I

Tengo 80 años. Lo digo así, de entrada, no para que se me reconozca autoridad alguna, ni para convocar alguna suerte de conmiseración. Lo digo, simplemente, para declarar la base desde la cual he adquirido, según creo, cierta perspectiva para ver aquello que me rodea, para darme cuenta de mis errores pero también de mis aciertos.

Y, como empecé a escribir muy temprano, cuando aún era menor de edad, he escrito mucho; demasiado, tal vez digan algunos. Puede ser. En cualquier caso, lo que uno escribe, aun en este país donde se lee poco o son pocos los que leen, es la base firme sobre la cual será juzgado tarde o temprano, mientras viva o cuando haya muerto. Algo de esa base se presenta en este volumen.

Tengo casi 40 años fuera del Perú y, con diferencias de intensidad según momentos, no he podido dejar de prestar atención a lo que pasa en el país. Esto se explica solo en parte porque durante la mayor parte de las cuatro décadas que tengo viviendo fuera seguí escribiendo para medios peruanos y además, en varios momentos, hice trabajos para algunas entidades peruanas. En algún momento pude haber dejado de escribir sobre el Perú pero, por el contrario, mantuve ese cordón umbilical

Me he preguntado por qué. Y creo que el Perú ha sido para mí una obsesión y no un simple objeto de estudio o de curiosidad. Esto es lo que refleja el título del libro recién publicado por el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. No sé bien qué explica esa obsesión que, aún ahora, cada día me hace buscar las noticias peruanas o mantener el diálogo, acerca de lo que ocurre en el país, con peruanos que viven dentro o fuera del Perú. Quizá el escribir sobre el país es una manera de hacer manejable esa obsesión.

II

Cuando se me ocurrió la idea de reunir las que considero mis mejores columnas de opinión publicadas a lo largo de cuarenta años, no tenía claro que con su relectura y selección emprendía la tarea de reconstruir un itinerario que, al mismo tiempo, era el del curso seguido por el país y el de mi comprensión de él.

Escribiendo intenté entender el país, nutriéndome, claro está, de experiencias y vivencias cotidianas, que ilustran estos textos. Pero la obligación, autoimpuesta, de escribir regularmente me llevó, sin que yo atinara a verlo entonces, a reconocer algo mejor qué país era el mío. Era y es, pese a la marcada evolución de las últimas décadas.

En ese camino cada texto es un hito. Que fue escrito, casi siempre, en un tono afirmativo pero que, en el fondo, era apenas un descubrimiento que a mí mismo me hacía ver algo más claro. La razón de esto la leí hace mucho en Ribeyro, cuando afirma aquello de que escribir es una forma de conocimiento.

III

En la preparación del libro —esto es, releyendo y seleccionando textos producidos a lo largo de la mitad de mi vida— descubrí que en mis artículos de opinión, sin saberlo, había ido tejiendo un hilo conductor, que viene a ser el de un itinerario del país, de la sociedad y no solo de la política. Ese itinerario es el de una degradación, una descomposición prolongada pero cada vez más grave, que hoy hace muy difícil imaginar un futuro mejor.

Donde otros creían ver la gestación de una nueva sociedad, en mis artículos yo tomaba nota de de los signos que revelaban a un país donde se resquebrajaba progresivamente la base de la convivencia social. Es un proceso que empezó hace mucho, sin que lo advirtiéramos.

Cuando cada quien está a la suya, atento solo a su propio interés, dispuesto a hacer cualquier cosa a otros con tal de obtener una ventaja, sea pequeña o grande, el interés colectivo desaparece. Esto ocurre incluso en el nivel de la familia, al que discursivamente se le presenta como un ámbito de seguridad pero en el que a menudo también desaparece el interés del grupo cuando un miembro se procura alguna ventaja, desde la violación de un menor hasta la mejor tajada en los bienes heredados. Así se ha pasado de la viveza criolla al achoramiento, proceso en el que ha ido desapareciendo la confianza en las relaciones interpersonales. Los actores políticos expresan lo que son los actores sociales.

Esa realidad de fondo —que mis artículos reflejan— es la que explica el fenómeno de una migración constante, que aunque es silenciosa conoce momentos explosivos, como ocurre ahora. Un signo de esa tendencia está en todo lo que ocurre en los últimos años en torno a la obtención de un pasaporte: escasez, negociados y mafias que manejan las citas, como corresponde a un bien necesario pero escaso.

En el horizonte de muchos peruanos está el irse del país. Muchos no podrán hacerlo pero las encuestas periódicas muestran esa tendencia que conoce picos en los que la mayoría de entrevistados dicen que, si les fuera posible, quisieran irse. No hay estadísticas confiables que nos digan cuántos peruanos viven fuera, pero quién no tiene, cuando menos, un pariente o un amigo que vive fuera.

IV

Esa atención a un proceso social, y no solo a la esfera oficial, es a la que se dedica la primera mitad del libro. Y esa atención me parece importante porque en el país hay una suerte de sedante ciudadano que achaca el desastre nacional a los políticos. Y eso no es falso, pero sí es severamente incompleto, porque en realidad somos los peruanos quienes hemos hecho el país que, en un momento dado, descubrimos que no nos gusta y entonces preferimos irnos de él.

No atino a encontrar con certeza el origen de ese gen que se ha desarrollado en el país hasta hacer de él lo que es hoy. Creo que es un país mal gestado en su origen, en el que la colonia se sobrepuso a un país que los incas estaban buscando consolidar. Desde entonces, el país no se encontró a sí mismo y cada episodio lo ha ido mostrando: una independencia que nos llegó de fuera, una catástrofe como la de la guerra con Chile que desnudó nuestras terribles flaquezas, y una serie de proyectos de nación que fracasaron, desde Leguía hasta Velasco, pasando por el aprismo. Admito que a estas alturas de la historia nacional, y de mi vida, no puedo imaginar qué sigue.