La pregunta del titular viene a cuento porque autores académicos y columnistas en los medios siguen utilizando la etiqueta “izquierda” como si así se caracterizara una orientación definida. Según este uso bastante difundido, tratándose de la América Latina de hoy se coloca como “gobiernos de izquierda” a los encabezados por López Obrador en México, Gustavo Petro en Colombia, Lula da Silva en Brasil, Luis Arce en Bolivia y Gabriel Boric en Chile. En el mismo casillero fueron situados en su momento tanto Cristina Fernández de Kirchner como Pedro Castillo.

De la lectura de la lista surgen algunas interrogantes: ¿qué tienen en común esos personajes y sus gobiernos como para ser colocados bajo la misma categoría? ¿Una retórica anti-imperialista? ¿Tal vez una tendencia a otorgar un papel central del Estado, como principal actor económico en contraposición a la libre empresa y al libre mercado? Si, poniendo de lado los discursos, examinamos la actuación de aquellos gobiernos veremos rápidamente que no todos comparten estos rasgos.

Si más bien estamos, como parece ser, ante una diversidad difícilmente agrupable, ¿qué capacidad explicativa tiene la palabra “izquierda” para que consideremos justificado su uso? En otras palabras, ¿de qué sirve llamar “de izquierda” a un gobierno o a determinado personaje? ¿Y, entonces, qué es exactamente ser izquierdista hoy?

Una denominación que ha perdido significación

En el origen del término “izquierda” está la ubicación de los revolucionarios en los asientos de la primera asamblea nacional de Francia, que en agosto de 1789 ganaron la votación para limitar el poder del rey. Desde entonces, se ha conocido como la izquierda a las fuerzas opuestas al orden tradicional. Acaso las que alcanzaron mayor repercusión histórica fueron aquellas que en 1917 acabaron con el zarismo en Rusia. Pero en el camino recorrido hasta nuestros días la experiencia con Stalin en la Unión Soviética, con Pol Pot en Camboya, Kim Il-Sung en Corea del Norte o, más de cerca, con los Castro en Cuba, Ortega en Nicaragua o Chávez-Maduro en Venezuela ha señalado algo distinto.

La línea autoritaria en “la izquierda” tuvo antecedentes entre los revolucionarios franceses. Pero fue Lenin quien dio consistencia a la tendencia al incorporar la noción de “centralismo democrático”, una suerte de contradicción en los términos que resultó de gran utilidad para aplastar a los adversarios surgidos en las propias filas. El camarada Stalin, primero, y Pol Pot más recientemente llevaron la tendencia a niveles singularmente sangrientos.

Pero aún sin llegar a esos excesos terribles, hoy bastante documentados, “la izquierda” construyó partidos que, vistiendo todo el ropaje y adoptando todos los símbolos que pudieran considerarse “revolucionarios”, giraron en torno a un líder iluminado: Mao, los Kim y Fidel. Algunos lograron constituir linajes que, como en Corea, se han perpetuado pasando el poder de una generación a otra. O que compartieron el poder con su pareja: Ortega en Nicaragua y “el presidente Gonzalo” en el caso peruano.

Las diferentes construcciones sociales levantadas en nombre del socialismo vinieron a revelarnos, a lo largo de los años, los presos y los muertos, lo que podía hacerse bajo banderas de izquierda. La “dictadura del proletariado” mostró que era dictadura y tenía poco del proletariado de carne y hueso. Las huestes de Abimael Guzmán denominaron “batir el campo” al ajusticiamiento de los campesinos que opusieran resistencia al partido.

¿Podemos seguir llamando “izquierda” a esas construcciones degenerativas que han congelado en el poder a determinadas camarillas, solo porque han mantenido un lenguaje de apariencia revolucionaria al tiempo que reprimen a sus opositores?

En definitiva, esos regímenes autoritarios se proclamaron como “el socialismo realmente existente”, para descrédito de la tradición socialista por la que tantos se habían sacrificado e incluso entregado sus vidas. La ideología “de izquierda” fue convertida así en instrumento de combate para defender regímenes políticos indefendibles.

La historia de nuestros partidos políticos considerados de izquierda reprodujo ese curso. Las sucesivas divisiones internas han correspondido más a luchas de dirigentes ambiciosos que a definiciones distintas de líneas de acción y ejes programáticos. La autocrítica se usó una y otra vez para acusar al otro, no para revisar y corregir los propios errores. Expulsiones de los disidentes y “refundaciones” a cargo de sectores escindidos continúan poblando esa historia. El fracaso de la Izquierda Unida, y el de las izquierdas peruanas en general, es resultado de ese proceso que ha llegado a generar un cuerpo descompuesto como Perú Libre.

Vuelta al principio

Tal vez sea hora de preguntarse dónde quedaron el inconformismo con el orden –el viejo y los nuevos– y la capacidad contestataria de la izquierda. Y dónde su propuesta de una sociedad verdaderamente distinta del orden injusto que tratábamos de dejar atrás.

Una prueba adicional de la pérdida del norte de la izquierda la dan diversos movimientos contestatarios que en la actualidad no visten esa camiseta. En efecto, los feminismos, los activistas en torno al cambio climático, los movimientos LGTBI y otras movilizaciones que reclaman cambios profundos en el orden existente no se amparan en las banderas algo desteñidas de la izquierda. Puede que muchos de sus militantes voten por la izquierda pero sus combates no están inscritos orgánicamente en la izquierda porque esta ha sido despojada de sentido.

En este mundo desesperanzado por tantas razones, hace falta la ilusión de una realidad distinta a ser construida por nuestros esfuerzos. Que nos permita salir del consumismo cotidiano y el tedio laboral para poder pagarlo. ¿Se podrá volver a construir sujetos colectivos que asuman un proyecto respetando diversidades y diferencias?

¿Habrá algo que sustituya a aquello que la izquierda pudo ser y hemos comprobado que no es? Si lo hubiera, podríamos integrar en un vasto proyecto común las luchas que ahora cada quien libra en su sector, como náufragos en su propia balsa.