Solo puedo hablar por mí mismo, incorporado al trabajo a fines de la década de 1960. Pero creo interpretar a aquella porción de mi generación que, entonces y después ─a lo largo de algunas décadas─, se inscribió en las filas contestatarias para cuestionar un orden tradicional e injusto, en el que los herederos de una clase propietaria ignorante se creían con derecho a mandar, en la hacienda y en el país.
Velasco interrumpió la fiesta y no se lo perdonaron nunca. Morales Bermúdez, que ha sido celebrado en estos días como el hombre que devolvió la democracia al país, en realidad devolvió el país a los propietarios. Pero algo se había roto definitivamente y quienes consideramos que las reformas de la “primera fase” del gobierno militar se habían quedado cortas nos vinculamos, de un modo u otro, a las izquierdas que se habían multiplicado al compás de paros, tomas y enfrentamientos callejeros.
La “nueva izquierda”, enfrentada en sus luchas intestinas y pendiente de interpretar la realidad a la luz de manuales editados en Moscú o Pekín, fracasó como protagonista y quedó reducida desde las elecciones de 1990 a la condición de un actor de reparto, cada vez menos importante. En las últimas décadas se aupó al antifujimorismo, pretendiendo darle un ribete revolucionario, como lo había intentado antes con diversos movimientos sociales.
En ese recorrido algunos permanecieron como contestatarios duros. Javier Diez Canseco, uno de los más caracterizados, murió reivindicando lo indefendible: la revolución cubana convertida en una satrapía manejada por los Castro y, luego, por sus herederos. En cambio, otros escogieron vías para integrarse a los que mandan. Alfredo Barnechea, colaborador del velasquismo y beneficiario del gobierno de Morales, buscó ubicación en varias tiendas políticas hasta que descubrió que, en realidad, su vocación más profunda era integrarse en el círculo de quienes tienen dinero.
Quizá han sido menos los contestatarios que aquellos que se buscaron un lugar cómodo, pero probablemente sea temerario intentar ese cálculo. Lo cierto es que hubo quienes nos alejamos del mundo de la política para hacer aquello que consideramos importante y útil, sin incorporarnos a la militancia en algún grupúsculo de izquierda ni integrarnos al establishment. Mantuvimos también un modo alternativo de ver el país.
Algo ingenuo ese modo. De una parte, porque creímos que, frente a la putrefacción de las altas capas limeñas, en el mundo rural ─y especialmente en el andino─ se acunaban los mejores valores. De otra, porque atribuimos al peruano promedio una evolución, desde concepciones y costumbres tradicionales hacia la modernidad, que en realidad había sido solo nuestra.
La realidad ha ido dándonos sucesivas cachetadas, aunque de las primeras ni nos dimos cuenta. Por ejemplo, cuando constatamos que Cipriani congregaba, tras la consigna de “Con mis hijos no te metas”, no a unas cuantas viejas beatas sino a verdaderas multitudes. No sacamos la lección entonces y no sé si sabremos sacarla a partir de las palabras del iluminado congresista que ha sostenido que los sismos son un castigo divino que sanciona así los avances de la ideología de género en el país.
La cachetada más reciente, y probablemente más brutal, es el trato dispensado en Pataz a las mujeres a quienes se atribuyó actos de hechicería o brujería. Colgadas, acaso hasta que confesaran sus malas artes. Desnudadas en público, exhibiéndolas como escarmiento. ¿Cómo llamar a eso para evitar la calificación de salvajismo? ¿Atraso, primitivismo, tal vez? Eso no es una escena de El espía del inca sino una foto del mundo rural en el Perú de hoy. Usos y costumbres nefastos que extienden sus lazos hasta las ciudades en la epidemia de la violencia contra la mujer, mientras en escogidos círculos de los movimientos feministas se discute si el mejor lenguaje inclusivo es el de “vecino y vecina”, el de “vecine” o el de “vecinx”.
Escogimos creer en un peruano noble y solidario que no existía sino excepcionalmente. En palabras del psicólogo Jorge Yamamoto, el peruano “no es muy comprometido con la sociedad salvo que haya un partido de fútbol. Vela por sus intereses, por los de su familia y, de vez en cuando, por los de sus amigos. El concepto de patria y deberes sobre la patria es relativamente bajo.” Más aún, “En el Perú no existe la conciencia de la norma. No estamos atentos a la ley para cumplirla. […] vemos lo que todo el mundo hace. Si todo el mundo hace cochinadas y temas de corrupción, le ofrecen una ventaja oscura y le dicen eso es lo que todos hacen, ‘ah, me apunto’.”
Nosotros dejamos de mirar esa realidad tal cual es. El país no siguió el camino de la modernización o lo malentendió, atribuyendo el carácter de modernidad a contar con centros comerciales, autos importados y restaurantes caros. Pero las cabezas ─o mejor, lo que hay dentro de ellas─ de pobladores urbanos y rurales no cambiaron mucho.
Fuimos nosotros ─apodados y estigmatizados como “caviares”, expresión prestada del francés─ quienes cambiamos de modo de pensar y hablando entre nosotros, en lugares y círculos al fin y al cabo restringidos, mutuamente nos convencimos de que éramos la punta de lanza de un país distinto. ¿Cuántos somos los habitantes de esa burbuja? En definitiva, unos pocos entre más de treinta millones.
Finalmente, la realidad nos ha alcanzado. Y no nos gusta, claro. No solo porque nos repugnan algunos de sus rasgos sino porque no nos habíamos preparado para enfrentarla. Por el contrario, inventamos una realidad a la medida de nuestra ilusión. Quisimos ver un país que no es el realmente existente. Neciamente decidimos creer en su existencia.
Para algunos de nosotros es algo tarde para remontar el río. Tal vez entre los jóvenes habiten quienes tengan la capacidad para ver lo que nosotros no vimos y no desistan del propósito de cambiarlo. Así sea.
(Foto: Andina)