gobierno pidiendo elecciones anticipadas, en las cuales se imaginan ganadores. Sin presupuestos para gobernar y perdida la precaria mayoría que le dio la presidencia en junio de 2018 es posible que la primera víctima del juicio a los políticos catalanes sea Sánchez.