Seis meses después de haber sido “mecido” por un mentiroso propósito de enmienda formulado por Castillo, el cardenal Barreto ha exigido la renuncia del presidente. Esta demanda –tan sorpresiva como sorprendente– pesa, en términos políticos, mucho más que el temporal respiro que en abril pudo obtener Castillo con aquella engañifa de que cambiaría el rumbo.

No es prudente engañar a un cardenal, utilizándolo mediante un embuste. La mentira tiene patas cortas, como se demostrado una vez más: la pérdida de credibilidad de Castillo va en aumento. Según la última encuesta de IPSOS, más de dos tercios de los entrevistados (68%) consideran que hay fundamentos para acusar al presidente y casi dos tercios (64%) coinciden en que el Congreso debería suspender al presidente mientras es investigado.

En ese marco de mayoritario rechazo ciudadano, Castillo acaba de aprender que servirse de un dignatario de la Iglesia como vehículo de una mentira es muy arriesgado. En definitiva, el tiro puede salir por la culata. Así le ha salido.

Un gesto inusual

Pedir la renuncia de un presidente es un paso muy inusual en un cardenal de la Iglesia Católica. El lenguaje cardenalicio se recubre habitualmente no solo de referencias a los pronunciamientos del episcopado o del pontífice –como se ha esmerado en subrayar Barreto en las entrevistas que se le han hecho– sino que, valiéndose de una cuidada ambigüedad, deja su interpretación a las partes interesadas, que por lo general la usan para reforzar sus propias posiciones.

No es la primera vez que el cardenal Barreto formula declaraciones desacostumbradas. En mayo de 2019 irrumpió en la escena política, durante una entrevista en la piurana Radio Cutivalú, con una descalificación de Fuerza Popular, que luego tuvo que matizar. Esta vez, Barreto ha sido aún más directo, no solo en el pedido de renuncia, sino en el señalamiento del daño que el gobierno de Castillo está causando al país. Esto es muy inusitado.

Pero, bien es verdad, la situación del país es inusual. Y la crisis que atraviesa el país acaso sea –o llegue a ser– la mayor crisis de las últimas décadas. Esto se debe, como ha apuntado Barreto, a que el gobierno de Castillo está socavando las instituciones. Y, aunque fueron Alan García y Alberto Fujimori quienes dieron inicio a ese socavamiento, Castillo lo está llevando a máximos.

Los ataques y las maniobras que salen de Palacio, un día contra la policía y otro contra el Ministerio Público o los jueces, cuando así convienen a la organización delictiva que encabeza Castillo, causan un daño a largo plazo. En el corto plazo –que es el único que parece interesar a los actores gobiernistas– buscan trabar o esquivar las acciones que se dirigen a investigar –y esperemos que a sancionar algún día– abusos y raterías cometidos al amparo del poder. Pero, si se mira más allá de la circunstancia, el país está siendo afectado de manera perdurable.

Castillo juega en corto

Hemos elegido a un presidente que no tiene idea de lo que es gobernar. Como un jugador de fulbito, que fracasa al jugar en cancha grande porque no tiene capacidad para mirar adelante, él solo intenta driblear al contrario para continuar en el pequeño juego del que saca provecho.

La única preocupación de Castillo y los suyos es sobrevivir todo lo que se pueda, sin reparar en el uso de cualquier medio que sea útil para ello. Comprar congresistas a fin de que las mociones de censura no prosperen, lanzar acusaciones falsas contra quien levante la voz contra sus tropelías, utilizar políticamente a la Cancillería en desmedro de la trayectoria de Torre Tagle o cualquier otra herramienta despreciable les resulta útil a sus propósitos.

El congresista Bermejo se ha preguntado cuánto recibe Pedro Barreto como sueldo del Estado. La pregunta –que pretende ser una acusación– revela la condición de quien la formula y supone que un sueldo otorgado por el Estado, no por el gobierno, obliga a una especie de lealtad con quienes se hallan transitoriamente en el ejercicio del poder.

La prolongación del gobierno de Castillo, mediante triquiñuelas que sus leguleyos urden no con mucho éxito, alarga el disfrute de algunos. Cuanto más se alargue, mayor será el daño que causen. Y, pese a la severidad de las palabras del cardenal Barreto, hasta ahora no parece encontrarse la vía para deshacerse de los indeseables.

Los congresistas también juegan en corto

En el Congreso el elenco no es mejor. Un elenco conformado, en cierta proporción, por quienes pagaron para ir en las listas del partido que fuera, con tal de “entrar”. ¿Para representar a sus conciudadanos, para dar lo mejor de sí a fin de lograr el bienestar de las mayorías?

Antes de adoptar una posición, “madres y padres de la patria” parecen escuchar a los postores. Y se ha afirmado que mociones y proyectos recaban firmas de los congresistas según lo que se les ofrezca. En palabras recientes de Susel Paredes: “¿Tú crees que 15 mil soles es lo que los hace quedar? No, pues hermano. Los hace quedar porque [les piden] vótame por esa ley para que me den una segunda oportunidad, o para que me amplíes [el plazo]. ¿Eso crees que es gratis? Gratis es solo la leche de la teta de tu madre, todo lo demás se compra de una u otra manera.”

La congresista Paredes se distingue por no tener pelos en la lengua. Su señalamiento probablemente explica por qué muchas propuestas llevan un respaldo que no es multipartidario –porque el partido o la agrupación no es el lugar donde se acuerda o no respaldar– sino que incluye las firmas de gentes de diversas agrupaciones, gentes que fueron “convencidas” a tal efecto.

El Congreso es una feria. De allí que ningún vendedor de rúbricas esté interesado en vacar o suspender a Castillo. “Se queda él y nos quedamos todos” es la consigna.

En ese juego a corto plazo –en el que, desde luego, los intereses del país no están presentes– los congresistas y las gentes del presidente encuentran un alto grado de coincidencia. Que hasta ahora ha demostrado ser lo suficientemente sólida como para resistir a cualquier opinión ciudadana y al resultado de las encuestas de opinión. Acaso también resulte a prueba de la dura palabra cardenalicia.