En los años setenta —¿alguien se acuerda?— el país parecía encaminado en un rumbo de izquierda que el gobierno de Velasco Alvarado había marcado sin anticipar los resultados: un giro brusco y definido en dirección contraria que impusieron los mismos militares bajo el comando de Francisco Morales Bermúdez. Frente a este otro gobierno las izquierdas capitanearon las movilizaciones populares, sin otro éxito que aconsejar a los militares convocar en 1978 las elecciones para una asamblea constituyente. Para la izquierda fue un éxito —o pareció serlo— porque en ese proceso electoral sus partidos cosecharon una votación que situó a 28 de sus candidatos en el conjunto de cien asambleístas.

Allí mismo, cuando las izquierdas no atinaron a hacer algo útil en el recinto que Marx apodó como “el establo parlamentario”, empezó su desdibujamiento. Algunos años después habían perdido todo protagonismo. Fue su década perdida.

Pero, entre tanto, esas izquierdas —dada su multiplicidad, hablar de “la izquierda” siempre ha sido una abstracción algo forzada— reclutaron algunos miles de militantes y, desde luego, centenares de miles de simpatizantes. Si los partidos se dividieron según fracturas en ocasiones incomprensibles y se reagruparon luego en alianzas y frentes de nombres que se hicieron indistinguibles y de los cuales se perdió la cuenta, ¿qué ocurrió con todos esos ciudadanos que, por una razón u otra, depositamos esperanzas —y ¡ay! hasta confianza— en la izquierda?

Los caminos de la dispersión

Para los simples simpatizantes, probablemente el asunto no fue demasiado traumático. Muchos de ellos habían apostado a las izquierdas como una posibilidad; como otros miles habían apostado al Apra décadas atrás. Al comprobar que su apuesta había resultado perdedora, como el apostador que en el hipódromo rompe los boletos al ver que su caballo no ganó, retiraron de las paredes de su casa los símbolos rojos que en algún momento le dijeron algo importante, tiraron a la basura el Qué hacer de Lenin o el libro rojo de Mao, y cambiaron de tema. A hacer luego otras apuestas, pero cada vez con menos ilusión.

Los militantes la tuvieron más difícil. Algunos habían invertido años de su vida en la militancia. En reuniones de célula con previa lectura de “documentos” mimeografiados, escritos hasta los márgenes de cada hoja en un lenguaje incomprensible, cargados de citas de Marx, Lenin y, en ciertos grupos, de Mao-Tse-Tung. Todo ello envuelto en un gran reconocimiento al “Amauta” Mariátegui. Pero no solo vinieron a comprobar que habían desperdiciado su tiempo y el que le quitaron a su familia para dedicarlo al “trabajo de célula”. Otra fracción de tiempo, y de sueño, fue dedicada a hacer trabajos como pintar paredes, pegar carteles o repartir volantes con consignas y llamamientos, corriendo o escondiéndose de la policía. ¿Para qué?, tuvieron que preguntarse. Y de la respuesta que encontraran siguió el camino a tomar.

Seguramente los más, luego de lamentarse, pasaron a ocuparse de todo aquello que habían descuidado o sacrificado para entregarse a las tareas de la militancia. Esto es, completar estudios que habían abandonado, cultivar una familia en la que hacían falta, chambear más para procurar recursos adicionales para los suyos y un largo etcétera cuyos varios componentes de pronto aparecieron más importantes que una militancia que no condujo a ninguna parte, ni a ellos ni al país.

Muy distintas eran las opciones de aquellos que estaban en las cúpulas partidarias o cerca de ellas. Entre estos últimos, se hallaban los intelectuales orgánicos de la izquierda que configuraron un marco interpretativo de la realidad y de la acción política que conducía al pueblo a un futuro brillante, de la mano de sus dirigentes de izquierda. Ante el naufragio de los proyectos izquierdistas, algunos cambiaron discretamente de tema; al tiempo que unos pocos se mantuvieron en la tarea, sustituyendo algunas nociones por otras pero con el mismo horizonte, que pasó de ser utópico a ser abiertamente fantasioso.

En quienes eran dirigentes políticos o asesores de ellos surgieron diversas alternativas. Los menos permanecieron en la labor sin hacerse cargo de que la izquierda había pasado a ser simple actor de reparto y no protagonista; explotaron hasta donde pudieron —que no fue mucho— las posibilidades de un cargo congresal. Otros cambiaron de ocupación… o de banderas. Entre estos últimos destacan los ex trotskistas que cargaron en hombros a Hugo Blanco o rodearon a Ricardo Napurí. Resulta interesante ver dónde están ahora, alejados ya de toda prédica revolucionaria.

En el cambio de banderas se han vuelto notorios quienes, en la huella de Eudocio Ravines, han pasado de ser extremistas de izquierda a ser extremistas de derecha y hoy aparecen, en diversas tareas de este sector, con el mismo tono combativo y radical con el cual en su momento pretendieron ser profetas de la revolución. Como todo converso, necesitan ir más allá que sus nuevos compañeros, a fin de que estos confíen en que su conversión es genuina. Sin duda alguna, son los que inspiran menos respeto.

En casi todas las figuras y personalidades que dejaron la izquierda para situarse en otras posiciones se echa en falta una reflexión que haga cuenta y balance de lo que hicieron para explicar lo que hacen ahora. Los más han optado por una mudanza silenciosa, con la que no cumplen ningún servicio a los demás.

Lamento personal

En todos los grupos y las diversas opciones hay gentes que nos acercamos a la izquierda en la creencia en que, de cara a la responsabilidad de hacer un país más justo, este sector y sus actores representaban algo sano y distinto. A la distancia de los años es fácil notar la ingenuidad de que entonces no fuimos conscientes.

No permanecimos en la izquierda, encasillados en su estrechez de miras y tomando partido en sus luchas de ambiciones personales. Pero tampoco nos pasamos a las filas de esa derecha que es la responsable principal, también desde su incurable miopía, de lo que ha sido el país y lo es hoy. Más bien, hemos optado por el escepticismo para mirar, desde cierta distancia y con tristeza, en qué han acabado las ilusiones de tantas gentes que conocimos y apreciamos mientras unos cuantos trataron de servirse de ellas para sus propios intereses.

Seamos pocos o muchos, hemos procurado que el escepticismo no nos conduzca al cinismo. Desearíamos, sin mucha esperanza, que el Perú fuera otro y sin renegar de aquello, poco o mucho, que creímos útil para alcanzarlo, reconocemos que nos equivocamos.