Las protestas continúan levantando reclamos que a una mirada realista parecen imposibles de satisfacer. Dina Boluarte, que se ha definido como “una mujer provinciana de izquierdapero confiesa que no entiende las protestas, suma ya alrededor de medio centenar de muertos en la tarea que las gentes de derecha denominan “poner orden”. Estos muertos añaden una afrenta a los agravios históricos que son combustible de las manifestaciones. Los medios de comunicación muestran sus sesgos y hacen lugar a voces que igualan la protesta con la subversión.

Ejemplo uno: entrevistado en televisión, el exministro del Interior Remigio Hernani culpó a bolivianos y “caviares”, al tiempo de pedir que se aplique el estado de sitio en Puno y se autorice a la policía a “emplear las armas gradualmente”, expresión ambigua que podría leerse como una justificación de la matanza en curso.

Ejemplo dos: el diario El Comercio, que en editorial ha sostenido que “El Estado cuenta con las herramientas para hacer frente a estallidos sin provocar muertos”, un par de días después publicaba las fotos tamaño carné de los dirigentes de organizaciones sociales puneñas que convocaron al paro, como si se tratara de delincuentes. Es el mismo diario que nunca publicó así las fotos de los integrantes del llamado “club de la construcción”, que sí son delincuentes.

Con ocasión de los disturbios –salpicados de desmanes, como suele ocurrir en estas expresiones desbordadas–, se ha comparado la respuesta gubernamental con el caso de Brasil. En las manifestaciones bolsonaristas que invadieron el Congreso y las sedes judiciales hubo 1500 detenidos pero ni un solo muerto. También eran masas desbordadas que rompieron el orden, desafiando al presidente Lula. Ni un muerto.

Bala para quienes protestan

Como ha recordado César Hildebrandt, la derecha no conoce sino la represión como respuesta a las movilizaciones populares. En nuestra historia republicana –de cuyos 200 años tanto se precian los discursos oficiales–, los sectores dominantes han echado mano a las balas para acabar con las protestas, se tratara de huelgas, marchas o paros masivos. Tanto cuando se pedía incrementos salariales como cuando, en la década de 1960, se reclamaba una reforma agraria.

En cada caso, policías o soldados fueron enviados, como ahora a Puno y Cusco, para acabar con la protesta. Y en cada caso los medios de los propietarios recitaron la misma justificación: asunto de masas soliviantadas por agitadores o azuzadores. Hace cien años se culpó a los apristas, luego a los comunistas y ahora se incluye no solo a “los terroristas” sino también a “los caviares”. Ningún esfuerzo por entender los porqués de las protestas.

La represión permitió a los favorecidos minoritarios acallar a los desfavorecidos mayoritarios y volver entonces al festín que llamaron normalidad. En estos días el desafío parece más complejo debido a que la desatención sistemática ha producido una rabia social embalsada.

No obstante, el almirante (r) Montoya recita en Twitter la vieja letanía: “Si no se restablece el principio de autoridad, todo está perdido. Las fuerzas del orden deben estar autorizadas a disparar. Es sumamente peligroso el continuar así”. El primer ministro Alberto Otárola y el ministro del Interior Víctor Rojas parecen seguir el consejo y dicen más o menos lo mismo.

Max Hernández entiende que se trata de otra cosa. De allí que, con un olfato desarrollado en sus años de dirigente estudiantil en San Marcos, el lunes 9 se retirara de la reunión con Dina Boluarte en Palacio de Gobierno, al recibirse las primeras noticias de lo que ocurría en Puno, con un saldo que ha llegado a 18 fallecidos. Claramente, este no es asunto que pueda encararse de manera satisfactoria mediante diálogos palaciegos en Lima, entre señorones/as, doctores y militares retirados de alta graduación.

La política cuenta

Para algunos resulta particularmente inquietante el factor político que, sin duda alguna, está presente en las protestas. No quieren entender que la política no solo se hace en los salones; también se hace en la calle y en las organizaciones sociales. Así se hizo el APRA hace casi un siglo. Así supo hacer Fernando Belaunde una exitosa candidatura presidencial, en un ya distante primero de junio en el que enfrentó a la policía que, también entonces, “resguardaba el orden” reprimiendo a los manifestantes. Así se hizo la izquierda en los años sesenta y setenta. La política también consiste en demandar cambios, a gritos y en la calle si es preciso.

Los cuadros políticos están siempre en medio de las movilizaciones. Porque así es como se construyen partidos políticos. Quienes entienden la política como reuniones a puerta cerrada donde se producen movimientos y jugadas, como si de una partida de ajedrez se tratara, llaman “infiltrados” a los cuadros políticos que se incorporan a las demandas sociales.

Además de servirse del terruqueo, la derecha –indudablemente asustada ante la ola de protestas– se sirve, como hizo contra el APRA, de la acusación de una “intervención internacional”. Que ahora se imputa a Evo Morales y “sus operadores”, como los llama la prensa conservadora. En efecto, el Runasur ha sido puesto en la agenda, asomando así en Puno la posibilidad de una secesión del sur del país. Desde la Confederación Perú-Bolivia, entre 1836 y 1839, no surgía esta propuesta que ha producido terror en los actores políticos, llevándolos a pedir represión, sin prestar atención al malestar incubado y ahora desbordado.

No es claro cómo se podrá superar esta situación que aparece entrampada y se adereza con voces que llaman a una guerra civil. Con fecha 10 de enero, el Consejo Directivo de la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales sostiene que las muertes ocurridas son “producto de la protesta popular y el accionar del gobierno”, sin mencionar la renuncia de Boluarte reitera su posición “PARA QUE EL ADELANTO DE LAS ELECCIONES GENERALES CON EL RECORTE PRESIDENCIAL Y DEL CONGRESO, SE REALICE DE INMEDIATO, como una solución efectiva a la crisis política”, y solicita “sanción a quienes han cometido hechos vandálicos contra la infraestructura pública y privada”.

El gobierno regional de Apurímac, tierra de Boluarte, ha sido el más enfático al plantear el 12 de enero una fórmula para salir de la crisis: “Solicitamos la renuncia inmediata a la Presidencia de la República de la señora DINA ERCILIA BOLUARTE ZEGARRA” a favor de “la tranquilidad y la paz social del pueblo peruano” […] y “Demandamos al Congreso de la República” que proceda a “la elección de una nueva mesa directiva para que asuma el gobierno de transición y garantice las nuevas elecciones generales conforme pide el pueblo”. El gobernador Percy Godoy explica su negativa a “dialogar con un gobierno que tiene más de 40 muertos a nivel Nacional”.

En la misma dirección, quizá el gesto más significativo ha sido la renuncia del ministro de Trabajo Eduardo García, producida el jueves 12, ante una situación en la que “la atención de las demandas sociales ya no es suficiente”. El gobierno se hace insostenible.

Ciertamente, la renuncia de una aturdida Dina Boluarte no es la solución. Pero un gobierno que se pretende democrático –y en eso se basa su legitimidad– no puede tener decenas de muertos y cientos de heridos en su balance. Muertos y heridos que se deben a que este gobierno no ha sido capaz de otra cosa que balear a quienes reclaman y protestan.