El prestigioso Journal of Democracy ha publicado el artículo en su edición correspondiente a abril. La primera frase del resumen no puede ser más alarmante: “La democracia peruana está muriendo”. Un campanazo destinado a captar al lector. Y el desarrollo que se presenta lo justifica.

En el texto los autores argumentan que en el caso peruano, la amenaza que se cierne sobre el régimen democrático es distinta a aquella —bastante estudiada por los politólogos— consistente en la entronización de un tirano. El decaimiento de la democracia en el Perú, sostienen, se debe a que “está plagada por una infinidad de líderes inexpertos e impopulares” que actúan solo por sus motivos más inmediatos. El país atestigua cómo esta peculiaridad —que es más bien una desfiguración del sistema democrático— se ha venido extendiendo a lo largo de los últimos años.

El mal ha ido agravándose progresivamente y es desde 2016, precisan los autores, cuando se ha acelerado la caída. “La trayectoria reciente confirma que el régimen político del país está abandonando la democracia”. Acaso esto se haya hecho inocultable en los dos últimos años, con las elecciones de 2021, el gobierno de Pedro Castillo y su sustitución por el que preside Dina Boluarte.

Barrenechea y Vergara creen que el epicentro de la degradación se sitúa en “las acciones de los políticos que han degradado el sistema hasta convertirlo en una suma de apropiaciones de poder”. Grandes o pequeñas, podría añadirse; desde el soborno millonario extraído de una empresa transnacional a cambio de otorgarle una obra pública, hasta la comisión exigida por cuando menos cinco congresistas —mujeres las cinco— a su propio personal, como contraprestación a haberlos nombrado.

Los autores proponen entonces la tesis central: “El embrollo del Perú no es una crisis por acumulación de poder, sino una crisis en la que el poder se diluye”. Como resultado, la democracia peruana ya es considerada como una de “régimen híbrido”.

Que el Perú tenga un “régimen híbrido” significa que no es propiamente una democracia sino que combina algunos elementos de una democracia —como la periódica realización de elecciones, por ejemplo— con otros que son propios de un régimen autocrático, como la falta de respeto por los derechos humanos y las libertades civiles. Esta es la categoría en la que el país ha sido colocado recientemente en el índice anual del semanario The Economist (1 de febrero de 2023). Así estamos bajo la mirada internacional.

¿Políticos?, más bien piratas

El vaciamiento de la democracia en el caso peruano implica la dilución extrema del poder” que los autores atribuyen a la conjunción de tres factores: fragmentación electoral, aparición gradual de los “outsiders” que han reemplazado a los políticos profesionales y la rotura de los vínculos entre los elegidos y la sociedad. Acerca del último factor debe puntualizarse que en el país esos vínculos nunca fueron sólidos.

De acuerdo a la interpretación de Barrenechea y Vergara, esa conjunción ha convertido la política en un juego de corto plazo en el que una raza de políticos improvisados no busca la cooperación, en pro de objetivos sociales compartidos, sino que se hallan embarcados en comportamientos radicales y de depredación. El artículo presta atención a esos “políticos sin trayectoria política previa, sin futuro y sin bases que les pidan cuentas”, lo que los lleva a dedicarse a “maximizar en el presente sus beneficios, su poder y su influencia”. Este retrato corresponde bastante bien a los ministros y congresistas de estos tiempos.

Para esta nueva raza de políticos, la lealtad partidaria es escasa o inexistente. Recordemos que en varios casos conocidos se vino a saber que el recién llegado a un cargo elegido no militaba en la agrupación al tiempo de ser incluida en la lista pero dio una generosa contribución a ella; dicho más claramente, compró su lugar en la lista y, enseguida, hizo campaña por su cuenta y con sus propios fondos. Con ellos, se apunta en el artículo, se alquila una radio local y se paga un equipo de operadores que se encargarán de hacer exitosa la candidatura. ¿Qué lealtad al partido podría esperarse de él o ella, una vez elegido?

No deja de ser interesante notar que, a fin de evitar los vicios introducidos por la falta de democracia interna en los partidos y la permanencia indefinida como parlamentarios de las gentes con poder en ellos, en 2018 se introdujo una reforma constitucional, propuesta por el Poder Ejecutivo que presidía Martín Vizcarra, mediante la cual se prohibió la reelección inmediata de un parlamentario. Quienes creen que un diseño normativo remedia males y vicios sociales debieron celebrarlo. Cinco años después puede preguntarse si el remedio no fue peor que la enfermedad. Al no tener expectativas de ser reelegidos, los congresistas ven su periodo como un “ahora o nunca” para hacer de las suyas.

Como anotan los autores, la elección de parlamentarios es hoy en día una “empresa política individual”. “Esta es una receta para una conducta irresponsable”, se acota. Y esto es así debido a que, conocidos los resultados de la elección, los elegidos se manejarán en el Congreso según sus propios intereses. La congresista Susel Paredes dio a conocer cómo se recaba firmas para un proyecto de ley, pagando por cada rúbrica, sin que importen las fronteras entre una bancada y otra. “El sueldo es lo de menos”, sentenció Paredes. Y para darle la razón, el país acaba de conocer los casos de, por de pronto, cinco “mochasueldos”. La desvergüenza completa.

¿Cómo se sale de este pantano? Peor aún, acaso la pregunta sea: ¿puede salirse de él? Los autores no abordan esta interrogante, dado que no es el propósito del artículo. Pero conocer la magnitud del pozo en el que ha caído la política peruana es un paso previo e indispensable para imaginar una vía de escape.