En cierta medida, todos estamos perplejos porque la democracia no es lo que se nos había dicho. Votamos y elegimos gobiernos, sí, pero los problemas ─los viejos y los nuevos─ se acumulan sin ser resueltos. Entonces nos preguntamos, algo desorientados, a qué se debe esto o, con más frecuencia, nos sentimos desalentados por esta democracia. ¿Qué es, pues, lo que ha sucedido?

Un marco económico nuevo

Estamos en una fase del capitalismo en la que el trabajo es, sobre todo, un costo que perjudica la ganancia y, en consecuencia, debe ser minimizado hasta donde sea posible. El reconocimiento del trabajador quedó atrás. No existe aquella preocupación porque permanezca en la empresa para acumular experiencia y generar en él lealtad a ella. Cuanto menos obtenga, mejor, porque se incrementará las ganancias. Y si demanda algo por encima de lo que recibe, a la calle.

Es preferible no imaginar lo que, en ese marco, puede significar la inteligencia artificial. Probablemente, haga prescindibles a un buen número de trabajadores de baja calificación que ahora son baratos, pero más barato será su reemplazo por la IA.

Pero incluso antes de que acabe de llegar esa revolución tecnológica, el crecimiento económico ─en contra de lo que nos machaca la prédica ideológica empresarial─ no va aparejado de un crecimiento significativo del empleo. Ejemplo peruano: el megapuerto de Chancay ─en torno al cual ahora se vive en el país otro de esos entusiasmos que la historia ha demostrado ser ilusorios─, cuando esté en pleno funcionamiento, “al ser un puerto automatizado, no va a generar más de 700 puestos de trabajo” (y no sabemos todavía cuántos de ellos serán ocupados por trabajadores chinos traídos directamente, como ocurre usualmente en otros proyectos que empresas públicas chinas tienen en África y América Latina).

La consecuencia de este desarrollo capitalista es doble. De un lado, se produce una creciente acumulación de ingresos en pocas manos, incluso en tiempos de la pandemia. Según el informe de Oxfam preparado para el Foro Económico en Davos 2023, de la riqueza generada en el mundo entre diciembre de 2019 y diciembre de 2021, el 1 % más rico acaparó casi dos terceras partes, esto es casi el doble que el 99 % restante de la humanidad.

De otro lado, se genera un contingente de mano de obra desempleada de forma permanente, que en los países desarrollados está en el orden de 10% de la población económicamente activa y en nuestros países a menudo es más alta. En el caso peruano, la principal resultante son los empleos llamados informales ─intensivos en mano de obra, de muy baja productividad y salarios míseros─, que abarcan a dos terceras partes de los trabajadores.

Esa condición, de desempleado o de miserablemente empleado, lleva a muchos a vivir en la pobreza, incluso cuando se tiene un empleo. Una reciente encuesta de IPSOS ha revelado que en el Perú solo la mitad de los entrevistados (53%) dijo que hizo tres comidas en los últimos siete días, mientras una cuarta parte (26%) admitió que en los últimos tres meses se quedó sin comer uno o más días.

Salidas que se cierran o se abren

La educación no es más un canal de ascenso social. “Quien estudia, triunfa” se proclamaba hace unas décadas. Ha dejado de ser cierto. En el caso peruano, miles de egresados universitarios no tienen trabajo o deben emplearse en cualquier “chambita” o “cachuelo” que encuentren.

Las distancias sociales se perpetúan y se acrecientan. Pero la desigualdad, al lado del intenso bombardeo publicitario que incita al consumo, lleva a buscar alternativas. Una de ellas es irse del país, como millones de peruanos han hecho. Según la información disponible, el número de emigrantes nacionales se ha cuadruplicado. Para muchos, es preferible buscar un futuro incierto que permanecer en el país para enfrentar un presente sin esperanzas.

En septiembre de 2023, la encuesta de opinión del Instituto de Estudios Peruanos encontró que 47% de los entrevistados manifestaba su intención de irse del país; esta respuesta había crecido once puntos desde el 36% encontrado doce meses antes. Una tendencia que, a la vista del panorama que ofrece el país, no es de sorprender.

El delito es otra vía de circunvalación en una sociedad donde no hay vías abiertas para progresar. Hace ya unos cincuenta años el narcotráfico creó oportunidades de rápida mejora social a una porción de compatriotas, que ha ido creciendo. Paralelamente, han surgido otros tráficos ─el de personas, quizá el más importante─ y otros ámbitos de ocupaciones ilegales, la minería el más notable.

Como consecuencia, la inseguridad ciudadana se ha incrementado hasta el punto en el que las encuestas señalan que es considerado como el principal problema, por encima de la situación económica. Es obvio que, si la situación social es la que propicia el delito como salida, es muy difícil que el aumento de policías remedie el problema.

El papel de la democracia

Ese es el marco en el cual debemos preguntarnos por lo que ocurre con la democracia. Reducida en su funcionamiento a operar como mecanismo electoral por el cual elegimos periódicamente a los gobernantes, se revela incapaz de modificar la situación económica y social de esa masa de gentes sin empleo adecuado y sin esperanza, víctimas de la desigualdad y de la delincuencia.

Sin verdaderos partidos que operen como correas de transmisión entre las demandas ciudadanas y las instancias de decisión, el juego político es más o menos irrelevante porque no tiene consecuencias para la vida de la gente. De ahí que se produzca aquello que los politólogos llaman “la desafección ciudadana”. La política no importa a los ciudadanos porque no toca aquello que a la mayoría les afecta.

A esa desafección contribuye significativamente la degradación en los actores políticos. Crecientemente ─y también en esto el Perú es un caso adelantado─, no se requiere méritos para ser político: cualquiera puede ser parlamentario o ministro… o incluso llegar a la Presidencia, con tal de que responda a un grupo de intereses. Esto agrava la desconexión entre dirigencia y población.

Desde este entrampamiento del funcionamiento democrático se abre caminos al extremismo, de izquierda y de derecha. Pero, en toda América Latina, la extrema izquierda ya intentó subvertir el orden y fracasó. Es, pues, la hora del extremismo de derecha, que Trump abanderó. Siguieron Orbán en Hungría (diez años en el poder) o Bolsonaro en Brasil y Bukele en El Salvador. Acaba de llegar Milei. En ninguno de estos casos las elecciones fueron abolidas, sino que se ha manejado la opinión ciudadana ─en lo que la manipulación de las redes tiene un papel clave─ al tiempo que se vaciaba de otras dimensiones al sistema democrático.

El eje de la manipulación que lleva al éxito del extremismo de derecha pasa por un mensaje simplista que propone derribar los obstáculos que impedirían alcanzar una salida. En los países desarrollados se recurre principalmente a culpabilizar a la inmigración. En los países subdesarrollados se responsabiliza al Estado.

El lamentable caso peruano

En varios sentidos, el Perú es un país “adelantado” en un proceso de descomposición que es mucho más amplio. Las singularidades del Perú son varias.

El país tiene una de las clases dirigentes más ignorantes y torpes en el manejo de sus propios intereses, que opera en modo cortoplacista. Sus protagonistas de hoy, como los de toda nuestra historia, renuncian a hacerse cargo del país, ni siquiera para ampliar un mercado interno en el cual multiplicarían ganancias.

¡Y qué decir de los actores políticos! Cada día gobierno y Congreso lo hacen peor desde el punto de vista del interés colectivo. Están al servicio de sus mandantes ─entre los cuales hay mafias de diverso tipo─ y se interesan solo por sus propias ambiciones. Designan a un Defensor del Pueblo cuyo desempeño lo muestra manifiestamente inepto para desempeñar el cargo. Como Tribunal Constitucional han escogido ─si este verbo es aplicable─ a un elenco de una clara incapacidad, no solo jurídica, para esa alta función; solo tienen en común haber sido enviados allí para cumplir órdenes como la de poner en libertad a Alberto Fujimori y cada declaración de sus miembros es prueba de que no saben lo que hacen. El Congreso embiste contra la Junta Nacional de Justicia y el Jurado Nacional de Elecciones, para controlar los nombramientos judiciales y los procesos electorales, respectivamente. Y en relación con quienes protesten y se movilicen, esos parlamentarios creen que con 15 años de prisión pueden disuadirlos.

Mientras estos sujetos toman decisiones desde su pequeñez, el Estado, corroído por la corrupción, es cada vez más inoperante; la matanza de Pataz es la prueba más reciente. En ese panorama, la izquierda ha dejado de ser una alternativa desde hace tiempo, bastante antes de que Pedro Castillo llegara a la jefatura del gobierno de manera casi accidental. Por el momento, la derecha se halla dividida, mientras un sector ciudadano preferiría un Bukele. Pudo serlo Antauro Humala pero aparentemente se ha desdibujado. Puede surgir alguno y sería la siguiente vuelta en el espiral de una caída que no parece tener fin.