Bastó que el presidente Castillo amagara con un “Nos vamos todos” para que la “dura” oposición congresal retrocediera, aterrada por la posibilidad de un acortamiento inmediato del disfrute de sus cargos. Una farsa similar, protagonizada por Bruno Pacheco días antes, había demostrado su eficacia para conseguir, tras la amenaza de hablar, que se le compensara satisfactoriamente por su silencio en cualquier investigación. El presidente recurrió al siempre útil Aníbal Torres para montar una jugada que pacificó a quienes venían exigiendo la vacancia del cargo. Domesticado incluso el antes altivo Jorge Montoya, la censura al ministro del “agua arracimada” quedó desactivada y la moción de vacancia presidencial se habrá olvidado antes de finalizar marzo.
El país ha quedado en una “tregua”, aparentemente muy civilizada, un empate basado en que la muerte de un adversario puede significar también la del otro. El resultado es que nadie muere y todos siguen sentados en sus sillas hasta completar los cinco años. Así lo creen o, cuando menos, a eso apuestan los penosos protagonistas de un espectáculo cada vez menos atractivo.
Mientras tanto, el país sigue un curso degenerativo que, debe reconocerse, no empezó el 28 de julio sino mucho antes, pero que con este gobierno ha tomado velocidad. La velocidad y voracidad con las que grupos mafiosos se reparten puestos y se adjudican licitaciones, al lado de la incapacidad que demuestran la mayor parte de las altas autoridades.
La débil institucionalidad que encontró este gobierno está siendo corroída por formas de corrupción que se acompañan del descaro. La renuncia a la reforma del transporte o la demolición de la SUNEDU son muestras de desfachatez en la apropiación de los asuntos públicos por intereses de grupo, dispuestos a lo que sea necesario para incrementar ganancias.
La sentencia del Tribunal Constitucional que reinstaura el ilegal indulto a Alberto Fujimori demuestra que en el otro lado del espectro político las cosas no se hacen mejor. La medida favorable al reo, que en 2017 dictó irregularmente el gobierno de PPK, saltando el trámite legalmente establecido, fue anulada el año siguiente por la Corte Suprema, en acatamiento a los criterios establecidos para el caso por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Nada de esto ha importado a los mandatarios del fujimorismo en el Tribunal, que han dictado una sentencia –cuyos términos no se conocen y de cuya existencia material incluso se duda al escribir este comentario– que tiene un sentido no jurídico sino político. Con ella, el Tribunal venido a tan poco continúa la línea que lo llevó recientemente a enterrar el caso de la matanza de El Frontón y quitar eficacia a la consulta previa; en ambos casos la decisión contó con los mismos tres votos.
Si el reo no huyera del país cuando sea puesto en libertad, tendrá que volver a prisión tan pronto la Corte Interamericana, en seguimiento del caso, recuerde al Estado peruano sus obligaciones internacionales y, por consiguiente, el Poder Judicial disponga su encarcelamiento. Pero, por de pronto, la decisión del Tribunal Constitucional ha tenido como paradójico efecto proporcionar un alivio al gobierno de Pedro Castillo que, repentinamente revestido como guardián de la legalidad, celebra cómo se ha abierto en la agenda pública un frente de discusión distinto al de su ineptitud y corrupción. Con lo que tal vez pueda volver a atraer cierto respaldo del antifujimorismo que, después de apoyar su elección en la segunda vuelta, ha conocido el desengaño.
“La calle” –expresión que alude a la movilización social gestada de manera relativamente espontánea en las redes sociales– acaba de activarse en alguna medida en torno al caso Fujimori pero, respecto al gobierno de Castillo ha permanecido casi en calma. Paralelamente las encuestas indican que el gobierno de Castillo mantiene un llamativo apoyo de parte de un tercio de los encuestados. Tanto este respaldo como la relativa inmovilización ciudadana probablemente sean alimentadas por la percepción de una patente falta de alternativas: si hubiera elecciones generales en un plazo breve, ¿acaso los posibles elegidos serían mejores que los que se hicieron cargo el año pasado? Luego del fracaso de los últimos congresos y del colapso de los gobiernos recientes, la respuesta puede resultar desmovilizadora.
¿Hay un factor que puede afectar esa pasividad ciudadana mientras el país decae? Hay uno que tiene origen fuera: los efectos de la guerra en Europa, que ya se sienten en los precios de combustibles, pan y pollo, y pronto pasarán también a manifestarse en diversas escaseces.
El malestar social, que con razón o sin ella responsabilizará entonces al gobierno de Castillo, puede producir resultados no previstos. Si no fuere así, el clima de desesperanza que hoy se constata en el país –ante la frustración originada por otro gobierno más que se aleja de lo esperado al ser elegido– puede convertirse en la resignación del todos-son-iguales y esto-no-tiene-remedio. Es esa una tendencia proveniente de la sensación de impotencia, que es conocida en el país y que nos ha hecho soportar muchos y enormes males para los cuales en su momento tampoco atinamos a encontrar solución.