Días difíciles los que vivimos ahora, no habiendo imaginado jamás que nos tocaría vivirlos. A ratos se tiene la sensación de ser protagonista de una película; en otros momentos se piensa que así debe ser vivir una guerra. Tiempo de incertidumbres: ¿cuánto durará la situación? ¿saldremos vivos del trance? ¿hasta dónde llegará la catástrofe económica? ¿cómo será el mundo después de esta pandemia? Mientras tanto, aunque uno trata de distraerse, la reflexión sobre esas preguntas es inevitable. 

I

En mi búsqueda de información ha llegado a sofocarme la avalancia de opiniones, sugerencias, advertencias y "fakes" que circulan. Unos creen tener base profesional o técnica para opinar, como el caso de aquel ginecólogo argentino que nos mandó a hacer vahos. Otros son profesionales del alarmismo, como más de uno que dice ser médico, no se identifica y en la impunidad de las redes lanza una temeridad. Producen hartazgo aquellos que Pedro Ortiz Bisso llamó “los epidemiólogos del teclado” –que también están en la televisión, claro–, que hasta hace días pretendían ser especialistas en cualquier otro asunto de moda y ahora aventuran conjeturas propias o ajenas sobre el virus.

Son muchos los que tratan de ganar agua para su molino político, echando la culpa de todo a su adversario. Pero los que abundan son los espontáneos que, en una búsqueda perversa de la "celebridad instantánea", con la fantasía demente de volverse virales, se sientan en su casa con el celular delante y graban cualquier cosa que se les haya ocurrido o hayan escuchado de un imbécil como ellos mismos.

Hay una enorme responsabilidad de los medios que hacen lugar a los expertos simulados y recogen irresponsablemente los rumores regados en las redes. Pocos diarios y espacios de televisión filtran el acceso para dejar fuera a charlatanes llamativos e irresponsables. Un antídoto formidable se dispensa en un lugar de internet donde, con base en un trabajo serio y paciente, se certifica conocimientos y se desmonta engaños. La atmósfera sería más respirable si filtros de este tipo se aplicaran rigurosamente en los medios y escucháramos o leyéramos solo a gentes acreditadas para informar y opinar.

En mi caso, una acelerada pérdida de paciencia es el principal "efecto secundario" del confinamiento. Uno no maneja fácilmente su margen de tolerancia; el mío nunca fue grande y, como bien señala mi mujer, con la edad se ha angostado aún más. La verdad es que no soporto que, ante esta situación catastrófica que exige seriedad para entenderse y mucho más para manejarse, tantos miles de tipos carentes de criterio e incluso de sentido común crean que tienen algo qué decir. O que crean que tienen que decir algo, que según puntualización de Silvio Rodríguez, no es lo mismo pero es igual.

II

Mención aparte merecemos los intelectuales. En esta situación sin precedentes, para la que no hay hoja de ruta, se busca con avidez alguna orientación más allá de las medidas profilácticas. ¿Qué grandes constantes de nuestra vida se verán alteradas por el fenómeno? Escucho y leo en busca no de una brújula, que sería mucho pretender, pero cuando menos de alguna pista. Y, en medio del enorme ruido de opiniones, un gran silencio de fondo. No hay reflexión.

O hay algunas reflexiones escasas, que cuesta encontrar. Leo aquí o allá un artículo o una entrevista que da alguna perspectiva para mirar mejor la catástrofe que vive el mundo. Pero filósofos, escritores, profesores universitarios… no estamos a la altura. Repetimos generalidades que puede decir cualquiera, sin haber leído mucho ni ostentar un doctorado. Nuestra escasez intelectual y reflexiva también ha quedado desnuda en este trance; como los sistemas de salud, como tantos gobiernos que no atinan a responder al desafío.

Hay quien intenta consolarnos con el dilema libertades o seguridad. Se nos dice que, como tenemos más libertades, nuestras sociedades son menos seguras. Que escojamos, lo uno o lo otro. (Situado siempre en su extremismo ideológico, Mario Vargas Llosa ha llegado a sostener que la expansión del virus en China es fruto de la falta de libertades; tendría que explicar cuál es la razón por la que en Italia y España el mal se ha expandido a mayor velocidad que en China).

La imprevisión y la desorganización no son fruto de la libertad; tampoco lo es la indisciplina de quien hace lo que se le ocurre y, desafiante, desobedece órdenes impartidas para proteger a toda la población. Es verdad que China ha controlado el virus, o eso parece, con métodos autoritarios; pero, como el caso de Corea del Sur muestra, también es posible hacerlo en democracia y con el estado de derecho. No es verdad que la democracia deba ser ineficaz. Este es un falso consuelo en sociedades en las que no sabemos gestionar eficientemente los asuntos públicos.

III

El gobierno de Martín Vizcarra demuestra en el Perú que, con los recursos disponibles en un país de escasez, se puede hacer algo. Algo es: tomar medidas a tiempo, destinar recursos a quienes más los necesitan, imponer el control sobre la población para evitar que el mal se extienda… Todo eso hasta donde se pueda. Y el reconocimiento viene desde fuera. Quizá lo que se está haciendo no pueda impedir una mortandad, pero se habrá de recordar que hubo un gobierno que intentó movilizar sus medios para impedir que ocurriera lo peor.

España es el caso inverso. China guardó en secreto la identificación del nuevo virus durante cinco semanas, pero al finalizar diciembre lanzó la noticia. Según dice el gobierno español, el 13 de enero constituyó un grupo de expertos para que aconsejara en el tema. El estado de alarma fue decretado dos meses después, en medio de vacilaciones y titubeos que, debidamente complementados por la indisciplina social, han permitido que al terminar marzo España sea en el mundo el segundo país con más fallecidos por el virus. Y que en la prensa internacional sea presentado como el caso en el que todo se hizo mal.

En efecto, el coronavirus ha retratado y sigue retratando las vergüenzas de este país, que pretendía hallarse en el primer mundo. Es verdad que, hasta cierto punto, el virus nos ha tomado de sorpresa; solo hasta cierto punto porque, conforme muestra el caso de Corea del Sur, la epidemia del SARS les sirvió de advertencia para reestructurar el sistema de salud y, como se ha probado ahora, estar listos para algo así. Pero un indicador objetivo es el número de camas hospitalarias disponibles en cada país para su población. Si comparamos algunos países del llamado primer mundo, la previsión (o la falta de ella) salta a la vista: Japón tiene 13 camas de hospital por cada mil habitantes; Corea del Sur, doce y fracción; Rusia y Alemania tienen 8; Francia tiene 6 y China algo más de 4. España no llega a 3.

La escasez no solo es de camas, claro está. Ahora se reconoce que no hay equipos suficientes y cuando se importó urgentemente miles de mascarillas se recurrió a un “intermediario nacional” –seguramente un empresario vinculado a quienes decidieron la compra– que trajo de una empresa china, no acreditada por la Embajada de ese país en España, un lote de mascarillas en el que había algunos miles que no funcionaban. Capitalismo de amiguetes, se le llama en la península.

IV

No solo algunos países han quedado desnudos. La Unión Europea también lo está. En este apuro se ha demostrado --como se vio antes con la crisis de los refugiados libios, por ejemplo-- que la UE no tiene políticas comunes, salvo las de comercio. Con un sistema que requiere a menudo la unanimidad para tomar decisiones, respecto a cada asunto importante hay que convencer a países que atienden preferentemente a sus propios intereses –o, más bien, a los intereses electorales del partido que gobierna– y el resultado más frecuente es la parálisis.

Desde los países más afectados por el coronavirus –Italia y Francia– está de moda clamar contra el "egoísmo" de Alemania u Holanda, que se oponen ahora a una emisión de bonos respaldada por la Unión, a fin de destinar fondos a paliar la crisis. Los eurobonos se convertirían así en una forma de deuda común a ser contraída para salir del bache. Dados los riesgos de que, a la hora de pagar esa deuda común, no todos los países sean igualmente cumplidores, parece razonable la prevención de los europeos del norte.

Pero incluso antes de eso, la pregunta incómoda es: por qué aquellos países que adoptaron medidas a tiempo, que fueron acatadas por sus ciudadanos, tienen que pagar por la ineptitud de quienes anunciaron medidas que no llegaban, compraron material sanitario a quien no debían comprar y por la inconsciencia de quienes siguieron disfrutando en lugares de contagio cuando ya estábamos advertidos del peligro. Es difícil de entender este reclamo de solidaridad.

V

A estas alturas de la crisis precipitada por el virus, no puedo evitar cierta decepción en torno a los comportamientos humanos. Me la provocan los irresponsables que se dedican a propalar mentiras en las redes, con el insano propósito de engañar a sus atemorizados semejantes. Me la alimentan los políticos que, por encima de todo, buscan cómo beneficiarse electoralmente de la pandemia. Me la aceleran los miles de peruanos detenidos por infringir el toque de queda y los españoles que siguen yendo al supermercado varias veces al día o paseando al perro propio o ajeno, para darse una vuelta y no aburrirse en casa.

Ojalá que la desembocadura, que aún no se vislumbra, nos quite algo de este sabor amargo que deja la comprobación de cuán mala gente somos.