No se sabe con precisión cuántos muertos han sido producidos por acción de las fuerzas del orden durante los dos meses que llevan las protestas en el país. Esto se debe a que el Ministerio Público aún no lo ha establecido. Que se sepa, aún no hay oficiales del ejército sometidos a investigación por los 17 muertos en Ayacucho el 15 de diciembre, ni policías por los 18 civiles muertos en Juliaca el 9 de enero –ni por el policía que fuera quemado vivo en Puno–. Tampoco los hay por el homicidio de Víctor Santisteban en Lima, acerca del cual hay dos videos, uno de los cuales no deja duda acerca de cómo un policía dispara a quemarropa una bomba lacrimógena a un civil que estaba parado en una calle sin realizar ningún acto indebido.

Tampoco hay explicación oficial, ni disculpas, por las detenciones arbitrarias realizadas por las fuerzas policiales. En la Universidad de San Marcos fueron detenidas 192 personas el 21 de enero, en medio de un operativo aparatoso que fue transmitido en televisión como si de una batalla se tratara, pero en el cual no participaron los fiscales ni se permitió la intervención de abogados, y del cual el ministro del Interior Vicente Romero dijo haberse enterado por la televisión. Los detenidos fueron golpeados y “enmarrocados”, llevados a celdas y luego puestos en libertad debido a que, como era obvio, no habían cometido delito alguno.

El caso de Aida Aroni es igualmente indignante. La mujer fue detenida y golpeada –lo que ya parece ser parte de un procedimiento rutinario que culmina en la detención durante 48 horas– luego de que, portando una bandera nacional, encarara a los policías. Ella es una ayacuchana que conoció bien los llamados “excesos” de la guerra sucia contra los subversivos –debido a uno de esos “excesos” murió su padre–, que debe haber recordado al sufrir la agresión reciente.

Debe recalcarse que el Congreso también es responsable de los recientes “excesos” policiales. En marzo de 2020, el presidente del Congreso –por entonces Manuel Merino– promulgó la ley 31012, que dispuso que “Está exento de responsabilidad penal: […] El personal de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional del Perú que, en el cumplimiento de su función constitucional y en uso de sus armas u otro medio de defensa, en forma reglamentaria, cause lesiones o muerte.” De allí que luego de la sangrienta represión en Ayacucho, el general Gómez de la Torre, jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, pretendiera justificar el saldo mortal al sugerir que las fuerzas del ejército habían sido atacadas por “malos, muy malos peruanos, [que] han tratado de generar el caos en nuestro amado Perú”.

¿De dónde vienen las órdenes?

Los llamados “excesos”, cuando no son tales porque resultan aplicados rutinariamente, se constituyen en una forma de sanción cuyo objeto no solo es castigar a quien se le aplica sino también disuadir a los demás. En este caso, se trata de desalentar a potenciales participantes de una protesta. Protesta que es un derecho que en el Perú las fuerzas del orden ignoran.

¿Son las muertes, los golpes y las heridas, las detenciones arbitrarias, los maltratos verbales, castigos ilegales aplicados por iniciativa de soldados y policías o de sus mandos inmediatos? ¿O forman parte de una política que, formulada por el comando institucional o el ministro de Defensa o el del Interior, se lleva a ejecución como una manera irregular de combatir las protestas?

El uso excesivo de la fuerza ha llevado a renunciar a un miembro de la Policía Nacional del Perú y a dos ministras, en actitud que dignifica. Entretanto, hay varios testimonios conmovedores acerca de los hechos pero no hay explicaciones oficiales para las muertes. Cuando del saldo trágico de las protestas se trata, las autoridades miran a otro lado o sugieren hipótesis carentes de pruebas, como la de que los manifestantes atacan a las fuerzas del orden o aquella del ingreso de armas desde Bolivia.

48 civiles muertos ha esperado la presidenta Boluarte para expresar el viernes 10, sirviéndose del condicional, algo que no parece una disculpa: “si ha habido excesos de parte de la Policía en las detenciones, lamentamos esas situaciones". Ella no reconoce que ha habido excesos ni detenciones ilegales y su postura tiene más de justificación que de pedido de perdón, al aducir que las manifestaciones no son pacíficas y agitar el fantasmón de Sendero Luminoso como motor de las protestas. Ni una palabra sobre la necesidad, indispensable en una democracia, de investigar los “excesos” en los que se haya incurrido.

En el caso de la policía, el descrédito institucional que los abusos fomentan se ha incrementado con la lección de “semiótica” dada por un oficial, supuestamente de inteligencia, que se ha hecho viral en las redes. Una escena propia de un programa cómico.

Pero el ridículo ha coronado a la institución cuando el general José Zavala, jefe de la Dirección contra el terrorismo afirmó en una entrevista televisada que el vaso de leche –organización popular que empezó en la década de 1980 con la llegada de Alfonso Barrantes a la alcaldía de Lima– es un “organismo generado”, de aquellos que –como Socorro Popular, el Movimiento Clasista Barrial, o la Asociación de Abogados Democráticos– Sendero Luminoso formó y utilizó durante el conflicto armado interno. Ambas intervenciones públicas demuestran el nivel de formación (o malformación) que ostentan quienes desempeñan altos cargos.

Con el desprestigio institucional perdemos todos

A la policía se le respeta” fue el lema que hace unos años se usó durante una campaña gubernamental que acompañó un programa para fortalecer la institución. Hechos como los reseñados, al repetirse fomentan, más bien, que a la policía se le tema, como ocurre en una dictadura, pero no que se la respete.

La lamentable muerte de siete policías en el VRAEM, emboscados por quienes, pese al ropaje político con el cual quieren vestirse, han hecho de su provechosa relación con el narcotráfico un modo de vida, no cambia la imagen global cobrada en estas semanas por la institución en cuyo servicio perdieron la vida. Su asesinato no tiene relación alguna con la actuación policial en el marco de la crisis que vive el país.

El descrédito de las fuerzas del orden causa un daño grave a la sociedad. En el caso del Perú opera como un factor concurrente en el proceso de anomia. La falta de respeto a la autoridad es propia de una sociedad sin ley. El país hace tiempo que está en esa ruta pero la conducta de ejército y policía favorece que no se respete a quienes deberían resguardar al ciudadano.

En una sociedad democrática, las fuerzas del orden protegen al ciudadano de quienes atentan contra él. No son sujetos armados al servicio del gobierno de turno, del ministro en el cargo, del jefe abusivo o de los instintos agresivos de su personal. Deben ser personal que genere confianza, no temor. Al parecer, sus institutos no los forman para eso.

Por el camino que han adoptado las fuerzas del orden podrán generar miedo, pero no respeto. Y con ese resultado, en definitiva nadie gana.