Es noticia la reciente muerte de un periodista, cuya lancha, en la que iba sin salvavidas, se volcó debido al oleaje que no pudo atravesar porque viajaba con sobrepeso y el motor se había detenido. Es noticia porque Luis Miranda era un hombre conocido y respetado en los medios de comunicación. Pero usualmente este tipo de tragedias solo encuentra lugar como una noticia secundaria entre las que traen los medios.

Un día se trata de un ómnibus que se quedó sin frenos en la curva de cualquier carretera. Otro día es un camión que llevaba pasajeros y se desbarrancó. En ocasiones una combi se lleva por delante a un grupo de peatones o quizá explota como una bomba al chocar contra otro vehículo. Y cada vez el saldo es un reguero de sangre. Según la Defensoría del Pueblo, en el primer semestre de 2022 se tuvo un saldo de 1.573 muertos y 26.569 heridos en accidentes de tránsito. En los últimos 25 años fueron registrados dos millones de accidentes de tránsito que, entre muertos y heridos, produjeron un millón doscientas mil víctimas. ¿También en este rubro el país alcanza un récord?

En cada caso, a cuyo titular prestamos atención solo por encima, se repite con variantes una vieja historia: chofer cuya licencia de conducir estaba vencida o que, incluso, carecía de ella —para no mencionar el exceso de tragos—; vehículo que no había pasado la revisión técnica, no estaba autorizado a conducir pasajeros o que había acumulado una suma millonaria en multas que nunca se cobró. Y así.

Hemos normalizado estos “accidentes”. El diccionario de la RAE define el accidente como un hecho que “altera el orden regular de las cosas”. En estos que seguimos llamando “accidentes” no se altera una normalidad dentro de la que son previsibles y, en consecuencia, aceptamos que “nos pasen”, impotentes como ante los sismos o el fenómeno del Niño. Las tragedias resultantes de esos “accidentes” han sido incorporadas a nuestra normalidad. De allí que usualmente reciban una atención marginal en los medios y, a nosotros, apenas nos conmuevan.

No solo sabemos que los encargados de determinados servicios públicos incumplen las normas. También sabemos que las incumplen los encargados de hacerlas cumplir. La carencia de un permiso o una autorización se resuelve con unos billetes, menos si se “arregla” en el nivel más bajo de la autoridad, más si se hace tardíamente, en un nivel más alto.

¿Informalidad? No, anomia

Ese es el estado de cosas al que, mediante una permisividad que incluso encuentra divertidas algunas de sus temeridades, hemos decidido llamar “informalidad”. El término no tuvo un origen popular, más bien fue acuñado por ciertos intelectuales, pero su uso se ha extendido en el país. Bajo este manto piadoso se disfraza lo que es vivir sin que al ciudadano —de cualquier nivel social— le importe lo que ordenan las normas, salvo en aquello que sea necesario para evitar su cumplimiento. En ese ambiente, las empresas “formales” se eslabonan con las “informales” siempre que les resulta útil; lo que ocurre a menudo debido a que así se incrementa los márgenes de ganancia en unas y otras.

Dado el enraizamiento del fenómeno, los programas destinados a “formalizar” a los “informales” están destinados al fracaso. El sistema económico, social y político está basado en el incumplimiento de las normas, por más que de boca para afuera todos digan apoyarse en la ley o reclamen su aplicación.

La realidad aparece en casi cualquier terreno que se someta a examen. La magnitud del daño producido por lluvias y huaicos sería bastante menor si se respetase las normas de construcción, que en el papel prohíben, por ejemplo, levantar viviendas en los cauces de aluvión. También esto es posible gracias a la corrupción, el terreno más evidente que, a golpe de escándalo, nos permite verificar el incumplimiento de las normas y la inoperancia de los controles.

En ese caldo de cultivo prosperan todo tipo de negocios ilegales. El más floreciente de ellos es, en nuestro caso, el narcotráfico. Infinidad de normas lo proscriben en vano. Miles de personas viven de él en diferentes estratos sociales. Policías, fiscales, jueces y autoridades en altos cargos persiguen y sancionan selectivamente, esto es, solo a aquellos que no “colaboran”, compartiendo beneficios. Y la economía del país no decae gracias a este negocio, que provee divisas —de allí que el dólar, “narcotizado” no suba de precio— y da empleo.

Este es, pues, un estado de cosas en el que la mayoría de la población no se atiene a la ley en sus comportamientos. Entre otras razones, porque en tal estado de cosas quien intenta cumplir la ley se topa con todos los obstáculos imaginables, precisamente interpuestos con el fin de que, para salvarlos, el afectado acepte “caerse con alguito”. La ley es usada como trampa por quien tiene poder para hacerlo y procurarse así un provecho indebido.

Ese estado de cosas se llama anomia. Carlos Nino, un brillante jurista argentino, hace más de una década escribió un librito esclarecedor sobre su país, al que tituló Un país al margen de la ley. Estudio de la anomia como componente del subdesarrollo argentino. No sé a qué título hubiera echado mano de haber tenido que diagnosticar el mismo mal, muchísimo más extendido, en el Perú.

Si la raíz es un fenómeno social, encararlo con el propósito de resolverlo no es una tarea fácil. Nos lo proponen como un asunto sencillo quienes —sobre todo políticos pero también “formadores de opinión”— ante cada tragedia o destape —especialmente de casos de corrupción, que alcanzan bastante más notoriedad que los accidentes de tránsito— reclaman que se dicte una nueva ley o se modifique una existente. Como si estos gurús no supieran que, precisamente, el problema reside en que las leyes, por lo general, no tienen vigencia.

Por supuesto que constituciones, leyes y reglamentos han previsto, a veces hasta un detallar excesivo, lo que debe hacerse. El problema es que la ciudadanía no tiene interés en acatar la norma, aunque exige su cumplimiento en aquellos acasos en que pueda obtenerse alguna ventaja.

Así nos va. Hoy se clama ante la última tragedia y las autoridades prometen “una investigación exhaustiva”, que todos sabemos que acabará en nada. Hasta la tragedia siguiente, que probablemente no conmueva sino a los familiares de muertos y heridos.