La caída de Pedro Castillo, aquel en quien la mayoría del electorado depositó determinadas expectativas, es solo el capítulo más reciente de un historial que, a lo largo de doscientos años de república, ha marcado al país: la frustración repetida de cualquier intento de cambiar las bases de la sociedad heredada de la colonia.

Castillo, un personaje minúsculo teñido de ineptitud y corrupción, no merece un lugar en el listado de esfuerzos por transformar el país: ni siquiera lo intentó; prefirió el robo al menudeo. En cambio, Manuel Pardo, en el siglo XIX, y Juan Velasco Alvarado en el siglo pasado, sí deben ser considerados como líderes de procesos orientados a la gestación de un país distinto. Cada uno en su orientación, ambos fracasaron.

No hay que concordar con las propuestas de esos gobernantes peruanos –civil elegido el primero, militar golpista el segundo– para reconocer que tuvieron un proyecto para el país, que incluía algunas transformaciones de magnitud. Sus esfuerzos terminaron en nada: de las reformas emprendidas, unos años después no quedó huella alguna. Los muchachos que malgastan once años de su vida en un aula peruana probablemente ni siquiera saben quiénes fueron esos líderes con ambición de transformadores.

Algo similar puede decirse de los movimientos sociales y políticos que se generaron en estos dos siglos. Las rebeliones indígenas, con repercusión solo local, fueron sofocadas a sangre y fuego y de ellas no quedó rastro. Los partidos contestatarios se fueron diluyendo hasta ser inocuos o, simplemente, desaparecer de la escena.

El APRA es un caso claro de domesticación de un partido por los dominantes. De tener una propuesta anti-oligárquica cuando se constituyó a fines de los años treinta del siglo pasado, el partido de Haya de la Torre fue amansándose hasta pactar con el general Odría tres décadas después. Y Alan García, que pareció recoger las banderas originales en su fracasado primer gobierno, en el segundo pactó con los intereses económicos dominantes amparándose en un simple refrán, el del perro del hortelano. Antes de suicidarse, García mató al partido, que incluso perdió su inscripción electoral.

En cambio la izquierda revolucionaria se licuó sin entregarse a los dominantes. Fue un caso de auto-combustión. Apareció en las elecciones de 1978 con una fuerza equivalente a una cuarta parte del electorado, luego en el parlamento no supo pasar de la protesta a la propuesta y, cuando se creyó cerca de ganar una elección presidencial, cayó en luchas intestinas que la dividieron hasta esterilizarla. Sus restos pactaron luego con Fujimori, Toledo y Humala en su afán de arañar el poder. El último capítulo penoso, en ese recorrido que duró menos que el del aprismo, fue su apoyo a Pedro Castillo.

Reacios al cambio

Parecería que el Perú y los peruanos se resisten al cambio, a dejar atrás esas reglas y prácticas, generalmente no escritas, que los mantienen anquilosados. La revitalización de la derecha a partir de la dictadura fujimorista –que tuvo a la mano el concurso de la derecha eclesial personificada por el cardenal Cipriani e institucionalizada en el Opus Dei y el Sodalicio de Vida Cristiana– ha hecho retroceder al país a una época que en algún momento creímos ser parte de la historia.

La desigualdad ha vuelto a parecer legítima y los ricos hacen ostentación de lo que poseen. El acceso a la salud no es un derecho. La educación de calidad ha vuelto a ser un privilegio. La justicia se exhibe como irreformable. Y así sucesivamente.

Luego de la desaparición del Partido Civil, los intereses dominantes no necesitaron dotarse de un partido propio; ni siquiera de una ideología. Les bastaron los militares –de Sánchez Cerro a Odría– y tener peso en los diarios; el suficiente para desacreditar sistemáticamente al aprismo y al comunismo. La aparición de “la nueva izquierda” los obligó a una renovación. Hernando de Soto fue el primero en proveer cierta base ideológica que luego se plasmó como la ilusión del emprendedor: si te propones salir adelante, saldrás adelante por tu propia cuenta y nada podrá impedirlo.

Tres cuartas partes del empleo en el Perú es informal. Allí reside una buena parte de la pobreza que es un rasgo del país. Pero mientras se mantenga viva la ilusión del emprendedor, el riesgo planteado por los movimientos contestatarios permanecerá bajo control. Falsos liberales –neo-liberales en lo económico y conservadores en todo lo demás– se han multiplicado en los medios de comunicación para difundir la patraña.

Entre tanto, los surgidos partidos conservadores del viejo orden –Fuerza Popular, Avanza País y Renovación Popular más sus aliados oportunistas, incluidos Perú Libre y el Bloque Magisterial– toman las decisiones necesarias para que nada cambie. Y para destruir todo lo que pueda haber cambiado. Todo esto transcurre en un escenario de corrupción desatada que parece haberse extendido en amplios sectores de la sociedad.

Esto último acaso explique que no se cuente con movimientos contestatarios, salvo hipos de insubordinación como el siempre citado ejemplo de la movilización contra la ley Pulpín o el de las protestas contra Boluarte de diciembre-enero últimos, sofocadas al precio de medio centenar de muertos de los que nadie parece ser responsable. El paisaje resultante es de malestar, por supuesto, pero lo es más de desesperanza: de los boluartes, los otárolas y los congresistas mochasueldos nada puede esperarse.

¿Es de extrañarse que, según la información disponible, sea creciente el número de peruanos que salen del país sin que se registre su reingreso? Las razones de esos emigrantes sin retorno han sido apenas exploradas en sectores medios y altos, pero no se cuenta con información suficiente para el conjunto de los peruanos que se han ido. Unos lo hicieron en busca de trabajo, otros pretextaron estudios en el extranjero para quedarse en el país al que llegaron, y fueron muchos quienes simplemente se echaron a la búsqueda de un mejor lugar donde vivir y criar a sus hijos. De diferentes maneras, a todos ellos el país los expulsó, convencidos en su momento de que en el Perú el cambio no era posible.