Juan Carlos I cobró sobornos millonarios durante su reinado. Pero no puede ser perseguido penalmente porque un artículo constitucional declara que el rey es “inviolable” y juristas complacientes han interpretado desde el Tribunal Constitucional que esa “garantía” lo pone a salvo de cualquier acción judicial por el delito que fuere. Quienes defienden a Pedro Castillo sostienen –en medio de una lluvia constante de revelaciones de hechos delictivos– que el presidente de la república solo puede ser procesado durante su mandato por cuatro delitos, establecidos en el artículo 117 de la Constitución, entre los cuales no están comprendidos tanto el cobro de coimas como el despliegue de recursos estatales para que esas y otras posibles acciones delictivas sean debidamente investigadas.

Insuficiencia de pruebas y pobreza de la acusación

A diferencia de lo ocurrido con Juan Carlos –acerca de cuyas fechorías se recopiló abundante documentación bancaria–, en el caso de Castillo solo se cuenta, hasta el momento, con declaraciones de quienes, por ser partícipes en los hechos denunciados, pueden estar interesados en ver rebajada la pena que pudiere corresponderles. Esos señalamientos no han sido corroborados por evidencias documentales, probablemente debido no solo a que, en general, el corrupto no emite recibo por las sumas que recibe, sino a que esta corrupción chola no está bancarizada y prefiere ocultar el dinero en el baño o en cualquier escondite.

De modo que allí se tiene un problema con los hechos, insuficientemente probados. El otro problema reside en el derecho y el tan citado artículo 117 de la Constitución. En contra de esa limitación constitucional se pretende hacer valer la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, de la que el Perú es parte. Pero este texto establece solo el compromiso de los Estados de adoptar “las medidas que sean necesarias para establecer o mantener, de conformidad con su ordenamiento jurídico y sus principios constitucionales, un equilibrio apropiado entre cualesquiera inmunidades o prerrogativas jurisdiccionales otorgadas a sus funcionarios públicos para el cumplimiento de sus funciones y la posibilidad, de ser preciso, de proceder efectivamente a la investigación, el enjuiciamiento y el fallo de los delitos tipificados con arreglo a la presente Convención” (art. 30, num. 2).

El Estado peruano, al firmar la Convención en 1997, se comprometió, pues, a hacer compatibles las disposiciones legales internas con los contenidos de la Convención. Pero el compromiso citado no es de aplicación directa a un caso concreto, como se ha pretendido al sostener que deroga el art. 117 de la Constitución. Se trata de una promesa y nada más.

Esto es lo que importa porque muestra la endeblez del razonamiento de la Fiscal de la Nación, que basa la acusación constitucional en la citada Convención. Es secundario que el grado de doctor en Derecho de Patricia Benavides fuera otorgado por la Universidad Alas Peruanas, a la que SUNEDU puso en vías de extinción debido a sus flaquezas. Y tampoco es pertinente que, tratándose de la acusación contra Castillo, se traiga a colación que Benavides castigó a la fiscal Bersabeth Revilla, quien tuvo a su cargo el caso de su hermana Enma Benavides, jueza investigada por turbias decisiones relativas a narcotraficantes. Lo que importa ahora es si la acusación a Castillo se sostiene jurídicamente o es un mamarracho.

“Nosotros robamos menos”

Una línea de defensa de la actuación de Castillo y los suyos consiste en recordarnos que los presidentes de las últimas décadas han robado, y mucho. Es verdad. Con Alberto Fujimori – ¡cuyo gobierno fue el que firmó la Convención de Naciones Unidas contra la corrupción!– se inauguró una galería de grandes ladrones en Palacio de Gobierno, a la que se incorporaron tanto Alan García como Alejandro Toledo.

Desde entonces nada nos sorprende. Lo que no quiere decir que sea aceptable. De allí que el “nosotros robamos menos”, que parece estar en el fondo de la actual defensa de Castillo, no pueda ser una justificación. Frente a quienes robaron decenas o centenas de millones de dólares, veinte mil “verdes” escondidos en un baño parece poco, pero también es delito que merece sanción.

Durante cierto tiempo creímos que Castillo nos avergonzaba ante la mirada internacional solo porque no podía expresarse clara y articuladamente, ni era capaz de leer correctamente los textos que le preparaban. Ahora, con los indicios delictivos que sobrevuelan el palacio presidencial y reciben atención en la prensa internacional, que el presidente del Perú no sepa hablar es lo de menos; lo que importa es que encabece una organización criminal.

En el mejor de los casos, el país provoca sonrisas compasivas en el extranjero. En el peor, nadie puede hacer planes con un país donde la corrupción viene de tan arriba. Y quien crea que esa lamentable situación pueda ser remediada por la calificación obtenida por nuestro pollo a la brasa en un certamen mundial es un ingenuo. Por decir lo menos.

El derecho no puede contradecir el sentido común

En España no se entiende que el rey pueda abusar de una menor de edad y la justicia sea incapaz de actuar porque la Constitución dice que el monarca es “inviolable”. Tampoco en el Perú podría entenderse que un presidente robe, a vista y paciencia de todos, y tenga que tolerársele durante cinco años robando porque la Constitución dispone que cualquier delito, fuera de los cuatro previstos en un artículo, sea puesto en lista de espera hasta que termine el mandato y recién entonces el presidente ladrón –probablemente ya dado a la fuga– pueda ser acusado.

Es un criterio conocido por los juristas que si una interpretación conduce a un resultado considerado socialmente como absurdo o repugnante, debe desecharse. El derecho y su interpretación tienen que reconciliarse con el sentido común. Y es lo que en medio de un debate, como el que se ha abierto ahora entre constitucionalistas y analistas, parece haberse olvidado.

Por supuesto que, si las interpretaciones absurdas prevalecieran, Castillo y su banda podrán permanecer en sus quehaceres, mientras los congresistas lanzan discursos sin consecuencias y –lo único que les importa– sin que ellos pierdan sus lugares, que también les facilitan hacer negocios turbios. Posible es. Pero el régimen democrático habrá de pagar un precio, del cual seguramente ya se está abonando las primeras cuotas.

Es el precio de aquello que los politólogos llaman la “desafección” por la democracia. Y que, dicho en lenguaje corriente, significa distancia, recelo y, por supuesto, desengaño acerca de la política. El Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt encontró en 2021 que menos de la mitad de los peruanos (49.3%) respaldaban a la democracia, situando al país como el cuarto en América Latina con menor apoyo a esta forma de régimen político. De manera concordante, Perú apareció como el segundo país, después de Panamá, con menor satisfacción ciudadana con la democracia (28%).

Las pocas expectativas ciudadanas –acunadas desde mucho antes de este gobierno– se expresaron ya en la primera vuelta realizada en 2021: ningún candidato obtuvo una votación importante. Es de imaginar que si el voto no fuera obligatorio, sería una minoría la que iría a votar, debido a que ya se espera poco de la elección de quienes gobiernan.

Es verdad que robar desde el poder no es nada nuevo en el Perú. Pero las raterías producidas desde el gobierno en los últimos catorce meses está llevando la tradición presidencial algo más lejos, a un terreno en el que corrupción se exhibe sin el menor pudor, aunque las cifras sean propias de pirañitas, más que de delincuentes adultos. Quizá este daño sea el más grave en el proceso de demolición institucional emprendido por este gobierno y al que, mirando a intereses inmediatos, no se quiere poner fin, disfrazando la inacción con argumentos jurídicos.