Son gentes que dieron lo mejor de sí. En un presente en el que cada quien está a la suya, decir esto casi suena a leyenda fantasiosa. Pero el propósito de ellos fue puesto precisamente en esa entrega, estuvieran equivocados o no en aquello que propugnaron. No obstante, la cuestión más importante no es esa sino el olvido. Esta tierra en la que crecemos en la ignorancia acerca de nuestra propia historia —poblando su enseñanza de héroes antiguos, falsos algunos de ellos— no solamente lleva a que se desconozca los esfuerzos de quienes de veras buscaron hacer del Perú un país mejor. Es que ni siquiera se sabe quiénes fueron.
Incluso aquellos personajes del pasado que han sido reconocidos con el nombre de una calle o de un colegio no son parte del conocimiento general. ¿Quienes estudiaron en el colegio María Parado de Bellido tendrán idea de que esta revolucionaria ayacuchana se alzó contra el dominio español? ¿O alguien sabe que Diego Ferré murió peleando junto a Grau en la batalla de Angamos? Y si se mira a la historia más reciente para preguntar a jóvenes universitarios por Jorge Basadre, por ejemplo, ¿acaso no encontraríamos quien le adjudicara un grado militar en la guerra con Chile, o algo todavía más “imaginativo”?
De modo que “el reconocimiento” otorgado por un alcalde o un ministro a determinado personaje de nuestra historia tampoco salva el problema, cuya raíz es otra. Se trata de que los peruanos viven de espaldas a aquello que es verdaderamente lo mejor de su país, neciamente centrados como están hoy en día en las exquisiteces de la cocina.
Esto viene a cuento porque, en la medida en que envejezco, percibo con más claridad cómo pasan al olvido personajes a quienes conocí o de quienes tuve suficiente noticia, que tuvieron relevancia, no por los títulos u honores que recibieron (o no) sino por el esfuerzo que realizaron para que el país que dejaran fuera mejor del que recibieron. Partieron y, pese a su contribución, no se les recuerda.
Diez peruanos contemporáneos
Esos criterios dejan fuera tanto a personajes de cierta relevancia a quienes no conocí de cerca como a otros que sí alcanzaron peso e influencia: por ejemplo, Julio Cotler, quien fue leído y escuchado más allá de los círculos intelectuales, y Alberto Flores Galindo, con gran predicamento en los predios de la izquierda ilustrada.
Mi listado resultante es necesariamente subjetivo y probablemente peque de arbitrario —además de misógino, conforme notarán mis amigas feministas— y de estar muy cargado por intelectuales. Voy a ellos.
Luis Jaime Cisneros fue sobre todo un maestro, tanto en la docencia universitaria como al desempeñarse como director de un diario. Sus alumnos de Letras lo recordamos porque nos enseñó a respetar y manejar el idioma. Y quienes lo vimos en la difícil tarea de dirigir La Prensa, aún bajo el gobierno militar, y luego fundar El Observador, apreciamos lo que supo hacer allí. En una época caracterizada por la generalizada ausencia de figuras dignas de respeto, Cisneros fue algo así como un refugio grato para nuestra confianza en los mayores. De allí que su partida incrementara la lista de aquellos pocos a quienes echo de menos para reiniciar alguna importante conversación interrumpida.
Héctor Cornejo Chávez fue un abogado arequipeño que ejerció la docencia universitaria y tuvo una intensa actividad política. En 1947 se desempeñó como secretario de la Presidencia de la República, a cargo de José Luis Bustamante Rivero. No había cumplido cuarenta años cuando se hallaba entre los fundadores de la Democracia Cristiana (DC), en 1956. Ese mismo año fue elegido diputado por Arequipa e inició una brillante carrera parlamentaria donde se distinguió como un orador sólido y punzante. En 1962 postuló sin éxito a la presidencia de la república y el año siguiente la DC forjó la alianza política con la que Fernando Belaunde fue elegido. Tres años después el partido se dividió, cuando el gobierno belaundista ya había perdido el rumbo. Luego del golpe de Velasco Alvarado en 1968, Cornejo se perfiló como uno de los civiles con influencia en el nuevo régimen. En 1978 fue elegido como miembro de la Asamblea Constituyente. Pasó sus últimos años alejado de toda actividad política.
Humberto Damonte fue editor y librero la mayor parte de su vida, sabiendo bien que los libros nunca han sido un buen negocio en el Perú. Su local en la plaza San Martín fue durante muchos años el lugar —como el de Mejía Baca en el jirón Azángaro y el de Moncloa en el jirón Ocoña— para encontrar libros a los que las librerías de veras comerciales no les hacían lugar. Y su Editorial Horizonte hizo posible la circulación de obras que de otro modo hubieran permanecido inéditas. Con un pasado como dirigente sindical en la Federación de Empleados Bancarios y militante del Movimiento Social Progresista, Damonte auspició diversas iniciativas en la izquierda, la más importante de las cuales fue el semanario Marka, que financió junto a Jorge Flores, sin reclamar un peso decisorio en su rumbo editorial. Esta aventura le valió dos deportaciones.
Federico de Cárdenas era un voraz lector desde muy joven, gracias a cuya amistad conocí a grandes autores. Dejó los estudios de derecho para dedicarse a su gran pasión: el cine. Una beca en París le permitió, durante cinco años, ampliar su horizonte en este terreno. Con otro cinéfilo, Isaac León Frías, en 1965 lanzó Hablemos de Cine, una pequeña revista que se publicó esforzadamente durante veinte años en los que promovió el interés por un cine bastante más amplio que el meramente comercial. En 2014 publicó El cine de Francisco Lombardi. Una visión crítica del Perú (Uqbar editores) y, cinco años después, El cine de los maestros (Fondo Editorial de la PUCP). Como periodista cultural, trabajó en La Prensa y El Observador, pero su vinculación más duradera fue con el diario La República, donde se encargó de la sección cultural y escribió la columna editorial hasta su muerte, en 2018.
Carlos Delgado Olivera fue aprista hasta que llegó a la convicción de que el partido había dejado el rumbo de transformación del país que él buscaba. Aparte de sus estudios de antropología en Estados Unidos, a partir de los cuales escribió algunos textos importantes (Problemas sociales en el Perú contemporáneo, Lima: Ediciones Campodónico, 1971), se sabe poco de su historia personal, a la que él casi nunca se refería. Hacia 1970 se constituyó no solo en el civil de mayor cercanía al general Velasco Alvarado; era el arquitecto ideológico del proceso revolucionario emprendido por las fuerzas armadas. Desengañado de lo que podía esperarse de los partidos políticos, ideó el Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social-SINAMOS. El experimento concluyó en 1975 con el alejamiento forzado de Velasco del gobierno. Delgado tuvo que buscar trabajo en el extranjero y murió fuera del país a los 54 años. Wikipedia no tiene una entrada con su nombre.
Guillermo Figallo Adrianzén fue un especialista en derecho agrario. Como tal, contribuyó decisiva y creativamente en las tareas relativas a la reforma agraria llevada a cabo en el país a partir de 1969. Aportó en el diseño de la ley que puso en marcha el proceso y a sus sucesivas modificaciones que hicieron posible su ejecución. El ámbito desde el que Figallo realizó su contribución más importante fue el fuero agrario, lugar institucional a cargo de conocer y resolver los conflictos surgidos a lo largo de la práctica de la reforma. Como presidente del Tribunal Agrario, él realizó un esfuerzo interpretativo original e innovador en el campo del derecho, que acompañó la transformación llevada a cabo. Posteriormente, en la década de los años setenta, Figallo se incorporó a la Corte Suprema, donde realizó asimismo una labor creativa en materia jurisprudencial en diversas áreas del derecho civil.
Carlos Franco fue un psicólogo social que estudió en la Universidad de Lovaina. Su producción lo sitúa como uno de los intelectuales más finos y originales de su época: se atrevió a pensar por cuenta propia. Políticamente, Franco se situó, como Carlos Delgado, entre los civiles del gobierno militar de Velasco Alvarado sumamente críticos con la izquierda. Posteriormente fue asesor de Alan García en su primer periodo presidencial (1980-1985), en torno a cuyo proyecto político postuló el surgimiento de una modernidad popular y nacional, la de una “sociedad plebeya”. De sus numerosos trabajos quizá Acerca del modo de pensar la democracia en América Latina (Lima: Fundación Friedrich Ebert Stiftung, 1998) sea el de mayor trascendencia. Si bien el CEDEP publicó en 2012 un libro de homenaje a Franco, con dieciséis contribuciones, sus elaboraciones sobre el país y América Latina no han alcanzado una amplia difusión.
José Matos Mar realizó importantes aportes como antropólogo, el más importante de los cuales fue su temprano estudio de las barriadas limeñas, donde supo ubicar el lugar de gestación del fenómeno que hizo del Perú, para siempre, un país cholo. Pero su papel más destacado y perdurable lo desempeñó como director del Instituto de Estudios Peruanos fundado en 1964. Matos hizo del IEP el lugar estable en el cual, dedicados a tiempo completo a investigar y escribir, algunos de nuestros más prestigiados científicos sociales pudieron hacer obra. Distribuyó generosamente apoyos y alientos entre quienes podían aportar a la tarea que se propuso: comprender el Perú para cambiarlo. Así hizo posible que otros avanzaran en la comprensión del país. Como en tantos otros casos, argumentos de conventillo y el vicio nacional de la envidia han apuntado a objetar al individuo para menoscabar su obra.
Francisco Moncloa fue comerciante en arte (marchant), editor, político de izquierda y amigo acogedor. A sus 25 años ya estableció la Galería de Lima para difundir la pintura abstracta. En los años sesenta estuvo en el grupo principal del Movimiento Social Progresista, junto a Santiago Agurto, José Matos Mar y Augusto Salazar Bondy, entre otros. Por esa época constituyó Moncloa editores, que publicó importantes trabajos de ciencias sociales escritos por peruanos o referidos al país. Partidario del proyecto del general Velasco, en los años setenta dirigió la sección editorial del expropiado diario Expreso. Cuando el gobierno militar pasó a la llamada “segunda fase”, se situó en la oposición desde el Partido Socialista Revolucionario, que contribuyó a fundar.
Enrique Zileri fue de sobra conocido como director de Caretas, semanario en el que fui colaborador durante 13 años. Liberal en el mejor sentido del término, Zileri respetó escrupulosamente las opiniones de los columnistas, aun cuando él estuviera en desacuerdo con ellas. Aprendió el periodismo en Estados Unidos pero escribía poco y lento. Lo suyo era dirigir y orientar; como tal, supo hacer una revista plural como quizá no ha habido otra en el país durante el último siglo. Las notas publicadas en Caretas no albergaban irresponsablemente mentiras o hacían lugar a las calumnias que hoy pueblan las publicaciones escritas o en la web. El periodismo que hacía Enrique ya no existe en el Perú. Murió antes que él.
Pasaron a la historia sin entrar en ella
La expresión “pasar a la historia” —a menudo usada para significar aquello que con el tiempo se pone de lado— es la aplicable a estos personajes que, pese a ser todos ellos admirables en alguna faceta relevante, “no han entrado a la historia”. ¿A qué historia podrían haber ingresado si han sido destinados, precisamente, a no figurar en esa historia desmemoriada y precaria que padecen los peruanos?
En este país de injusticias hechas sistema, acaso haya quien piense que estos olvidos son secundarios. No me lo parecen. Al olvidar a estos personajes los peruanos renuncian a un importante aprendizaje de algo de lo mejor que ha tenido el país y que no ha sabido apreciar.