Entre las ventajas —no muchas, sin duda— que da llegar a esa etapa que solemnemente se acostumbraba llamar “la edad provecta” y que es, simplemente, la vejez, se nos da la posibilidad de comparar lo que se vive hoy con lo que se vivió en otros tiempos. Considero que no es cierto que todo tiempo pasado fuera mejor, como afirmara Jorge Manrique. Un balance equilibrado debe reconocer que en algunos casos el avance es innegable, como se constata en la medicina; pero, en otros, hay que lamentar no solo la carencia de mejora sino que los innegables retrocesos ocasionan frustración.
Entrado en mi década de los ochenta años, me pregunto ocasionalmente cómo verían la realidad actual figuras importantes de nuestra historia, que dieron lo mejor de sí para construir un Perú mejor, si por un momento les fuera permitido asomarse a la vida diaria del país. ¿No se preguntarían, como hizo José María Arguedas en los años sesenta del siglo pasado, si ellos también vivieron en vano?
Hemos tenido muchas personalidades que en su ámbito han hecho esfuerzos importantes para mejorar el país. Buscaron la innovación, tratando de mejorar las condiciones de vida de los peruanos y, para ello, intentaron construir instituciones que no existían o que hasta entonces habían sido inútiles. Al efecto, tuvieron que enfrentar obstáculos de todo tipo, en alguna medida originados en la mezquindad de sus contemporáneos. Pero ellos no se desanimaron y mantuvieron el propósito.
El interés por pensar el país, para transformarlo, estuvo presente en diversos personajes que, poniendo eventualmente un pie en la escena pública, destacaron a lo largo del siglo XX. Entre otros, José de la Riva Agüero y Osma, Víctor Andrés Belaunde, Jorge Basadre y Alejandro Deustua merecen una mención.
Ha habido quienes fueron todavía más ambiciosos y pretendieron construir un país mejor mediante la acción política. ¿Dónde empezar un listado exigente? ¿Con Mariátegui y Haya de la Torre hace cien años? Me pregunto qué diría el Amauta si pudiera ver lo que ha sido el Partido Comunista que fundó y cuyo primer heredero fue Eudocio Ravines. Igual interrogante podría dirigirse a Haya si contemplara lo que ha venido a ser el APRA al cabo de un siglo. Ambos tendrían que reconocer, como hizo un desengañado Simón Bolívar al final de su vida, “He arado en el mar y he sembrado en el viento”.
Los esfuerzos en la búsqueda de un país mejor no fueron desanimados por el seguidismo del Partido Comunista al estalinismo soviético ni por la entrega del aprismo a los intereses que en su origen pretendió combatir. En los años sesenta del siglo XX surgieron profetas en varias direcciones: Héctor Cornejo Chávez, Alfonso Benavides Correa, Alberto Ruiz Eldredge, entre otros, se alzaron contra el orden injusto que prevalecía en el país. Paralelamente, Luis de la Puente Uceda y decenas de combatientes anónimos entregaron su vida en aventuras guerrilleras.
Puede interpretarse que esos esfuerzos no fueron del todo inútiles porque, de algún modo, están en la base de la transformación impulsada por el gobierno militar que encabezó Juan Velasco Alvarado en 1975. Allí aparece otra serie de nombres como los de Augusto Salazar Bondy, Walter Peñaloza o Guillermo Figallo. Acaso el más importante sea el de Carlos Delgado, un hombre cuyo trabajo por el cambio del país pocos recuerdan. No obstante, el periodo de “la revolución” desembocó en una regresión que se inició a mediados de los años setenta para desmontar las reformas intentadas, de las cuales queda hoy la memoria que conservamos solo algunos.
El siguiente intento es el de Abimael Guzmán, demasiado cercano como para historiarlo, que pese a su costo sangriento concluyó, de un lado, en la capitulación del “presidente Gonzalo” y, de otro, en la asociación establecida entre parte de los remanentes de sus huestes y el narcotráfico, ligazón que hasta hoy coletea.
Desde la derrota de Sendero Luminoso no ha habido intentos políticos de transformación profunda del país. La izquierda, que nunca estuvo de veras unida, se convirtió en actor de reparto, primero, y luego en un “extra” prescindible en la esfera donde se toman decisiones. Sus pretendidos voceros de hoy son, como la mayor parte de nuestros políticos, gestores de intereses particulares incluidos los delictivos, aprovechadores sin vergüenza que buscan, y obtienen, su propio beneficio, empeño en el que están dispuestos a todo lo que sea necesario.
Los sectores con mayor poder en la sociedad peruana parecen haber ganado la “guerra cultural” que ha hecho moneda corriente la idea de que el único progreso efectivo es el logro personal, a ser perseguido al precio que fuere y pasando por sobre todo aquel que se interponga. La propuesta de transformar el país para alcanzar una sociedad justa no tiene lugar en la agenda. En eso estamos al haber transcurrido una cuarta parte del siglo XXI.
En ese panorama, que lleva décadas de vigencia, quienes hicieron algo por un cambio radical del país se han refugiado en pequeños grupos dedicados a trabajos inofensivos de promoción social o estudian aspectos circunscritos de la realidad peruana. Unos y otros carecen de potencialidad transformadora. Esto, sin mencionar a aquellos que, habiéndose proclamado revolucionarios en el momento que consideraron oportuno, se encanallaron luego y hoy compiten por el poder y/o el dinero.
Arguedas se suicidó cuatro años después de haberse formulado en público aquella pregunta inquietante. Sin llegar tan lejos, el cuestionamiento que nos surge de la revisión del fracaso de tanto esfuerzo personal y grupal ocasiona, cuando menos, tristeza y decepción.