El actual ministro de Educación, Óscar Becerra –quien está haciendo suya la agenda de los sectores más conservadores del Congreso–, ha sido señalado como partícipe en uno de los mayores escándalos del segundo gobierno del suicidado Alan García: la compra en 2007 de ochocientas cuarenta y seis mil laptops, que según una comisión investigadora del Congreso fue sobrevalorada en 11 millones de dólares. A ese manchón, Becerra agregó por propia iniciativa su reclamo de indulto en favor de Alberto Fujimori en 2017 y su posición contraria a la homosexualidad y la perspectiva de género, manifestada en una declaración de 2018 que reportó Canal N. Completa el cuadro su oposición al trabajo hecho por la SUNEDU en pro de una universidad de calidad. Todo un conjunto de antecedentes que lo califican –a ojos de la presidenta Boluarte o de quienes se lo impusieron– como ministro de Educación.

En lo que respecta a su participación en el lucrativo negociado de las laptops, once días después de la publicación de Epicentro que destapó el asunto, terminó el año sin que el ministro hubiera dicho una palabra. Probablemente espera que algún otro asunto, de mayor calibre, haga pasar lo suyo al olvido. Poca vergüenza.

Un caso que muestra que la tendencia no aparece solo en el Perú, y es aún más significativo, es el de George Santos, representante electo a la Cámara de Representantes de Estados Unidos. Este candidato del Partido Republicano en Long Island ganó en las elecciones de noviembre al candidato del Partido Demócrata por un estrechísimo margen. Con 34 años, hijo de inmigrantes brasileños y declarado homosexual, a mediados de diciembre fue descubierto como un farsante por una rigurosa investigación de The New York Times. Se supo así que, contrariamente a lo consignado en su hoja de vida, nunca había trabajado en Goldman Sachs ni en el City Bank, y su familia no poseía trece propiedades ni encabezaba una fundación de protección animal que había salvado a millares de perros y gatos. La empresa que había indicado como de propiedad familiar, con un patrimonio de 80 millones de dólares, simplemente no existe. Una semana después de la publicación del diario, Santos confirmó los señalamientos pero agregó que de todos modos tomaría posesión del cargo el martes 3 de enero. Ninguna vergüenza.

En los últimos días del año me reuní con un conocido a quien no veía desde hacía mucho tiempo. Al pasar revista a nuestros asuntos, para ponernos al día, me dijo sin mostrar ninguna incomodidad que actualmente está escribiendo la tesis de maestría de su mujer, quien requiere el grado para obtener una promoción en su carrera. Se refirió a esto con la mayor naturalidad, como si se tratara de un trabajo para el cual hubiera sido contratado y no de una suplantación maliciosa.

La decadencia de la moral social

A mi edad me resulta inevitable recordar que el manejo de asuntos de este tipo era bastante distinto en otras épocas, pese a que, especialmente en el caso peruano, la historia está poblada por yerros y fechorías. Un ministro o un alto funcionario señalado por una irregularidad se sentía obligado a renunciar; en la actualidad los ministros acumulan denuncias –que conocemos gracias a los medios, principalmente aquellos que operan en páginas web y están dedicados al periodismo de investigación– y, como hemos visto durante el gobierno de Castillo, dejan el cargo solo cuando se remueve a todo el gabinete ministerial.

En el terreno individual, los ladrones recibían cierta sanción social, se tratara de un carterista o de un ministro corrupto. No recuerdo que la pertenencia a una red delictiva, del nivel que fuera, en los demás generara reconocimiento cuando no envidia, como ocurre en estos días. Entonces, como ahora, que luego la justicia condenara o no al culpable siempre fue asunto que quedó librado a los ininteligibles avatares de leyes sujetas a las imprevisibles interpretaciones de abogados, fiscales y jueces.

El cambio más importante creo encontrarlo no tanto en aquello que es más visible –esto es, la extensión de la corrupción–, como en la actual ausencia, o debilidad, de la condena social. Acaso porque las redes de complicidades se hallan muy extendidas, parece que nos hubiéramos resignado a que las cosas son así y no pueden ser de otra manera. Estar vinculado de alguna manera a gentes que se enriquecen –o se han enriquecido– en la función pública o en alguna red delictiva, o que facilita la comisión de delitos, no es algo que se rechace. Aparentemente estas conexiones son consideradas nuevas formas de hacer negocios. Este es el principal cimiento de la desvergüenza.

La permisividad de muchos los convierte en cómplices activos o pasivos de negociados y enriquecimientos irregulares. De allí que considerar responsables de la desvergüenza solo a los políticos o a quienes “hacen negocios” con ellos sea insuficiente.

Hemos asistido a una progresiva pero continua degradación de la moral social. Una moral que se basa en la distinción clara entre aquello que está bien y aquello que no lo está. Distinción que no tiene por qué basarse en una creencia religiosa y es la base de una sociedad viable.

En el caso peruano es claro que esa degradación ha correspondido a otro proceso, el de una descomposición social que ha degenerado aceleradamente la calidad de la vida cotidiana. Hay quienes creen que en el país hay una mayoritaria población sana cuyo manejo de los destinos nacionales le ha sido arrebatado por los envilecidos. Ojalá tuvieran razón pero creo que la cuestión es, más bien, cómo sería posible revertir una caída en espiral que, abarcando a cada vez más amplios círculos de peruanos, ha llevado a la sociedad –y no solo al Estado– al punto en el que se halla.