Hace cuarenta años publiqué en Caretas (801) una reflexión a propósito de haber llegado a la mitad de la edad que tengo ahora. Entonces creí que “con la sensación de ingresar en el segundo tiempo”, aquella “era la primera oportunidad en la cual sentimos la riesgosa tentación de formular un balance”. Quizá en esto fui algo apresurado, porque conforme me enseñó el buen amigo que fue César Arróspide –a quien cité en esa ocasión– “a los 40 años se acaba de alcanzar la madurez”.

Sin embargo, proseguía mi reflexión de entonces, me visitaba la percepción de mí mismo “como un hecho consumado”, esto es, la de quien “es lo que es y, cada vez menos, lo que podría ser” y, en consecuencia, “No se nos juzga como posibilidad sino como resultado”. Acaso en esto exageré, porque en los cuarenta años que siguieron construí nuevas rutas de trabajo que dieron otros productos por los que ahora soy juzgado. La más importante de esas rutas fue la de mi quehacer en el campo de la justicia, que a los cuarenta años apenas había iniciado.

En cualquier caso, declaré entonces no sentirme en falta tanto por lo hecho –que “ha tenido en la base una enorme convicción”, acoté– como por la consciencia de que aún tenía mucho que aprender.

No obstante, confesé también mi incomodidad con “las múltiples formas que usa el país para no dejarnos hacer, para desaprovecharnos y, de paso, frustrarnos. Son las ocasiones que a tantos peruanos nos han sugerido la posibilidad de irnos para siempre de este país ‘dulce y cruel’, como lo llamó Basadre”. Añadí al final del texto: “de los años por venir tengo un solo y enorme temor: el de envejecer en una creciente amargura respecto a la sociedad en la cual viví”. En ese razonamiento se hallaba –quizá sin que yo fuera del todo consciente–, una premisa de la decisión que hice efectiva dos años después, cuando dejé el país con mi mujer y una hija, y salí a recorrer mundo, empeño que me ha llevado a vivir en otros seis países.

Cuarenta años después

En 1984 la incomodidad principal que señalé se originaba en las limitaciones que el país me imponía, pero ciertamente había ya un paisaje que hacía la vida incómoda a quienes atendíamos con preocupación e impotencia a lo que ocurría en el Perú, donde la subversión cobraba fuerza y el gobierno –los gobiernos, de Belaunde, primero, y de García, después– no atinaban a contenerla, mientras la sociedad peruana se resistía –y aún ahora se resiste– a entender las raíces sociales de la subversión.

Debido a esa tragedia que vivió el Perú sin aprender de ella y en razón de otros factores, hoy el país está peor, mucho peor, que entonces. He vivido al país de lejos pero, como anotara Vargas Llosa en El pez en el agua, “la verdad es que lo he tenido siempre presente y que ha sido para mí, afincado en él o expatriado, un motivo constante de mortificación. No puedo librarme de él”.

He llegado a viejo habiendo visto ese proceso por el cual el país se ha ido hundiendo en un charco inmenso que los peruanos hemos atiborrado de inmundicia en cantidades cada vez mayores, hasta llegar a lo que el Perú es hoy.

Si se mira al país y el resto de mundo, lamentablemente se llega a la conclusión de que el nuestro es solo uno de los casos más avanzados en la descomposición. Es una diferencia de proporciones la que se marca periódicamente en los hitos que continuamente alcanza el Perú: en muertos por habitante a lo largo de la epidemia del Covid, en viajeros fallecidos por accidentes de tránsito, en mujeres asesinadas por sus parejas y un largo etcétera.

No caigamos pues, en la típica tontería del “así es en todas partes” que pretende tranquilizarnos, porque lo nuestro se encuentra en otro nivel. ¿En cuántos países del mundo, que no se encuentren en el continente africano, dos terceras partes de los trabajadores pertenecen al piadosamente llamado “sector informal” y están sujetos a condiciones penosas?

Es verdad que en aquellos países en los que la economía crece, este logro es acompañado por un incremento de la desigualdad. En el mundo, en 2020 el ingreso promedio del 10% mejor situado era 38 veces mayor que el ingreso promedio del 50% inferior; esta relación era apenas mejor de la que se dio en 1910, cuando la diferencia era de 41 veces; pero en 2020 era peor que la existente dos siglos antes, en 1820, cuando la diferencia era de 18 veces, según informa World Inequality Lab.

En el caso peruano la desigualdad mantiene en la pobreza o en el riesgo de pobreza a la mayoría de la población, lo que significa acceder a una educación de muy poca utilidad y no poder curarse cuando les llega una enfermedad, como se hizo evidente con ocasión de la crisis generada por el Covid 19. “Siete de cada diez peruanos son pobres o vulnerables de caer en pobreza”, sostuvo un informe del Banco Mundial publicado el año pasado.

La política, es verdad, se ha convertido en muchos países del mundo en algo que ocasiona que los ciudadanos se sientan ajenos a ella. Lo demuestran las encuestas pero también la baja concurrencia a las urnas electorales cuando votar no es obligatorio. La corrupción y la ambición –a veces juntas y a veces por separado– han envenenado no solo a los partidos sino al funcionamiento democrático. Según el índice usado por The Economist para evaluar la democracia, esta se halla en declinación y solo 8% de la población mundial vive en regímenes plenamente democráticos.

Un estudio del Pew Research Center, realizado en 2019 y que incluyó a 34 países, encontró que la insatisfacción con la democracia era compartida por 52% de los encuestados; como podía suponerse, mayor malestar se encontró entre los encuestados de menores ingresos. El sondeo realizado entre febrero y marzo de 2024 por IPSOS en 29 países halló que casi dos tercios de los encuestados (625) creían que su país iba en dirección equivocada, pero el Perú obtuvo el mayor porcentaje de opiniones en ese sentido: 86%.

Sería interesante saber cuántos electores peruanos concurrirían a votar si el llamado derecho al voto no fuera también una obligación cuyo incumplimiento es sancionado con una multa –ahora entre 22 y 88 soles, según el nivel de pobreza del distrito de residencia– que puede resultar alta para buena parte de los ciudadanos. La obligación de votar asegura un número de votantes que, con entusiasmo o sin él, otorgan de este modo legitimidad a la elección. Una legitimidad que es aparente. Recuérdese que los sondeos de intención de voto para la elección de 2021 encontraron que la mayoría de encuestados rechazaba a todos los candidatos. Ya ocurre lo mismo en los sondeos que exploran preferencias electorales de cara a la siguiente ocasión.

Además, las encuestas indican que en el país el respaldo a la democracia es insuficiente. La realizada por Latinobarómetro para 2023 encontró que en el Perú solo la mitad de los entrevistados concordaron en que La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno; entre el resto, 27% estuvo de acuerdo en que Da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático. Puede imaginarse que este último porcentaje se multiplican a punta de los escándalos que desde los tres poderes del Estado incrementan insatisfacción, escepticismo y decepción. De ahí que la más reciente encuesta de IEP haya encontrado un abrumador rechazo a las máximas autoridades y, más aún, que 63% se interese poco o nada en la política. A eso hemos llegado.

Ese es el país que me ha tocado ver a los ochenta años, muy distante de aquel que, probablemente con más deseos que sensatez, imaginé posible durante mis primeros cuarenta años. Es verdad que, a lo largo de estas otras cuatro décadas, creció en el Perú la conciencia de derechos que hizo posible reaccionar frente al abuso. Pero aunque los poderosos cambiaron de rostro, el poder ha seguido ejerciéndose con arbitrariedad. Esto recibe ahora un rechazo social que probablemente alienta a irse del país a un mucho mayor número de peruanos que intuyen que cambiar el Perú no es posible.

El mundo que conocí

Conforme uno avanza en edad, es asediado por la tentación de mirar aquello que lo rodea y, en contraste, recordar con nostalgia aquello que, engañosamente, nuestra memoria escoge como las mejores imágenes. Es la tentación que señaló Jorge Manrique hace más de quinientos años: “como a nuestro parecer, todo tiempo pasado fue mejor”.

No se puede caer en la simplificación. La tecnología que muchos tenemos al alcance y nos permite tanto el trabajo a distancia como la comunicación constante con quienes más nos significan es parte de la vida cotidiana. Hace cuarenta años esto era ciencia-ficción. Pese a la magnitud de la pobreza, la esperanza de vida se ha incrementado en todo el planeta. Y la mujer se ha ido acercando, luchas mediante, a esa igualdad que se le negó en la Biblia. Cómo negar lo positivo de estos cambios.

Pero sí debe admitirse que el mundo actual presenta rasgos que, a quien nació hace ochenta años, resultan muy difíciles de entender, no digamos de aceptar. Entre otros, me impresiona el rango del consumo; más que eso, el nivel del dispendio. Los ricos han dejado de ser sobrios en aquello a lo que su dinero les hace posible acceder; por el contrario, estos ricos, que son mucho más ricos que los de otra época, han optado por el despilfarro en la vida cotidiana. Como si no les bastara con consumir sino que les fuera preciso derrochar para probar que pueden más que el resto de nosotros.

Acumulación y concentración de la riqueza, junto a la pobreza o casi pobreza en la que viven 1100 millones de personas en el planeta, desembocan hoy en el mayor nivel de desigualdad conocido desde que hay estadísticas. Hasta ahora, esos contrastes en acrecentamiento no parecen ser la antesala de una revolución social, conforme predijeran algunos pensadores y creyeran, hasta no hace mucho, ciertos líderes políticos radicales. Más bien, amplios sectores sociales parecen tener el consumo como único o principal objetivo de vida. Bien puede decirse que, en estos tiempos, el consumo es el opio del pueblo.

El cambio climático es otro ámbito para una sorpresa que inevitablemente se tiñe de malestar. Anticipadas sus consecuencias por los científicos desde hace mucho, la alteración del clima como efecto derivado de determinados factores de lo que se decidió llamar desarrollo económico –el uso de combustibles fósiles a la cabeza– ha sido objeto de discursos y acuerdos internacionales sin consecuencias. Somos testigos de la llegada de fenómenos climáticos cada vez más alarmantes y aún ahora una cuadrilla de políticos insisten en negar gravedad al tema, no por convicción sino en obediencia a los intereses que los financian.

Ante nuestros ojos, una serie de fenómenos han crecido vigorosamente en las últimas décadas. Tráfico internacional de drogas. Redes del crimen organizado que abarcan un abanico delictivo y que operan sin límites de fronteras. Economías ilegales que se eslabonan con las economías formales para juntas llevar a cabo negocios rendidores. Tráfico de personas para diversos propósitos, desde prostitución hasta mano de obra esclava. Todo esto en cifras gigantescas.

No quiero seguir en este listado de desventuras del mundo, de las que nuestro país lleva una buena parte. Las mencionadas bastan para ilustrar el ánimo con el que puede llegarse a la edad que ahora alcanzo. No me preocupan los años que me queden. Habiéndome vuelto ya un escéptico respecto al futuro que aguarda a la humanidad, me entristece el futuro que aguarda a mis nietos.