Aunque este sentimiento puede ser evocado fácilmente por muchos, resulta difícil reducirlo en un concepto. Si bien es tristeza, su origen no está en la pérdida de una dicha, que es a la que lo refiere la definición del diccionario. Su fuente se halla, más bien, en la volatilización de una utopía que nos ilusionó, acompañada por la amargura de una derrota. Quienes creímos en la izquierda –o apostamos a ella– padecemos una nostalgia pesarosa por aquello que se demostró imposible, irreal o ingenuo: la transformación que debía conducir a un mundo mejor.
Sin duda, mirado esto desde el mundo de hoy, se nos puede calificar fácilmente como cándidos. Pero cincuenta años atrás el paisaje era muy distinto. Todavía la revolución cubana inspiraba a muchos. La primavera de Praga, donde se intentaba reconciliar el socialismo con la democracia, y la exigencia de lo imposible en las calles de París, como también la matanza de Tlatelolco en la capital mexicana –todo ello ocurrido en 1968, al tiempo que en el Perú se iniciaba un gobierno que anunciaba una revolución–, parecían abrir un camino que, aunque no se sabía bien adónde conduciría, lucía prometedor.
Quizá para muchos no era asunto de ideas sino de sensibilidad. No era preciso haber leído a Marx, a Lenin o a Mao –como sí se exigía a los militantes en partidos de izquierda– para sentir rechazo a la injusticia acumulada durante siglos en el país y hacer propios los reclamos de igualdad que la izquierda levantaba.
Tiempo después se hubo de aprender que detrás de los entusiasmos había muy diversas motivaciones. Que, como el futuro parecía estar destinado a la izquierda, el oportunismo aconsejó a no pocos acomodarse con aquellos a quienes se veía como los siguientes triunfadores. Cuando la izquierda se desmadejó como actor político, a fines de la década de 1980, este sector arrió la reivindicación por el cambio de la sociedad. Hubo quienes buscaron hacer dinero, o reconocimiento y honores, de parte de la misma sociedad que habían rechazado.
Otros pasaron por una conversión que los ha llevado hasta la extrema derecha, en un recorrido que muchos izquierdistas han seguido en el mundo. En el Perú Eudocio Ravines es al respecto una suerte de prototipo, pero varios han seguido su ejemplo.
Razones para la desilusión
Lejos del cinismo o el travestismo, en otro sector quedamos quienes simplemente nos desilusionamos a partir de la constatación de dos escenarios deprimentes. De una parte, el pobre desempeño de los varios grupos de izquierda en el país, enfrascados en interminables batallas por el poder que revestían de citas de los clásicos, atentos a la captura de las dirigencias de las organizaciones sociales, interesados en una revolución abstracta para la que “acumulaban fuerzas”, con menosprecio de los logros inmediatos del pueblo, que despreciaban como reformistas. Como actor relevante, la izquierda concluyó con su derrota en las elecciones de 1990, a las que concurrió dividida en seguimiento de su trayectoria.
De otra parte, en la escena mundial la izquierda fue quedándose sin referentes. El progresivo develamiento de los horrores del estalinismo, que Pol-Pot amplificó en Camboya, el estrangulamiento de las libertades en Cuba y Corea del Norte, y el fracaso del régimen soviético y sus satélites –que finalmente se derrumbó simbólicamente con el muro de Berlín en 1989– fueron acumulándose como piezas de un negro rompecabezas que en definitiva nos mostró lo que pudo hacerse en nombre de las varias revoluciones del siglo XX.
La admisión de ese cuadro de dos niveles condujo a que aceptáramos una derrota. Que, en quienes no fuimos dirigentes con apetitos de poder, no es tanto una derrota política sino el destrozo de una ilusión. De allí proviene la nostalgia por algo que creímos factible y no pudo ser.
Eclipse de las utopías
En un libro que se empecina en sembrar algo de esperanza, Enzo Traverso apunta: “el siglo XXI nació como un tiempo marcado por un eclipse general de las utopías. Esta es una gran diferencia que lo distingue de los dos siglos anteriores.” Y el autor se apoya en François Furet: “La idea de otra sociedad se ha vuelto algo imposible de pensar y, por lo demás, nadie ofrece sobre este tema, en el mundo de hoy, ni siquiera el esbozo de un concepto nuevo”. Esto es probablemente lo que explica la sensación de desamparo que habita en quienes en algún momento nos ilusionamos con la transformación de este mundo en uno mejor.
A algunos de los más viejos de nosotros no nos complace el consumo, como sí ocurre con las generaciones más jóvenes, nacidas y educadas en una fase del capitalismo que no conoce límites para ofrecer nuevas satisfacciones instantáneas a cambio de un precio. Para estar en condiciones de pagar ese precio, se les exige docilidad en el sistema. No hay lugar para la rebeldía.
Nuestra falta de expectativas resulta abonada por varias tragedias circundantes. La de fondo es la proveniente del cambio climático, que tiene capacidad para hundir en la incertidumbre cualquier proyecto, no ya de una sociedad mejor sino de que esta, con todas sus inequidades, tenga futuro.
A ese horizonte ha venido a sumarse, con efectos inmediatos, la amenaza de pandemias que, como ha ocurrido con el Covid-19, trastoquen por completo nuestra forma de vida y nos arrinconen en condiciones que hasta hace poco no imaginábamos. Por si todo lo anterior fuera poco, el fantasma de la guerra ha vuelto y, aunque todavía no podemos entenderlo bien quienes a lo largo de nuestra vida no lo habíamos conocido, nos impone un pronóstico reservado.
En medio de este paisaje, refugiarnos en la nostalgia de izquierda es inútil, pero a ratos también es casi inevitable. La razón estriba en que todas las causas en las que fundamos nuestra rebeldía siguen estando allí. Y, en diversos aspectos, agravadas.
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