Vieja ciudad, calma ilusión, bella verdad,
mi inspiración, la Lima antigua que se va.
El señorío de tu ayer nos dice adiós
desde un balcón disimulando su desdén.
Tus siluetas recortadas quitan luz al paredón,
la callecita engalanada cede paso a la ilusión.
Sombras que ocultan miradas, celos de inmensa pasión, coquetería desgranada en jaranas de cajón.

Chabuca Granda, Lima de veras, 1948

En estas dos semanas que paso ahora en Lima, los organizadores de la reunión en la que participo me han ubicado en un buen hotel de San Isidro, cuyas tarifas no están al alcance de la mayoría. Lo peculiar de la experiencia me lleva a diversas preguntas que no atino a responder.

Comencemos con el contraste entre la cortesía y la amabilidad del personal, y los comportamientos usuales con los que uno se encuentra apenas se aleja de ese microclima que me pregunto si no tiene algo de artificial. Mi imaginación me lleva a la interrogante de cómo serán los comportamientos de esos empleados en su vida fuera del trabajo. ¿Este técnico atento que responde inmediatamente mi pregunta sobre la calefacción cómo tratará a su familia en casa? ¿Y el portero que nos saluda cortésmente en su casa golpeará a su mujer como lo hacen tantos peruanos cada día? ¿Aquella morena que, muy servicial, da vueltas a las mesas preguntando qué necesita el cliente atenderá con igual dedicación a sus hijos? Y así sucesivamente, la cuestión es: ¿estos peruanos a cargo del servicio son diferentes al compatriota promedio o es que en el desempeño de su trabajo representan un personaje, como lo hace un actor, que guarda poca relación con quienes son en la vida real?

En el comedor observo a los clientes. Los “señores” —de piel blanca, bien vestidos, de buenas maneras— son más bien escasos. Sí hay varios empresarios cuyos acentos delatan su nacionalidad; entre ellos destacan algunos colombianos que, mientras comen platos dietéticos, hablan por celulares caros, de esos que no se ven, y discuten, dan órdenes, piden cifras, exigen explicaciones a demoras e incumplimientos. Me llama la atención el interés en el país de estos hombres y mujeres de negocios, en un momento en el que a mí me parece que el Perú no tiene rumbo. Acaso no les importe mientras puedan hacer utilidades en el corto plazo.

Me detengo en la otra parte de la clientela, que son locales y, aunque me parece que no están alojados, en el comedor estimo que son la mayoría en almuerzos y comidas. Ahí está la representación de todas las sangres, según la expresión de Arguedas, cuya imaginación nunca llegó a localizarlas en un hotel caro de San Isidro. Destacan las empleadas “de color modesto” —para usar la expresión de Julio Ramón Ribeyro— y cuerpos desbordados que se hacen notar por sus risas frecuentes y carentes de moderación. Miro con curiosidad a uno y otro personaje, y percibo por ejemplo a esa mujer joven cuyos zapatos blancos en pleno invierno nos hablan de un clóset que padece cierta estrechez. Mi interrogatorio interior se hace elemental: ¿quién paga, entonces, estos consumos?

En el fin de semana se incorporan al desayuno buffet otros comensales. Parejas cuyo aspecto hace de ellos improbables huéspedes del hotel disfrutan una y otra vez, en platos abundantes, de una variedad de fruta, huevos, panes y dulces que el personal renueva constantemente. Ir al hotel a tomar desayuno, a razón de 69 soles por persona, imagino, es una suerte de excursión social apetecida.

Salgo del hotel a dar una vuelta y la atmósfera anterior se prolonga durante cierta distancia. Mientras dura, los parques están cuidados, los vehículos respetan los pasos peatonales y “serenazgos” y policías saludan al caminante (alguien me entera luego de que los propietarios de la zona prestan su “contribución” a la comisaría local para que disponga el personal que cuida el área).

Un paseo por El Olivar muestra un área verde pulcramente cuidada, con aguas que albergan peces y caminos donde no se acepta patinetes ni bicicletas que puedan incomodar a los paseantes que, convocados por este ambiente, representan a todas las sangres. Por cierto, el férreo enrejado de puertas y ventanas de casas y edificios circundantes anuncia que ese cuadro apacible no está del todo libre de acechanzas que no están a la vista.

Acaso el turista inadvertido empiece a formarse una imagen de la ciudad a partir de estas imágenes, pero le bastaría alejarse unas pocas cuadras —a la espalda del hotel— para encontrar aquella “Lima la horrible” de Salazar Bondy, en una versión agravada. En ella se multiplican los negocitos que venden cualquier cosa, se disputa por pasar en cada esquina metiendo el carro, los bocinazos de los micros son insoportables, etcétera. Es decir, están plenamente vigentes tanto la ley del más fuerte como el criollo principio de el-que-pestañea-pierde. Pero en la Lima del hotel se vive como si "eso otro" no existiera.

Desaparecida la Lima del valsecito a la que cantó Chabuca Granda y ante este paisaje variado de rasgos contradictorios, mi inquietud sigue en la búsqueda de la Lima de veras, de la que acaso he obtenido una muestra.