Puede parecer una exageración, pero el clima que se vive en el país corresponde al que, en diversas experiencias en el mundo, ha precedido a las grandes confrontaciones internas. De un lado, tenemos una insubordinación social que moviliza a un número considerable de peruanos, algunos de los cuales marchan llamando a una guerra civil; los acompaña en la protesta algún personaje que, probablemente desde la inconsciencia, no ha vacilado en proponer el ingreso de tropas bolivianas que les permitan enfrentar al ejército peruano.

Del otro lado, tenemos un rechazo a considerar las razones (y sinrazones) de las protestas, que niega motivos para sus reclamos y los adjudica al “avance comunista”; se respalda así a las voces que piden “poner orden, lo que en términos llanos significa “meter bala” decididamente, pese a las decenas de muertes producidas en algo menos de dos meses. En el paroxismo, el ex presidente del Tribunal Constitucional ha proclamado: “el cuerpo social del Perú tiene que curarse de ese cáncer caviar si quiere salir adelante”. Todos ellos critican la “debilidad” de la presidenta Boluarte y alguien como Beto Ortiz declara abiertamente: “nos merecemos una dictadura”.

Andrés Oppenheimer ha encabezado un programa reciente con la pregunta: “¿Es Perú un país ingobernable?”. Es que, cada vez más, se nos impone el “ellos o nosotros” que es la antesala de la guerra civil o conduce al golpe militar. En ese paisaje, cae en el vacío el llamado a encontrar una salida mediante el diálogo, en vez de la confrontación, que nuevamente ha formulado el ex presidente Francisco Sagasti en ese programa. No hay interlocutores para ese diálogo debido a que “Pareciera que los peruanos han esperado esta ocasión para desfogar toda la rabia que tenían guardada”, según ha posteado el escritor Luis Fernando Cueto.

Un marco de anomia

El problema no es solo de los actores políticos, como algunos analistas enfatizan. Parece ser, más bien, el de una carencia tanto de república como de ciudadanos, parafraseando el título del libro de Alberto Vergara, publicado hace diez años y que ha alcanzado una amplia repercusión.

Detrás de las movilizaciones –que vienen del interior del país– hay una combinación de agravios históricos, rechazo al centralismo limeño e impugnación de una democracia que no hace lugar a las necesidades de una importante parte de la población. En el clima de los efectos letales de la pandemia, la vacancia de Pedro Castillo ha disparado el estallido. Al lado de esas motivaciones, claro está, se halla tanto la de los agitadores que alientan el desborde del que esperan un beneficio para sus propósitos, como la de los delincuentes. Unos y otros pescan a río revuelto pero, más importante que esto, hay una masa para la que respetar el orden es un principio carente de vigencia.

Hugo Neira fue probablemente el primero en plantear, tan temprano como 1987, la relevancia del concepto de anomia social, a propósito de la expansión de la insurgencia senderista; posteriormente él ha continuado usando el concepto para interpretar el curso del proceso social seguido por el país. En cambio, otros autores han pretendido ver los gérmenes de una nueva sociedad en aquello que Alan García llamó displicentemente “el desorden aparente”.

Esencialmente, la anomia consiste en un estado de la sociedad en el cual la mayoría de sus integrantes no se comportan de acuerdo a reglas establecidas por el Estado o mediante normas sociales; se crea así un ambiente propicio para que se desarrolle un alto nivel de corrupción. La anomia hace impredecibles los comportamientos y afecta de manera profunda la convivencia.

El caso de la sociedad peruana, en los últimos cincuenta años, es el de una inmersión rápida en la anomia que, progresivamente, ha abarcado a todos los sectores sociales. Entre los resultados de ese proceso se halla la generalizada desconfianza interpersonal. De allí que el Perú apareciera, en un estudio sobre 69 países, como el tercero con menor nivel de confianza, superado en desconfianza solo por Filipinas y Trinidad y Tobago. Los peruanos desconfiamos unos de otros y de nuestras instituciones. Esto se debe a que sabemos que los ciudadanos, así como las entidades públicas y privadas, no respetan las reglas, y tienden a aprovecharse del incauto y el desinformado.

Las marchas y protestas de estas semanas también expresan un extendido estado de anomia. De allí que no haya acatamiento de los límites de una protesta pacífica. De allí que no se respete la propiedad pública o privada, que es más bien objeto de la rabia social acumulada. Tal como se dan, esas protestas son justificadas según tres de cada cinco entrevistados en la segunda quincena de enero de 2023 para la encuesta del IEP. Se revela así la sociedad realmente existente.

Los políticos, cómo no

Tanto el Congreso como el Poder Ejecutivo registran en las encuestas una desaprobación abrumadora. No obstante, los congresistas siguen esforzándose denodadamente para demorar las elecciones que reclaman las protestas con el respaldo, también, de una inmensa mayoría de encuestados por IPSOS y por IEP. Y, además, pretenden aprobar unas elecciones “complementarias”, jugarreta tras la cual se esconde una burla de la prohibición legal de la reelección inmediata de los actuales congresistas.

La presidenta Boluarte, por su lado, reitera con irritante frecuencia su decisión de no renunciar como también lo pide la mayoría de encuestados y exigen los manifestantes. No obstante, tres de cada cuatro entrevistados para la citada encuesta de IEP correspondiente a enero no tienen candidato para reemplazarla. Esto remite a una dramática falta de alternativas políticas en el país.

Los actores políticos en el escenario se comportan de una manera que, al ignorar los airados reclamos levantados por las protestas, apuran el paso hacia la confrontación social que parecen no advertir o no importarles. Ellos, con la vista puesta solo en sus intereses, son los responsables mayores de la incertidumbre en el rumbo que puede adoptar este país que, fragmentado y descompuesto como está, atraviesa la mayor crisis de las últimas décadas.