Dos casos muy distintos ─pero especialmente llamativos─ han puesto en discusión el papel y las atribuciones de las rondas campesinas. Cuya existencia es ya antigua y no ha merecido mayor atención del sector social bastante circunscrito, sobre todo a Lima, al que le atribuimos el carácter de “opinión pública”.
Gruesamente identificadas como bastiones de lucha contra la insurgencia senderista ─confundidas así con los comités de autodefensa que promovieron las fuerzas armadas como parte de la estrategia contrainsurgente─, en rigor las rondas aparecen bastante antes que la subversión, como respuesta a la ausencia del Estado, o al funcionamiento corrupto de policía y Poder Judicial. Como ha recordado Alonso Zarzar, al principio fue la lucha contra los abigeos y luego se extendió en diversos lugares de la sierra como “justicia rondera”, a punta de chicotazos, para reemplazar a la justicia de paz que era hasta entonces la forma prevista para administrar justicia en nombre del Estado.
La tortura de las mujeres en La Libertad no son, pues, algo nuevo. Y el secuestro de los periodistas en Cajamarca solo reclama atención porque las víctimas conformaban un equipo enviado desde Lima. Pero en la realidad las rondas ejercen este tipo de atribuciones desde hace mucho.
Un marco legal que se ha ido ensanchando
El “rango constitucional” al que se alude ahora en algunos comunicados y declaraciones emitidos a favor de la actuación rondera es insuficiente para legitimar algunas de sus actuaciones. En efecto, el artículo 149 de la Constitución vigente adjudica a las rondas campesinas el papel de “apoyo” de las autoridades de comunidades campesinas y nativas. Y es a estas, no a las rondas, a quienes concede “ejercer las funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial de conformidad con el derecho consuetudinario, siempre que no violen los derechos fundamentales de la persona.”
En 2003 la ley 27908 ─que introdujo la definición de las rondas como “forma autónoma y democrática de organización comunal”─ reiteró que “apoyan el ejercicio de funciones jurisdiccionales de las Comunidades Campesinas y Nativas” y añadió: “colaboran en la solución de conflictos y realizan funciones de conciliación extrajudicial conforme a la Constitución y a la Ley” (art 1). Incluso esta ley dispone que la ronda esté “subordinada” a la comunidad, allí donde esta existe (art. 2).
Ambos textos normativos, el constitucional y el legal, vinculan pues, la actuación de las rondas a las comunidades. Lo que ha ocurrido es que allí donde no existen comunidades ─como es el caso de la sierra norte del país─ las rondas se han atribuido las funciones jurisdiccionales reservadas a aquellas. No obstante, el art. 7 de la ley establece que “Las Rondas Campesinas en uso de sus costumbres pueden intervenir en la solución pacífica de conflictos suscitados entre los miembros de la comunidad u organizaciones de su jurisdicción y otros externos siempre y cuando la controversia tenga su origen en hechos ocurridos dentro de su jurisdicción comunal.” El uso de la fuerza o la violencia queda descartado.
El reglamento de la ley 27908 desvirtuó el concepto hasta entonces vigente de ronda campesina como apoyo de una comunidad, al establecer: “Son Rondas Campesinas, las organizaciones sociales integradas por pobladores rurales, así como las integradas por miembros de las comunidades campesinas, dentro del ámbito rural” (art. 2). Esta disposición reglamentaria independizó, por así decirlo, a la ronda de la comunidad, ampliándola como una asociación de pobladores rurales.
El texto reglamentario precisó que las materias sujetas en la ronda a conciliación pacífica serán “únicamente las relacionadas con la posesión, el usufructo de la propiedad comunal, bienes y el uso de los diversos recursos comunales” (art. 13). Los asuntos penales quedaron así excluidos de las competencias ronderiles.
El Acuerdo Plenario de la Corte Suprema 1-2008/CJ-116 abordó en un texto de 97 páginas los casos de “delitos imputados a los que integran Rondas Campesinas o Comunales, en especial los delitos de secuestro, lesiones, extorsión, homicidio y usurpación de autoridad” y se pronunció al respecto con “carácter de precedente vinculante”. La Corte incorporó a su razonamiento la noción de “fuero especial comunal”, adoptó el concepto ampliado de ronda campesina empleado por el reglamento de la ley y validó en ella el uso del derecho consuetudinario. El texto afirmó que el fundamento del art. 149 de la Constitución “es que los pueblos con una tradición e identidad propias en sede rural resuelvan sus conflictos con arreglo a sus propias normas e instituciones” y dispuso que “ha de entenderse que las funciones referidas al control del orden y a la impartición de justicia son ínsitas a las Rondas Campesinas”, apoyándose en el argumento de “la ausencia o casi nula existencia de presencia estatal”.
Yendo bastante más allá de los textos legales, el Acuerdo de la Corte dispuso que la jurisdicción ordinaria se abstuviese de intervenir en aquellos casos de naturaleza penal en los que “el sujeto –u objeto– pasivo de la conducta pertenece también a la comunidad y los hechos guardan relación con la cosmovisión y la cultura rondera”. Para el caso de sujetos no pertenecientes a la comunidad estableció requisitos adicionales, pero no prohibió la intervención jurisdiccional de la ronda. Al mismo tiempo, fijó como límite que “la actuación de las Rondas Campesinas, basadas en su derecho consuetudinario, no vulnere el núcleo esencial de los derechos fundamentales”, entre ellos el derecho a “la vida, la dignidad humana, la prohibición de torturas, de penas y de tratos inhumanos, humillantes o degradantes, la prohibición de la esclavitud y de la servidumbre, la legalidad del proceso, de los delitos y de las penas”.
Específicamente, el Acuerdo detalló que “será de rigor considerar como conductas que atentan contra el contenido esencial de los derechos fundamentales y, por tanto, antijurídicas y al margen de la aceptabilidad del derecho consuetudinario, (i) las privaciones de libertad sin causa y motivo razonable –plenamente arbitrarias y al margen del control típicamente ronderil–; (ii) las agresiones irrazonables o injustificadas a las personas cuando son intervenidas o detenidas por los ronderos; (iii) la violencia, amenazas o humillaciones para que declaren en uno u otro sentido; (iv) los juzgamientos sin un mínimo de posibilidades para ejercer la defensa –lo que equivale, prácticamente, a un linchamiento–; (vi) la aplicación de sanciones no conminadas por el derecho consuetudinario; (vii) las penas de violencia física extrema –tales como lesiones graves, mutilaciones– entre otras.” No obstante dispuso que en el caso de los ronderos debe rechazarse “la imputación por delito de secuestro (artículo 152° CP) puesto que el rondero procede a privar la libertad como consecuencia del ejercicio de la función jurisdiccional –detención coercitiva o imposición de sanciones–.” Según este Acuerdo de la Corte Suprema, que los periodistas de América TV fueran “retenidos” no constituye un secuestro.
Una reciente sentencia del Tribunal Constitucional (154/2021) resuelve “la controversia […] en torno a la dilucidación de si se ha producido o no una injerencia de parte de la jurisdicción ordinaria en la facultad jurisdiccional ejercida por las autoridades ronderas”. No obstante referirse el caso a la actuación de una ronda, y no de una comunidad, el Tribunal “recuerda que conforme a la autonomía jurisdiccional reconocida constitucionalmente a las comunidades campesinas y nativas, estas se encuentran facultadas para investigar y castigar (sancionar) a las personas que hayan cometido una inconducta social (delito) de acuerdo a lo establecido en sus estatutos (sobre los procedimientos y los castigos) y en aplicación del derecho consuetudinario”.
En todo caso, la sentencia sostiene que “se puede concluir válidamente que el legislador ha reconocido la competencia jurisdiccional a las rondas campesinas, imponiéndoles el mismo límite que condiciona la autonomía de la función jurisdiccional ejercida por las comunidades campesinas y nativas, esto es, el respeto a los derechos fundamentales”. Y esto es así porque “entender lo contrario supondría tener que colocarse de espaldas a la realidad comunal, es decir, a una situación de hecho imposible de eludir como es la impartición de justicia que vienen realizando desde hace varias décadas las rondas campesinas”. En consecuencia, concluye el razonamiento, en el país “el poder jurisdiccional ha sido repartido entre los diferentes órganos que ejercen función jurisdiccional en el Estado, según lo establecido por la Constitución. En el orden de ideas ya señalado, las comunidades campesinas y nativas, así como eventualmente las rondas campesinas, ejercen función jurisdiccional”.
La realidad y sus percepciones
El mundo jurídico a menudo se sitúa a demasiada distancia de la realidad. Mientras se producía esta diversidad de disposiciones legales y elucubraciones jurídicas, muy ajenos a ellas los ronderos seguían actuando. En esa actuación se multiplican el castigo físico y otras violaciones de derechos fundamentales que las normas prohíben en calidad de letra muerta.
La cuestión es cómo se percibe esa realidad. Interesa examinar el tema en el caso reciente que ha motivado la atención de los medios y que no es político: el de siete mujeres y un hombre retenidos en La Libertad por una ronda durante trece días, luego de ser señalados por realizar actos de brujería y haber hecho “daño” a pobladores del ámbito de la ronda interviniente. Los detenidos sostienen que fueron torturados, en prueba de lo cual muestran fotos y videos. Las mujeres afirman haber sido desnudadas en público.
Manuel Quijano, presidente de la Central Única de Rondas Campesinas del distrito de Chillia, en el que ocurrieron los hechos, negó sin negar lo ocurrido: “Yo y todos hemos rechazado tajantemente los casos de tortura que pudiesen haberse dado”. Y justificó la actuación de la ronda en el asunto sobre la base de que no confían en la justicia ordinaria.
Menos anecdótico es el comunicado emitido por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, en relación con la retención del equipo de periodistas en Cajamarca, en el que se reclama: “exhortamos respeto [sic] a la institucionalidad jurídica de las rondas”, y se insta a “informarse sobre la administración de justicia que realizan, la que está amparada por la Constitución”. Precisamente, a la luz de estos casos, lo que está en tela de juicio es si las rondas actúan en su marco jurídico y si sus actividades en verdad están amparadas constitucionalmente.
Detrás de esta toma de posición y varias similares ─así como de algunos ominosos silencios que Wilfredo Ardito ha notado─, se encuentra un pensamiento de izquierda esquemático y simplificador que encuentra raíces en la noción roussoniana del “buen salvaje”. Lo que hagan las gentes menos educadas es lo mejor y no hay que intentar modificarlo. Usos y costumbres deben ser respetados y, en el extremo, los derechos humanos son una creación occidental que ─como se argumenta en el mundo islámico─ no puede ser impuesta a otras culturas. La Iglesia “progresista” –que en Cajamarca ha sido cercana a las rondas– añade su contribución cuando idealiza el mundo de los pobres, en el que solo quiere ver bondad y buenas intenciones.
Pero tras el aparente respeto de usos y costumbres tradicionales acaso también se esconde un desprecio conservador por aquellos a quienes la presidenta del Congreso aún llama “los indios”. Se trata de una suerte de conformidad a que, como son primarios, vivan en su mundo arcaico, así declarados como incapaces de incorporarse a la civilización occidental. Esta mirada reaccionaria viene del siglo XVI, cuando el virrey Toledo estableció las “repúblicas de indios”, en las que no podían vivir españoles y que ─como se ha dispuesto en nuestros tiempos para comunidades y rondas─ regían las normas y costumbres locales, siempre que no contraviniesen la religión cristiana ni las leyes coloniales. Cinco siglos después, estamos en el mismo lugar.
Así, desde cierta lejanía respecto al mundo rural, izquierda y derecha desembocan en una “respetuosa” forma de marginación. En los hechos las rondas son una respuesta al fracaso del Estado en el cumplimiento de sus obligaciones fundamentales. Y al asumir una suplencia contribuyen a resolver infinidad de conflictos que requieren solución y no la encuentran en las instituciones encargadas de la tarea. Pero, al mismo tiempo, hechos como los conocidos en estos días las muestran como portadoras de un potencial divisivo y fraccionador que, en tanto son grupos sociales que se atribuyen funciones del Estado sin consideración por el resto del país, nos alejan de la conformación de una comunidad nacional.