Tres semanas en Lima no abren una vía sólida para comprender mejor este país heterogéneo, para el cual las fuentes tradicionales de información en formato académico resultan manifiestamente insuficientes. De allí que, al cabo, apenas pueda registrarse escenas que se intuye significativas, a modo de fotografías que ofrecen fragmentos de un mosaico que no somos capaces de armar, o de los “cortes” de un disco que no nos está permitido escuchar completo.

La sumisión quedó atrás

La chica que nos atiende en el café. El chofer que nos explica su percepción de lo que ocurre en el país. La señora que nos guía para encontrar el mercado. El hombre mayor que nos orienta cuando preguntamos por una calle. Todos nos responden con tanta cortesía como desenvoltura y quienes pertenecen a aquello que en épocas pasadas se llamaba “sectores subalternos” no hablan desde una posición inferior.

Lo que no hay es sumisión. Podría imputarse el cambio a la educación pero siendo el sistema educativo un fracaso, como todos sabemos, esta interpretación resulta descaminada. Podría pensarse que el cambio se basa en el modo en el que el castellano se ha extendido, pero en algunas de las respuestas pervive la cadencia del quechua.

Si pudiera atestiguarlo, una tía mayor diría que ahora el país es habitado por “igualados”. Y ese es un buen apunte. Porque lo que aparece es que el interlocutor no habla “desde abajo” sino como un igual.

Esa igualación no es la del achorado, que pretende imponerse a los demás con prepotencia y que, por cierto, se encuentra en diversos estratos sociales para aparecer en el cuidador de autos o en la mujer que vocifera un insulto desde un carro de marca.

El sueño de un país de iguales hoy parece menos lejano que hace décadas. Y es así no en la subsistente –y siempre chocante– desigualdad económica y social sino en los comportamientos, específicamente en el lugar desde el cual cada quien habla. ¿Lo explica el proceso de urbanización que dejó de proveer gentes sumisas venidas del campo? ¿Lo explica el cambio político que intentó el gobierno de Velasco Alvarado hace más de medio siglo y, pese a fracasar, dejó algunas huellas perdurables? No es posible responder con certeza a la cuestión de cómo se originó. Pero allí está, desafiando sin alardes a quienes todavía creen que se les debe sometimiento simplemente porque ellos tienen plata.

La apropiación popular de bienes públicos –que son de todos, desde luego– es una de las manifestaciones de este cambio. Los microbuses destartalados se han abierto paso en distritos que en otros tiempos parecían estar rodeados protectoramente por fronteras invisibles que solo los servidores domésticos transitaban con paso apurado y cabeza gacha. Así, desde aquello que los mayores llamaban extramuros, ya desde hace tiempo viejos vehículos llegan con su carga popular a los barrios pudientes, antes reservados para los propietarios.

Reconocida la incapacidad para encontrar las claves del cambio, es aún más difícil imaginar sus consecuencias. Sin duda, las nuevas posturas de quienes se hallan abajo en la pirámide social están destinadas a estrellarse contra la estrechez de las posibilidades abiertas para ascender y progresar. ¿La resultante será solo el incremento de los emigrantes al exterior o hay allí una posibilidad de un cambio del país profundamente injusto que sigue siendo el Perú?

Cada vez, más lectores

Visito la Feria del Libro Ricardo Palma. Me impresionan tanto el gran número de stands como la cantidad de visitantes; algunos de ellos no solo pasean sino que compran. Para acrecentar mi sorpresa, me enteran de que a la Feria Internacional del Libro de Lima, que tiene lugar a medio año y que cobra entrada, concurre anualmente medio millón de personas.

Converso con un par de responsables de stand para saber si se vende de manera significativa. Una empleada me dice que en ambas ferias –una en julio, otra en noviembre-diciembre, se vende más que en el resto del año– y me informa que los compradores no solo se interesan por novelas y cuentos sino también por lecturas más duras. Noto que los precios, aún rebajados, son apenas menores que en España.

En un país de pobrísimo sistema educativo y baja capacidad adquisitiva, ¿cómo interpretar estos datos? ¿Hay lectores que buscan, por ejemplo, libros de historia para aprender algo de lo mucho que la escuela no les enseñó, pese a haberlos retenido sin propósito durante once años? ¿Cuál es el perfil de esos lectores que prefieren leer un libro a gastar el tiempo con el celular como la mayoría? Son muchas las interrogantes que surgen luego de descubrir que en el Perú hay lectores en un medio donde la ignorancia parece estar tan extendida.

Otros clientes para el Airbnb de fin de semana

Quienes lanzaron con éxito esta fórmula de alquiler por días, destinado al turismo, no imaginaron que en Lima la pauta adquiriría también cierta importancia para hacer turismo ¡dentro de la misma ciudad de residencia!

Me lo explica alguien que está familiarizado con el negocio y me dice que esos pequeños –cada vez más pequeños– departamentos de enormes torres situadas en “los mejores barrios” de la capital son alquilados en ocasiones por familias que viven en la ciudad pero en zonas de menor estatus social. Entonces, permanecer de viernes a domingo en lo que antiguamente se llamaba “barrio de blancos” y pasear a pie o en bicicleta, ir al cine y a comer fuera, en un paisaje que no es el de los conos de la ciudad, aparece como un escape, atractivo si bien pasajero, de una cotidianeidad algo más chata.

Sacar la vuelta al aplicativo

Tomar un taxi en la calle, levantando el brazo, aunque puede permitir el ahorro de unos soles, no es aconsejable por razones de seguridad en una ciudad donde todos andan atemorizados por los riesgos que acechan a cada paso que se dé. De allí el éxito de los llamados aplicativos, que proveen un servicio de taxi en el que cliente y chofer están identificados, y casi nunca hay sorpresas desagradables en el precio a pagar.

Quienes se valen del esquema tienen varios aplicativos y discuten cuál es el mejor, en precios y en calidad del servicio. Como visitantes por tres semanas, mi mujer y yo nos incorporamos al esquema. Y entonces descubrimos, desde los primeros días, que en la práctica las cosas no son como se promete.

Un aplicativo existente en buena parte del mundo es aquel con el que hacemos nuestra experiencia. Al principio no sabemos qué ocurre: el aplicativo anuncia la llegada de un vehículo en un lapso que luego se va alargando de manera inexplicable, o promete el servicio con un carro que de pronto desaparece y es sustituido por otro con el que puede repetirse el misterio. Seguimos preguntándonos qué ocurre hasta que un chofer nos da las claves.

El conductor que ha sido ofrecido por el sistema, debido a la cercanía respecto de nuestra ubicación, acepta el encargo pero luego evalúa “si le conviene” en razón del tiempo que invertirá en el servicio y el precio que cobrará. Entonces, decide no aparecer. Cuando el sistema recibe su negativa, pone a otro carro y otro conductor. Cuanto más tráfico haya –por ejemplo en noches de fin de semana– las “conveniencias” del chofer tenderán a ser más exigentes… y más clientes perderán su tiempo, botados en el lugar donde se encuentran.

El problema se agrava cuando el chofer está afiliado no solo a una red sino a varias. De modo que un aplicativo le asigna un servicio, pero a continuación el otro le propone uno que “le conviene más”. El primer cliente queda a su suerte.

Pocos días nos han bastado para pasar por estas experiencias ingratas varias veces. Y he pensado que el caso debiera ser ocasión de aprendizaje por los reformadores que intentan trasladar a nuestra realidad mecanismos institucionales que parecen funcionar bien en otros lados. No son conscientes de que, al ser trasplantados, el medio los absorbe, transformándolos en algo distinto. Esa es la razón por la que tantas reformas fracasan y por la que los aplicativos, una vez puestos en operación en el Perú, no rinden los resultados positivos que alcanzan en otros lugares. Una vez más, nos encontramos con el país.

“No son mafias”

Converso con un agudo observador de la escena política y uso el término “mafia” para referirme a los grupos que han ido apoderándose del control de las instituciones del Estado: el Congreso, la policía y un largo etcétera. Me corrige: “no son mafias”, y pasa a explicarme. La mafia es un cuerpo jerárquicamente organizado, con una cabeza visible y reglas muy claras. Si alguien tiene un problema que cae en el área que controla la mafia, sabe a quién dirigirse y su caso recibirá una atención que corresponde a un procedimiento previamente establecido. “No es el caso del Perú, me asegura, donde el poder o los poderes están en manos de bandas”.

La diferencia, subraya mi interlocutor, es que la banda es una agrupación inestable, cuyos miembros no guardan lealtades y saltan de un lado al otro según les convenga individualmente. Los ámbitos de actuación de la banda están sujetos a redefiniciones constantes, en razón de la demanda disponible. “Las bandas corresponden al desorden general que prevalece en el país, pueden estar en cualquier lugar pero no tienen permanencia, de ahí su éxito” concluye.

Intuyo que en este análisis puede encontrarse una clave para comprender el país de hoy.

Prefiero no enterarme

Vi con sorpresa el fenómeno en los años del conflicto interno. La violencia de la subversión y la de la represión nos mostraron un país cuya trágica existencia habíamos ignorado. Y eso fue así porque, a diferencia de lo ocurrido en conflictos violentos como el de Argentina, en el Perú todo lo ocurrido tuvo difusión en los medios, casi como ocurre hoy con la matanza en Gaza. Nadie puede alegar que no sabía.

En ese marco, un sector de quienes podían informarse optó por cerrar ojos y oídos. Abandonó la lectura de diarios y prescindió de las noticias en tv. Echando mano a un pretexto u otro, muchos se apartaron de una realidad que acaso les resultó intolerable siquiera conocer.

El conflicto acabó –aunque sus efectos han pervivido– pero el mecanismo de aislamiento –que permite atrincherarse defensivamente en el ‘No sé, no lo he visto’– quedó a disposición de quien quisiera servirse de él y, tal vez, de esa manera conciliar el sueño.

Sorprende, en el Perú de estos días, el número de amigos y conocidos que dicen desconocer los hechos sobre los cuales informan los medios de comunicación y las redes. Viven entonces en una burbuja construida, a semejanza de las rejas y los guardas que protegen determinadas urbanizaciones, para no saber lo que pasa fuera de ella. Es un universo chiquito y premeditadamente descontaminado, con espacio disponible para asuntos familiares y, en la medida indispensable, del trabajo.

Sorprende no solo cuántos en los sectores cultos han tomado esta opción sino que adhieran a ella incluso científicos sociales que también han edificado su pequeño albergue protegido. Es frecuente el alegato de quien justifica en voz alta su elección como necesaria para su salud.

En medio del caos del país y la radical incertidumbre en relación con su futuro, una vez más, una parte de quienes debieran dirigirlo han decidido cerrar los ojos. Sin saberlo, repiten una desgraciada tradición en el país.

Buscando visa para un sueño

En un medio como el limeño, todavía llama la atención ver a alguien de piel oscura emparejado con una persona blanca y rubia. En otras épocas se veía a algunos ejemplares nativos, chicas trigueñas o morenas, caminar con gringos de aspecto ingenuo, y entonces nos preguntábamos si eran chicas para pasar el rato –discretas fórmulas de prostitución– o aspirantes, acaso exitosas, a una “green card” que les permitiera salir del país mirando a un futuro mejor que el impuesto por su origen modesto.

Con el tiempo esas parejas, transitorias o en tránsito, se han vuelto parte del paisaje de barrios como Miraflores o Barranco. Pero han aparecido otras parejas, en las que es un hombre de evidente sabor nacional, pero que habla fluidamente inglés, quien camina de la mano con una gringa. Con mi mujer examinamos el caso de la pareja que, al lado nuestro, toma algo en un cafecito frente al mar en un malecón miraflorino. Él se aparta cuidadamente del perfil local valiéndose de una suerte de moñito atado con una cinta de color y una vestimenta que en otros tiempos se hubiera considerado “hippienta”. Ella tiene la piel blanca con muchas manchas que las arrugas no logran esconder. Se me escapa: ¡Podría ser su abuela! y mi mujer me manda a callar por prudencia. No pienso en un caso de prostitución masculina sino en el aspirante a la visa para un sueño que, en otro contexto, cantó Juan Luis Guerra.

En un país donde casi todos buscan un futuro individual porque el porvenir colectivo se ha esfumado, estamos ante otro signo de los tiempos que a los viejos nos cuesta asimilar.

¿Alguien tiene esperanza?

Los índices de desaprobación de los poderes del Estado revelan que no se espera nada de las autoridades. De los muchos porqués leo uno en los diarios: el proyecto de ley N° 9606/2024-CR, presentado por la congresista Rosangella Barbarán (Fuerza Popular), propone otorgar una licencia de un día por el fallecimiento de una mascota o animal de compañía, con el fin de aliviar el impacto emocional que provoca esta pérdida. Más perplejo que indignado, me pregunto en qué país vive esta congresista.

Caigo en la cuenta de que, entre aquellos con quienes he conversado durante estas tres semanas en Lima, he encontrado solo a un amigo que, con muy poco realismo, busca promover un grupo para participar en política y cambiar el estado de cosas. Lo que he encontrado, más bien, es que unos detallan cómo se han construido un mundito aparte, en el que cultivan sus intereses. Otros se lamentan de no estar ya en edad de emigrar, que es el deseo de la mayoría de los encuestados periódicamente por IPSOS (57% es el último porcentaje disponible para 2024). La mayoría parece soportar así la vida cotidiana.

En ese marco, mi nieto Lucas me lleva al último concierto del año de la Sociedad Filarmónica de Lima, que para algunos precisamente es parte de un mundito individual. Me sorprende no el auditorio, en el que encuentro amigos y conocidos, sino lo que es el plato fuerte de la noche: la Orquesta Juvenil Sinfonía por el Perú.

La orquesta, me entero, es el fruto de la iniciativa del tenor Juan Diego Flórez, uno de esos pocos peruanos que, llegados al éxito, deciden invertir en algo no lucrativo pero importante. Al proporcionar gratuitamente formación musical mediante sedes situadas en diez regiones, el proyecto permite desarrollar en la música a miles de jóvenes que de otro modo no podrían hacerlo porque su origen y condición social no se los permite.

El logro mayor se expresa en la Orquesta, compuesta por más de 150 jóvenes, todos ellos teñidos por lo que Ribeyro llamó “color modesto”. Los escucho en la ejecución de piezas de Beethoven y Dvorak, que a mis oídos pobremente cultivados me parece impecable. Pero el entusiasmo del auditorio, compuesto por gentes educadas en este arte, me dice que mi impresión no se halla descaminada.

Al final del concierto me resulta inevitable pensar en la repercusión de este esfuerzo. Por de pronto, reconozco que el logro del que acabo de ser testigo no es parte del deterioro constatable en tantos otros ámbitos, pero luego trato de ponerlo en perspectiva mediante una pregunta incómoda: ¿adónde van estos jóvenes? Y pienso con tristeza que en un momento dado se encontrarán con que el país no tiene lugar para ellos, que tendrán que irse adonde sus calidades sean reconocidas; de quedarse en el país, esta experiencia quedará como un paréntesis feliz en una vida que habrá de resultarles amargamente frustrante.