El debate actualmente en curso en torno a una obra de teatro que aún nadie ha podido ver ha puesto sobre la mesa una serie de temas de interés. Uno de ellos es el de si hay límites a la libertad artística. Otro es la estatura institucional de la Pontificia Universidad Católica. Y hay varios más. Pero también importa el del uso de la provocación como táctica de lucha ideológica, que es lo intentado por el autor de “María maricón”.

Por cierto, es una táctica frecuentada por los grupos y sectores contestatarios, que a menudo omiten hacer el balance acerca de cuán provechoso resulta provocar a los sectores retardatarios. Un caso aleccionador es el de los grupos feministas que se han servido de la provocación desde sus primeros pasos dados en el país.

Desde hace mucho en el Perú se han realizado concursos de belleza. Era la noche del 8 de abril de 1973 y en el recién inaugurado Hotel Sheraton tenía lugar el certamen Reina del Verano, cuando irrumpieron delante del edificio en el Paseo de la República varias decenas de mujeres que portaban una pancarta: “Queremos ser gordas, queremos ser feas”. El cuestionamiento de la “cosificación” del cuerpo femenino que las manifestantes combatían pasó casi desapercibido. La prensa se refirió a las manifestantes como “la rebelión de las brujas”. Aunque durante tres años los concursos de belleza resultaron prohibidos en el país, aquello que se había concebido como el lanzamiento del movimiento feminista en el país fue un paso que no le reportó beneficios.

El movimiento homosexual ha recurrido frecuentemente a la provocación. El desfile del Día del Orgullo Gay es una gran exhibición frente al resto de la población que no parece estar dirigida a convencer a quienes no están ya convencidos. Sin discutir el derecho ciudadano a hacer esta manifestación –que desde luego lo tiene este sector como cualquier otro–, la pregunta es a quién beneficia ejercerlo de esta forma.

Cuando la provocación hace el juego al adversario

La inclinación de quien es contestatario a vestir su impugnación como provocación se ha hecho común a muchos grupos. Las izquierdas más radicales han plasmado en su práctica. En diversos conflictos las izquierdas han propiciado llevar las demandas más allá de lo que efectivamente podía obtenerse. Y el intento provocador con frecuencia ha desembocado en el fracaso del cual el adversario sale fortalecido.

El fracaso guarda relación con aquello que ocasiona la provocación: una reacción extrema en el provocado. Es eso lo que se está viendo en el caso “María maricón”. Las fuerzas más reaccionarias –que en el país son muchas e importantes– han tomado el asunto para dar una lección y cuestionar a la Universidad, al progresismo en general y al movimiento homosexual en particular.

Las declaraciones hechas por Gabriel Cárdenas, autor de la obra del alboroto, son ilustrativas: “Uso a las vírgenes para contar mis vivencias homosexuales en una Lima machista”. Como autor, desde luego, le asiste el derecho de contar sus vivencias pero ¿a qué obedece el “uso” de las vírgenes si no es para provocar el escándalo? Lo que, por cierto, ha logrado.

Optar por servirse de la provocación es relativamente fácil. Se lanza como una pedrada y ya está. Si no hay preocupación por la eficacia y los resultados a obtener, la provocación es tentadora porque resulta mucho más a la mano que un camino alternativo –el de convencer a quienes no piensan como yo–, difícil y tedioso. Pero los provocadores tienen que hacerse cargo de que su combate facilón es irresponsable dado que, a menudo, fortalece a sus adversarios.

¿No ha llegado el momento de repensar este uso de la provocación, que levanta en pie de guerra a aquellos a quienes se busca combatir? Porque, a menudo –como en el caso del Perú actual–, el intento de provocar por provocar, no para persuadir, desemboca en una derrota de quienes intentan modificar el orden vigente, por condenable que este sea.