La aprobación de la reelección indefinida en El Salvador, que abre el camino para que Nayi Bukele se perpetúe en el cargo, y la pantomima mediante la cual Nicolás Maduro se ha proclamado como ganador en las recientes elecciones venezolanas —así como el incalificable comportamiento de Legislativo y Ejecutivo en el Perú— nos ponen de cara a aquello que son los regímenes políticos en la región. ¿Son democracias? Si la democracia consiste en algo más que depositar un voto periódicamente, no lo son.

Al someter a pruebas relativamente simples aquello que hemos padecido en la región, los resultados suscitan muy serias dudas acerca de su supuesto carácter democrático. Tomemos el equilibrio de los poderes del Estado. ¿En qué países de la región el poder judicial ha servido como contralor al ejercicio del poder por el parlamento y el ejecutivo? En la Costa Rica de otra época ocurría pero ahora no es tan claro. Ni siquiera en Uruguay —país al que usualmente se le adjudica una tradición democrática sin recordar el negro periodo dictatorial entre 1973 y 1985— los jueces han estado a la altura de su función. En el Perú la tradición ha sido de sumisión y solo recientemente han aparecido algunas decisiones judiciales dignas de una democracia.

Tomemos un caso de mayor rango: la igualdad de derechos, que es un componente indiscutible de la noción de democracia. ¿Qué grado de igualdad de derechos han alcanzado los ciudadanos en nuestros países? Si no nos basta la respuesta que surja de constituciones y leyes mentirosas sino que vamos a la realidad, la igualdad de derechos es una meta muy lejana en todos o casi todos los países latinoamericanos. Pobreza, niveles rudimentarios de educación y otros obstáculos formidables —entre los cuales asoma la discriminación étnica o social— impiden ejercer derechos en condiciones de igualdad.

Y allí donde se ha dado pasos hacia esa meta, con frecuencia lo avanzado ha sido posible gracias a gobiernos que nos resistiríamos a considerarlos democráticos. Perón en Argentina abrió paso a ciertos niveles de igualdad social mediante el fortalecimiento del poder sindical —al que, desde luego, cooptó y mantuvo bajo control político—. Un gobierno nacido de un golpe militar y un fraude electoral subsiguiente, como el de Odría en el Perú, introdujo el derecho a voto de las mujeres y estableció la seguridad social pública.

El cansancio ciudadano con “la democracia”

Si lo que hemos tenido difícilmente han sido algo más que regímenes en los que, durante ciertos periodos, se ha podido votar, ¿por qué sostener, pues, como está de moda decir, que estamos ante “democracias fatigadas”? Más bien, la tendencia que comprueban reiteradamente las encuestas es el crecimiento de los ciudadanos fatigados. Esto es, hombres y mujeres que se declaran insatisfechos con la “democracia” que tienen, una que simplemente les permite designar periódicamente a quien frustrará sus expectativas.

En ese cansancio han surgido y se extienden las democracias pervertidas. Que son regímenes que mantienen el sufragio y responden a alguna demanda social extendida al tiempo que pretenden, con buenos o malos manejos, eliminar cualquier oposición. El crecimiento del delito y la inseguridad han dado oxígeno a propuestas como la de Bukele que, a cambio de contrarrestar la delincuencia a cargo de las maras, está extinguiendo los derechos básicos de los salvadoreños.

El caso de Ortega y el de Maduro son ejemplos de hasta dónde puede llegarse en formas de perversión a las que, de buena fe, nadie podría considerar democracias. Daniel Ortega y su mujer, Rosario Murillo, no conocen límites. Ni siquiera guardan las apariencias y, sin disimulo, proceden a encarcelar a quien se atreva a oponérseles. Nicolás Maduro se mantiene en el cargo echando mano a cualquier recurso, a costa de millones de venezolanos que han dejado el país no solo por razones políticas sino, sobre todo, por motivos económicos. Y de Cuba no resulta necesario ocuparse en este triste repaso.

En el Perú el curso degenerativo del régimen político puede seguirse en el periodo de 45 años inaugurado con la restitución del sufragio en 1980. Uno a uno, los gobiernos elegidos han sido incapaces de resolver problemas básicos de la población, al tiempo que han generado escándalos de corrupción en el ejercicio del poder. Adicionalmente, Alberto Fujimori incurrió en violaciones de derechos humanos e intentó perpetuarse en el poder.

Con la elección del dueto Castillo-Boluarte en 2021 las instituciones políticas han entrado en trompo, conforme muestran los insólitos niveles de desaprobación ciudadana que recogen las encuestas. Quienes ocupan lugares en el Congreso y en el Ejecutivo actúan en beneficio propio, o de quienes alquilan sus servicios, con absoluta desfachatez. ¿En eso consiste la democracia?

El caso peruano permite notar que, incluso en los ejemplos degenerativos de perversión, el origen no ha estado en “democracias fatigadas” sino en democracias fracasadas que no ofrecen resultados positivos para la vida de sus ciudadanos. De allí que, junto a la insatisfacción, las encuestas detecten la pérdida de fe democrática entre los ciudadanos y la creciente disposición a contar con un gobierno, cual sea su signo, capaz de resolver los problemas que vive la población. Ese es el panorama.