Desde tiempos que no puedo precisar, en el país se usa la palabra “crisis” para describir el estado en el que se encuentra. Pero la noción de “crisis” refiere a una situación delimitada en el tiempo –esto es, que tiene un principio y un final– en una trayectoria, personal, grupal o nacional.

Si se está en una crisis, habrá un momento en el que se saldrá de ella. Pero no se vive en crisis. Si se padece un estado, no una situación, en la que las cosas no están mal sino que son malas, la palabra crisis no es la adecuada para describirlo. Habrá que echar mano a otras nociones, no a la de crisis.

Quizá llamar “crisis” al estado del Perú esconde la esperanza en que, en algún momento futuro e incierto, se saldrá de él. Quizá preferimos hablar de crisis porque no queremos enfrentar el hecho de que en el país las cosas son como las evidencias nos muestran y que, además, parece no solo remoto sino extraordinariamente difícil lograr que cambien sustancialmente.

En efecto, las evidencias son abrumadoras. Cada quien puede reconstruirlas en el tiempo, según la edad que tenga y la capacidad con la que cuente para aceptar la realidad.

Si vamos al terreno de la política –que es donde se ha optado por ver la “crisis” con mayor insistencia–, mi memoria empieza con el periodo de Manuel Prado, a quien se adjudicó el principio aquel de “hay dos tipos de problemas: los que se resuelven solos y los que no se puede resolver”. Con ese gobierno que no miraba a problema alguno en el país se llegó a las elecciones de 1962, en las que compitieron Víctor Raúl Haya de la Torre, Fernando Belaunde y Manuel Odría. Los resultados los situaron en ese orden pero Haya no alcanzó el porcentaje establecido en la Constitución para alcanzar la presidencia. El Congreso debía elegir y, cuando se conoció que un domesticado Haya había pactado con el viejo general Odría, para dar a este la presidencia con votos apristas, se produjo un golpe militar que adujo haberse realizado un fraude que nunca se demostró. (¿Algún parecido con los llamados a los cuarteles que se oyeron en 2021?).

Los militares habían sacado al país de una “crisis” generada por los partidos políticos que optaron por una salida conservadora para evitar la alternativa renovadora que proponía Belaunde. A este lo benefició el resultado electoral del año siguiente, que contó con una nueva camada de jóvenes votantes. A poco andar, el reformismo belaundista se disolvió y, en medio de un creciente descontento, se llegó a la siguiente “crisis”, precipitada por un acuerdo con la petrolera estadounidense Standard Oil, que múltiples actores consideraron lesivo para los intereses nacionales.

En octubre de 1968 se produjo un golpe militar que, a diferencia del producido seis años antes, no incluía en su programa la convocatoria a elecciones sino que pretendía cambiar el país de pies a cabeza. La frustración del intento ocasionó, siete años después, otra “crisis” –manifestada en los desmanes populares de febrero de 1975, con ocasión de una huelga policial– que desembocó en un golpe interno y dio lugar al gobierno de Morales Bermúdez. Asediado por reclamos y protestas populares, que fueron reprimidas con dureza, hacia fines de la década de los años setenta, Morales buscó salir de su “crisis” siguiendo el consejo de los partidos tradicionales y convocó a elecciones que ganó Belaunde.

Su segundo gobierno inauguró medio siglo sin golpes militares en los que hemos comprobado que la democracia no nos libra de las “crisis”. El nuevo periodo de FBT fue tan insatisfactorio como el primero y demostró la verdadera estatura de quien hoy es presentado como un adalid de la democracia, un estadista sin igual. Acaso su incomprensión más grave fue no entender la naturaleza del adversario que irrumpió el mismo día de las elecciones de 1980: Sendero Luminoso. En el vacío político del gobierno, la subversión se extendió, fertilizada por sangrientas acciones represivas a cargo de las fuerzas armadas. En plena “crisis” se realizaron las elecciones de 1985, que llevaron a Alan García al Palacio de gobierno. Luego de dos años en los que el país pareció recobrarse, a costa del gasto público, un proceso inflacionario sin precedentes azotó a la población, mientras el avance subversivo colocaba al país en una nueva “crisis”.

Los treinta últimos años siguen el mismo patrón: situación difícil, generación de expectativas por un candidato prometedor y caída en picada que coloca al país “al borde del precipicio” o “al filo del abismo”, según gustan decir los comentaristas políticos. No se repara, sin embargo, en que las situaciones difíciles son crónicas, las expectativas son cada vez más bajas y las caídas más graves.

Así es como hemos llegado a un punto, acaso sin precedentes, en el que, como ha apuntado Efraín Gonzales, tenemos “un presidente que confunde Croacia con Ucrania, un premier estrafalario que cita a Hitler como un ejemplo a seguir, y un congreso atomizado y dominado por diversos intereses particulares”. Pero a este escalón del declive se ha llegado luego de un largo recorrido, marcado por “crisis” que se han incorporado al paisaje nacional. Los rostros de los personajes cambian –y se llaman Fujimori, Toledo, García, Humala, PPK o Vizcarra– pero el drama que representan es el mismo. O, mejor dicho, cada vez es peor, hasta llegar a Castillo.

Es peor porque, entre tanto, aquello a lo que indebidamente llamamos crisis se manifiesta, de manera no esporádica sino estabilizada, en otros terrenos. El de un Estado que ofrece servicios públicos –en educación, salud, seguridad y justicia– de cobertura insuficiente y calidad decreciente. El de una economía incapaz de ofrecer empleo bajo amparo legal a la mayoría de quienes trabajan. El de una sociedad que nunca ha vivido en el respeto a las normas y cuyas relaciones están crecientemente capturadas por prácticas corruptas que se han normalizado y aceptamos como irremediables.

No estamos ante una sociedad enferma, como algunos sugieren. Más bien, se trata de una sociedad mal gestada, en cuyo origen han confluido el aporte de un orden autoritario a medio construir, que conocemos como el imperio incaico, y la contribución proveniente de un orden social ranciamente conservador que vino de España y se impuso sobre el primero. Aunque se ha preferido examinar las diferencias entre uno y otro, está pendiente de análisis la forma en la que ambos se avinieron para construir la sociedad que tenemos.

Esta no es una sociedad sujeta a crisis periódicas cuyas manifestaciones nos preocupan o, como ahora, nos atemorizan. Es una sociedad cuyos rasgos más profundos llevan, en determinados momentos, a convulsiones que manifiestan un engendramiento problemático. No confundamos las periódicas fiebres con el mal congénito que padecemos. En lugar de seguir repitiendo que el Perú es grande y simplezas parecidas, encaremos el mal que albergamos y preguntémonos si es posible vencerlo.