No estoy seguro de quién echó a circular el mote entre nosotros. Sí sé que no es una originalidad: se usó mucho antes en Francia para señalar como “izquierda caviar” a aquellos personajes de discurso contestatario que frecuentaban cocteles de embajadas y recepciones de alto nivel social. De modo que bien podría decirse que el autor del trasplante al país fue un afrancesado en busca de una expresión, entre despectiva y burlona, para inhabilitar a la izquierda de origen social alto.

Entre nosotros, y alejado del significado francés, el uso del término ha tenido éxito, impulsado por medios de extrema derecha y, usándose como un proyectil letal, su contenido es impreciso; más bien, flexible. En pocas palabras, cuando se busca poner fuera de juego un argumento, se califica como “caviar” a quien lo dio. Lo que importa es que el señalado quede así como si fuera portador de una enfermedad repulsiva.

Basta ojear “La Razón” o someterse a un rato de Willax para comprobar cómo se descalifica arrojando el término encima de alguien que se atrevió a sostener una tesis que no resulta aceptable para el “analista” de turno –especialidad en la cual diversos opinantes parecen haberse graduado en los medios–. Entonces, mucha atención, no se contesta la tesis, se desautoriza como “caviar” a quien la formuló.

No hay, pues, debate con un caviar. Basta ponerlo fuera de juego. Para ello, “la caviarada” ha sido repetidamente presentada como una suerte de logia que conspira, lejos de los escenarios visibles, para controlar instituciones e importantes decisiones públicas. En estos días, los focos están puestos sobre los “caviares” que, según se afirma, manejan o controlan la Junta Nacional de Justicia, y el proyecto de ley que pretende controlar a jueces y fiscales desde el Congreso se asienta sobre la insinuación de que los “caviares” han capturado a las entidades correspondientes.

Este uso descalificador de un término, no para derrotar un argumento sino para inhabilitar a quien lo da, registra un antecedente importante que tuvo vigencia en el país durante décadas. Fue el término “comunista”, que en el siglo pasado fue muy utilizado por los periódicos de los propietarios. Lo usó “El Comercio” contra el aprismo, cuando este constituyó una amenaza para los señores; años después se utilizó en “La Prensa” de Pedro Beltrán, que en sus caricaturas presentaba la figura de individuos de mal aspecto que eran “los comunistas”.

En esos años, el término llegó a ser aplicado a personajes tan lejanos del comunismo como el democristiano Héctor Cornejo Chávez. Durante el gobierno de Velasco Alvarado, luego de ser expropiados los diarios, algunas publicaciones contrarias al régimen militar lo usaron también para señalar a determinados asesores civiles a quienes adjudicaban la orientación de las reformas adoptadas.

De “comunistas” a “caviares”: la intolerancia

Los “caviares” –como los “comunistas” de otra época– han sido y somos aquellos cuya opinión incomoda a quienes se consideran dueños del país y, en consecuencia, con el derecho indiscutible a disponer en él. Por eso es que estorbamos; por eso es que hay que prescindir de nosotros. Y si ahora no puede hacerse físicamente, hay que hacerlo ideológicamente, poniéndonos fuera del tablero como ciudadanos con menores derechos –en rigor, sin ningún derecho a participar– porque somos insalubres. Por cierto, de esa tarea no se encargan directamente los dueños sino los “periodistas” y los políticos de bajo nivel que se hallan a su servicio y están dispuestos a complacerlos. Así ha sido siempre.

Desde esa postura, responder a las tesis contrarias siempre ha sido secundario; la clave está en señalar como un apestado a aquel que las esgrime. En cada uno de estos episodios, hay una constante: la intolerancia no solo para discutir con el discrepante, sino para aceptar que la discrepancia es legítima. Esto es lo que hizo de “comunista” y hace de “caviar” recursos profundamente antidemocráticos. Como eran y son quienes se sirven de tales términos.

Esa intolerancia de la derecha extrema que hemos padecido y padecemos en el Perú es una de las taras que al parecer no somos capaces de superar, pese al transcurso del tiempo. La intolerancia frente a quien no piensa como yo, la negación del derecho a que exprese esa opinión, en nuestra historia ha inspirado, desde luego, dictaduras, leyes represivas y asesinatos cometidos desde el poder. Pero, aún sin llegar a esos recursos, al impedir el diálogo democrático la intolerancia es un obstáculo al desarrollo de la conciencia ciudadana. Aunque haya periódicamente elecciones, nos hace enemigos en vez de adversarios. Nos coloca en un juego de tú-o-yo que es la negación del entendimiento y el acuerdo propios de la democracia.

El “caviar” pasará de moda. Pero vendrán otros términos de uso similar. Porque los actores retrógrados de este país no buscan acordar salvando diferencias; siempre han buscado imponer, pasando por encima de la opinión de otros. Entre otras razones, por eso hemos llegado a este presente lamentable.