Luego de los sucesos en torno a la “toma de Lima”, se podría pensar que ha llegado el momento de reflexionar sobre esta suerte de alzamiento social que ya lleva semanas y ha merecido atención en los principales medios de comunicación del mundo. Lamentablemente, no parece serlo.

En el debate abierto en los medios y las redes, ha sido particularmente difundido el texto leído por Fernando Cillóniz, quien fuera elegido como gobernador regional de Ica (2015-2018) en la lista de Fuerza Popular, e intentara la candidatura presidencial en 2021, que el Jurado Nacional de Elecciones rechazó. Cillóniz se presta una famosa frase de Churchill: “La guerra es horrible pero la esclavitud es peor”. Si bien la frase fue usada por el líder británico para fijar posición de cara a lo que fue la segunda guerra Mundial, Cillóniz la traslada a la situación peruana en la que cree advertir el dilema entre “civilidad o barbarie”, puesto que debe enfrentarse a “vándalos, delincuentes”, para lo cual cree necesario prescindir de “humanismos hipócritas”. Sostiene que “hoy es el momento de la guerra contra la tiranía y la barbarie”, esto es, “somos ellos o nosotros” porque “somos mutuamente excluyentes”.

Como este mensaje se leen muchos en redes sociales que, ante “la invasión de los bárbaros” a Lima, reclaman respaldar a las fuerzas armadas y policiales en la ineludible tarea de “poner orden” en un estado de cosas perturbado por los manifestantes llegados a la capital para exigir la renuncia de Dina Boluarte y el cierre del Congreso, principalmente. Y para justificarse han echado mano a una no demostrada financiación de actividades ilegales –que no se puede imaginar en qué se beneficiarían con tumbar a gobiernos que los dejan actuar con toda libertad– y a la intromisión de Evo Morales.

Quienes se vienen plegando a estos mensajes no se preguntan por qué los reclamos y las protestas; por qué la impugnación de una presidenta que ha optado por la represión como respuesta a la insubordinación social y de un Congreso que está dedicado a defender intereses particulares; por qué, en definitiva, el país está envuelto en una conmoción social que, según ha dicho Luis Guillermo Lumbreras en una entrevista reciente: “Me parece que es una de las etapas más complejas y difíciles de las que hemos tenido”.

La complejidad del asunto no parece haber invitado a algunos a la reflexión. Por el contrario, los ha llevado simplemente a un miedo que, a estas alturas, es atávico, esto es, perteneciente a los antepasados. En particular, la marcha a Lima revivió un viejo fantasma de origen colonial: el temor a que los indios, entonces más numerosos, “bajaran” a matar a españoles y criollos. En la Lima de los años cincuenta el temor revivió mientras crecía el llamado cinturón de miseria que rodeaba la capital, conformado por la migración andina. Cuarenta años después, el miedo fue realimentado por el atentado de Tarata, cuando por fin los limeños sintieron cerca la barbarie de Sendero Luminoso.

Solo miedo, nada de reflexión

No se quiere plantear y responder a los porqués. Debido a que quizá complicarían la tranquilidad en la que algunos vivían. Debido a que supone un nivel de análisis que se ve innecesario cuando el mundo se divide imaginariamente entre malos y buenos. Debido a que acaso podría llevarnos a identificar y aceptar que todos somos en alguna medida culpables de un estado de cosas que el hartazgo de ciertos sectores sociales viene a demostrarnos que es insostenible.

La rabia que hemos visto en estos días –a la que corresponde muchos excesos que cualquier razonamiento sereno rechaza– es alimentada por un profundo resentimiento social. El ser un “resentido social” era un calificativo aplicado, desde hace mucho, contra aquel que denunciaba un estado de injusticia. Pues, ahora comprobamos que los “resentidos” son muchos en el país. Y –eso es precisamente lo que no queremos ver– están resentidos o son resentidos por un desprecio, que para algunos es parte de su normalidad, debido a ser cholos o ser pobres, y peor si son ambos.

Ese resentimiento se ha ido acumulando. Ha pasado de abuelos a padres y a hijos. Y ahora ha estallado. Sorprendentemente, ya no habla quechua solamente. Se expresa fluidamente en castellano porque la educación –incluso esa educación de mala calidad que es aquella a la que puede acceder la mayoría de la población– cuando menos les enseñó a expresarse en castellano. Y el resentimiento se ha hecho una enorme ola que asusta a quienes se resisten a entenderlo.

Se prefiere hablar de agitadores, de infiltrados, de azuzadores. Con la toma policial de universidades se pretende, como Alberto Fujimori treinta años antes, conjurar el peligro “terrorista-comunista”. En su desesperación, la presidenta Boluarte califica a quienes protestan como “malos ciudadanos” que buscan “quebrar el Estado de derecho, generar caos y desorden, para tomar el poder de la nación”. No entiende –no quiere o no puede entender– nada. Y por eso debe dejar el cargo.

El levantamiento es social. No es principalmente político –aunque hay políticos que intentan aprovecharlo– porque en el país, desde hace mucho, no hay canales políticos efectivos para expresar demandas sociales. Los difuntos partidos han sido sustituidos por listas de oportunistas reunidos para cada elección. El Congreso escenifica un simulacro de representación, que lo es solo de intereses particulares –a menudo ilícitos– que financian campañas y pagan candidatos para que se conviertan en sus mandatarios.

Y la rebelión se ha insertado en un ya antiguo estado de anomia. Las calles de Lima han mostrado en estos días a multitudes de jóvenes que crecieron bajo leyes no escritas pero vigentes, la del más fuerte, la del sálvese quien pueda y otras similares. Es una sociedad cuyo tejido de relaciones se ha ido degradando en ventajismos y raterías, siempre en perjuicio de los más débiles. Claro está, nada de eso ha querido ser visto por quienes se refugian en verdaderos guetos –e incluso han levantado en Lima un muro como el llamado “de la vergüenza”– para no ver perturbada su vida cotidiana.

En eso estamos, como resultado de factores como la pandemia que alcanzó en el Perú el récord mundial de muertos por habitante, la extendida corrupción de Odebrecht y la entrada en prisión de un presidente a quien muchos consideran uno de los suyos. El país se halla entre la ceguera de un sector social encabezado por los dominantes y la rebelión desorganizada y anómica de otros sectores que, por de pronto, ven en la renuncia de Dina Boluarte, el cierre del Congreso y la elaboración de una nueva Constitución la concreción de sus demandas.

Pero si la constatación no autoriza a dispensar a unos u otros de culpa, tampoco puede servir para pretender un reparto de responsabilidades por igual. Unos son los históricamente agraviados y los otros son los beneficiarios de 200 años de un orden basado en la desigualdad y la desconsideración. Estamos en la hora de un ajuste de cuentas que aún puede traer mucho dolor.

(Foto: La República)