Más que la soga en la cintura y el tono algo desafiante, en 1978 sorprendió la masiva votación que lo llevó a la Asamblea Constituyente, la más alta obtenida por un candidato de las izquierdas. Las señoras de los barrios elegantes limeños habían tenido que averiguar quién era el S-3 que sus empleadas escogieron como voto preferencial y se atemorizaron al descubrirlo porque Hugo Blanco llevaba consigo un aura de rebeldía, aunque no hubiera sido efectivamente un guerrillero sino un organizador de bases campesinas en el valle de La Convención.

Admirador confeso de la revolución cubana, Blanco dio rostro electoral a esa “nueva izquierda” que apareció entre las organizaciones populares en los años de Velasco y que luego tomó importancia política. En las elecciones convocadas por el gobierno de Morales Bermúdez, su candidatura por el Frente Obrero Campesino, Estudiantil y Popular-FOCEP recibió sorpresivamente la cosecha de una indignación masiva, de una rabia social apenas contenida que se canalizó en sus más de doscientos ochenta mil votos, provenientes no solo de la insuficiencia de las reformas velasquistas interrumpidas sino de agravios hondos, cargados de marginación económica y discriminación racista.

En los años sesenta se habían desatado las expectativas populares al calor de un lenguaje nacionalista y radical que venía del gobierno militar. Puede que no se confiara demasiado en los jefes militares que anunciaban una revolución, pero la imaginación ciudadana estaba inflamada. Se había ampliado sustantivamente el margen de lo posible.

De pronto, agotadas las reformas, Francisco Morales Bermúdez desplazó a Velasco y pasó a “poner la casa en orden”. Llegaron los “paquetazos” de ajuste económico que empobrecieron más aún a los sectores que ya eran pobres y, que en cuanto fueron motivo de reclamo, se respaldaron en el toque de queda y los despidos de dirigentes sindicales. Pese a eso, el pueblo se atrevía a protestar y no como resultado del trabajo político hecho por la izquierda, que nunca llegó verdaderamente a las masas sino que se satisfizo con reclutar dirigencias de las organizaciones sociales. De la misma forma espontánea en la que una muchedumbre concurrió al sepelio del general Velasco, en diciembre de 1977, el pueblo produjo una encrespada ola de descontento como respuesta al desmantelamiento de las reformas dispuestas por su gobierno.

La izquierda sí atinó a colocarse a la cabeza de las protestas, organizando paros y movilizaciones, aunque esas acciones no correspondían a una estrategia para llegar al poder. Los activistas de izquierda trataban de convencer a quien algo reclamaba que aquello que requería, pese a que aún no lo supiera, era la revolución. El gobierno de la “segunda fase” decidió entonces encaminarse a una salida electoral. La izquierda quedó descolocada porque ni sus dirigencias, ni las bases que habían movilizado, habían pedido elecciones. Sí la habían pedido los partidos tradicionales que representaban a la derecha.

Pero la mayor parte de grupos de izquierda aceptaron participar en la contienda electoral, no sin algo de vergüenza y con la socorrida consigna imprecisa de “acumular fuerzas” de esta manera. Así llegó la izquierda a la Constituyente y, como se mantuvo en el desconcierto, no supo bien qué hacer allí. Finalmente, como colofón de su participación vergonzante, se negó a firmar el texto constitucional aprobado. Un ineficaz gesto de rebeldía adolescente.

Allí quedó Hugo Blanco, ajustándose el pantalón con la soga, enterrado políticamente en lo que por entonces algunos sectores de izquierda llamaban despectivamente “el establo parlamentario”, un terreno cuyas reglas de juego le eran ajenas y nunca aprendió. Él sabía qué decir a los agricultores cusqueños explotados por los gamonales para que se organizaran y demandaran, pero no tenía idea de qué hacer luego de responder a la lista de asistencia, cuando Víctor Raúl Haya de la Torre, desde la presidencia de la Asamblea, le diera la palabra. Su formación trotskista en versión argentina no lo habilitó para eso sino para amenazar con todo tipo de estatizaciones.

En silencio, Blanco fue despintándose sesión tras sesión. Quienes votaron por él en 1978 esperaban soluciones para problemas concretos. La Asamblea Constituyente no era el lugar y Hugo Blanco no era el líder capaz de mostrarles vías alternativas. Quien sí hubo de ofrecerlas años después fue el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso y su propuesta de la vía armada reclutó entre los grupos de izquierda a muchos desengañados.

Quedó atrás la leyenda de Blanco el rebelde, condenado en 1966 a veinticinco años de prisión por la muerte de un policía e indultado por el gobierno de Velasco. Él decidió seguir en el juego de la acumulación de fuerzas y fue elegido diputado en 1980 y senador en 1990. El autogolpe de Alberto Fujimori acabó con su carrera parlamentaria. El país perdió interés en él.

El líder quedó como figura disponible para alguna campaña internacional del trotskismo y la curiosidad de investigadores europeos sobre la izquierda tropical de nuestros países. En la vejez, Blanco abrazó la causa de los derechos de los pueblos indígenas y la defensa del medio ambiente. Nunca volvió a convocar a las masas.

Su caso ha sido materia de varias películas documentales. Una de ellas, Hugo Blanco Río Profundo, dio motivo en 2019 para que rancias firmas de derecha se movilizaran contra la decisión del Ministerio de Cultura de otorgarle, mediante concurso, un subsidio para su distribución. Finalmente, Hugo Blanco todavía pareció capaz de encender temores.

(Extracto de La “nueva izquierda” en su década perdida. De la ilusión a la agonía, Lima: 2022, Fondo Editorial de la PUCP).