1959 fue un año que se inició marcado por la revolución cubana. Washington sintió el golpazo y en 1961 John Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso como alternativa destinada a competir con el comunismo tropical que pregonaba la lucha armada como “partera de la historia”, tal como había proclamado don Carlos. En una y otra vía el cambio social era el objetivo y su necesidad quedaba fuera de duda. La aceptación de la necesidad de una transformación social presidió los años que siguieron.

En el caso peruano esa fue la atmósfera en la que se eligió a Fernando Belaunde Terry para lo que sería su primer periodo presidencial: un fracaso. También una decepción a la que siguió la irrupción del gobierno revolucionario de la fuerza armada, que se propuso transformar profundamente el país y que terminó empantanado. Poco después se volvió a lo de siempre.

El siglo XXI ha dado a luz otro panorama en América Latina. Es uno en el que el cambio de nuestras sociedades no solo ha salido de la agenda sino que ni siquiera es materia de atención y debate. El progreso de todos ha sido reemplazado por el de cada uno, vestido de un “emprendedurismo” que se nos propone como camino del logro personal al costo que sea –crudamente, esto quiere decir, llevándose por delante a quien haga falta y sin escrúpulos– o planteado abiertamente como salida del país, rumbo al Norte, a fin de encontrar entornos más propicios a las aspiraciones de cada quien, que no más son percibidas como las de los otros.

En eso estamos. La sustitución de objetivos comunes por la de objetivos individuales o familiares ha sido impulsada por varios factores. El primero es el fracaso de los intentos de transformación social iniciados décadas atrás. Las guerrillas fueron aplastadas sangrientamente y no dejaron herederos, ni siquiera huellas o recuerdos. Quienes llegaron al gobierno con programas reformistas –como Belaunde en el Perú– los abandonaron pronto. Las varias formas de “promoción popular”, generalmente financiadas por fuentes de cooperación internacional, se limitaron a apoyar a algunos grupos sociales por periodos que terminaron cuando se acabó el dinero; en el mejor de los casos, los logros de esos esfuerzos fueron similares a los del asistencialismo prestado desde antiguo por las señoras pudientes y piadosas. Tampoco han dejado huella.

El segundo factor ha sido la prédica neoliberal –que debiéramos llamar neoconservadora– que ha inculcado una suerte de nuevo evangelio: tu futuro depende solo de ti; no esperes a progresar con los demás, esfuérzate por tu cuenta y lo demás vendrá por añadidura.

El estrechamiento o el cierre de los canales de ascenso social para las mayorías y la capacidad de atracción de la propuesta de “salvación individual” han redefinido el panorama. El pesimismo acerca del futuro del país ha arrinconado cualquier optimismo en la esquina de aquello que cada uno pueda alcanzar. Las encuestas muestran esas tendencias. Y en los intercambios personales se ilustra aquello que hoy en día es “lo nuevo” en la región.

El marco de los narcos

Convengamos en que hay más elementos que hace unas cuantas décadas fueron nuevos y actualmente se encuentran normalizados. Probablemente el más importante sea el narcotráfico que nos sorprendió cuando sus primeras noticias estaban centradas en Colombia. Pero luego, no siempre llamando demasiado la atención, motorizado por una ilegalización que lejos de erradicarlo lo hace más rentable, el fenómeno se extendió a países productores de materia prima como Perú y Bolivia, y a continuación a los países de tránsito –todo Centroamérica y México, pero también Brasil, Argentina y Chile– para degradar sus sociedades y carcomer a sus Estados mediante la corrupción. El Perú es un caso avanzado en esa ruta pero detrás viene casi toda la región.

En una fase anterior, el narcotráfico pagaba los servicios necesarios con dólares provenientes de los mercados en los que colocaba la droga: primero Estados Unidos y luego Europa. Pero la persecución internacional complicó las transferencias de billetes verdes; de modo, que se pasó a la etapa actual, en la que esos servicios locales se pagan con droga. Para hacer efectivos los pagos, quienes trabajan con las grandes redes internacionales del tráfico, han activado un mercado interno de consumo de droga que afecta principalmente a los jóvenes. Como sabemos, en las puertas de colegios se regala droga para crear consumidores. El asunto de la adicción ha pasado a ser un problema de salud pública, que no recibe atención.

Para “los emprendedores”, el narcotráfico ha creado una amplia oferta de ocupaciones que ofrecen el éxito instantáneo. Los peldaños más bajos del escalafón son “las mulas” –también llamados burriers– que los traficantes sacrifican cuando hace falta, delatándolos a “agentes cumplidores del deber” que a cambio dejan pasar verdaderos cargamentos. Los infelices terminan como carne de prisión y el sistema de justicia dictará para ellos “sentencia ejemplares”. Mientras tanto, en los escalones más altos se hace carrera y sus ocupantes despliegan niveles de consumo de escándalo. Que en realidad no escandalizan sino provocan envidia, aunque algunos de sus personajes acaben de pronto la fiesta en un “ajuste de cuentas”.

Mientras estos procesos se desarrollan y extienden hasta crear “zonas liberadas” –no por la lucha armada sino por la actuación impune del delito–, la desigualdad ha dejado de figurar en la agenda de los partidos políticos, el incremento de impuestos –cuando menos hasta el nivel que se pagan en los países del Norte– es considerado “expropiatorio” por los neoconservadores y el aparato del Estado es cada vez más débil y corrupto; reducido a mínimos, desatiende la educación pública y la atención de la salud.

¿Dónde está la salida?

Hace muchos años, en medio de una de las crisis que cíclicamente padece Argentina, hice esta pregunta a un taxista en Buenos Aires. “En Ezeiza”, me contestó sin asomo de broma, refiriéndose al principal aeropuerto de la capital argentina. En esa época resultaba una buena agudeza; hoy, largarse de su país es para muchos “la salida”. A la mayoría de ellos no les importa qué harán; asumen que desde cualquier ocupación tendrán mejores oportunidades que en su país, donde casi todos los caminos parecen haberse cerrado.

La de dejar el país es la opción creciente que adoptan, sobre todo, los más jóvenes porque para los mayores ya resulta tarde. En el caso del Perú –que aun en el contexto latinoamericano aparece, quizá como Guatemala, como un paciente con pronóstico reservado, para el que no hay tratamiento conocido–, los emigrantes se han cuadruplicado luego de la pandemia. No hay estadísticas fiables que respalden lo que sabemos por mil historias; como viene ocurriendo con los salvadoreños desde hace mucho, todo peruano parece tener en el extranjero uno o más parientes, uno o más amigos.

Países latinoamericanos que hasta hace relativamente poco parecían tener modos de vida asentados y un Estado con cierta fortaleza se deslizan hoy por la pendiente. Chile nos sorprendió hace pocos años con una explosión social que hasta ahora no ha producido nada sano. Y Ecuador nos ha pasmado recién con la irrupción en escena de actores que, dedicados al negocio de la droga, habían permanecido tras bambalinas y ahora reclaman la posición de actores principales.

En la mayor parte de América Latina es la hora del sálvese-quien-pueda y, como consecuencia, nuestras sociedades se degradan aceleradamente. Ese proceso es alimentado actualmente por la desesperanza, que proviene de comprobar la magnitud de problemas para los que, al haber llegado a 203 años de vida republicana, nadie atina a proponer soluciones viables.