No conozco al juez Raúl Jesús Vega y, para la reflexión que propongo, tampoco el sujeto importa mucho. Sí conozco a Enrique Ghersi y son públicas sus tomas de posición de un liberalismo radical en el que los derechos fundamentales tienen un lugar principal, pero tampoco la figura del abogado interviniente debe ser el centro de atención. Lo que interesa es aquello que el caso nos dice acerca de la justicia que tenemos o, más bien, padecemos.

Ante este tipo de resoluciones judiciales me he preguntado muchas veces qué las explica, si la ignorancia o la corrupción. Cuando se examina el producto que los jueces elaboran en los casos que les son sometidos, es relativamente usual toparse con decisiones que, además de no estar ajustadas a derecho, ni siquiera pasan el filtro de un buen sentido común.

De lo que se conoce de este caso –por versiones periodísticas, puesto que el texto de la sentencia no está disponible en el momento de escribir esta nota–, el juez sostiene que en el libro de Christopher Acosta hay ciertas afirmaciones difamatorias sobre el denunciante César Acuña. Ocurre que, también según se conoce, tales afirmaciones provienen de fuentes públicas correspondientes a medios de comunicación (que en su momento no fueron denunciados por Acuña) y a testimonios rendidos ante una comisión parlamentaria de investigación. Al no conocerse el proceso en detalle, se ignora si el juez procuró verificar que las afirmaciones corresponden a fuentes públicas y no al autor del libro. Pero se ha condenado a Acosta. ¿Qué explicación habría entonces?

El libro de Acosta recoge un par de testimonios –provenientes de ex parejas de César Acuña– que pueden ser útiles para responder la pregunta. El primero es de Rosa Núñez, quien estuvo casada con Acuña y litigó con él en torno a los términos de la separación de bienes. En medio del fragor de la contienda, explicó en declaraciones a un diario que su ex marido: “Mueve todo lo que quiere porque paga por lo bajo. Les paga a los jueces y fiscales”. El segundo es de Jenny Gutiérrez, quien autorizó al periodista a relatar la manera en la que logró quedarse con la casa que Acuña adquirió para ella. Según ese relato, hubo plata como cancha y Gutiérrez concluye: “Solo así pude conocer cómo funciona el bendito Poder Judicial”. Es la institución en la que, de acuerdo a lo que pone en relieve Acosta, César Acuña nunca ha perdido un juicio.

Sin abogados, no hay “justicia”

En el mundo han sido publicados decenas de libros que contienen anécdotas y chistes sobre lo que hacen los abogados. A mí me convence una imagen simplificadora y algo grosera pero muy expresiva: en su trabajo, el abogado litigante se hermana con la prostituta, esto es, a cambio de un pago hace lo que el cliente pida. Y esto puede consistir, y a menudo consiste, en afirmar aquello que el letrado sabe que es falso pero resulta útil a su cliente, sea este un asesino, un secuestrador, un violador o, simplemente, alguien que incumple una obligación –con extraordinaria frecuencia, la de abonar una pensión alimenticia para sus hijos–.

En realidad, el abogado, contrariamente a lo que se dice en acartonados discursos de ocasión, generalmente no es un auxiliar de la justicia. A menudo es un obstáculo, que traba el esclarecimiento de los hechos y oscurece la interpretación de la ley. Todo ello se hace sin escrúpulos, según lo requiera el beneficio de quien le paga, precisamente, para que desarrolle esa tarea. Un problema de fondo es que, cuando hablamos o escribimos sobre la justicia, no nos hacemos cargo de este estorbo en el sistema, que es un abogado dispuesto a hacer cualquier cosa a favor de quien alquila sus servicios. Y su disposición es mayor cuanto más altos sean sus honorarios.

En el caso Acuña –como ocurre ahora en los casos que se han revelado acerca del presidente Castillo–, el abogado se ha erigido en portavoz de su cliente, para alegar verdades o mentiras –ya lo veremos– que puedan favorecer a su cliente. ¿La explicación? En la justicia hay plata como cancha.

La justicia realmente existente

Esos jueces y esos abogados tiñen el funcionamiento de la justicia. La hacen merecedora de la desconfianza ciudadana, que es cada vez más grande. Y, bajo presión e influencia de intereses políticos y económicos, la alejan de las tareas que le han sido asignadas en democracia: resolver con imparcialidad los conflictos y controlar la legalidad de los actos de gobierno. Tal descarrilamiento ocurre porque en la justicia hay plata como cancha.

¿Significa eso que todos los jueces están a disposición de la plata que circula como cancha en los tribunales? De ninguna manera. Hay jueces honestos que procuran resolver rectamente, hasta donde les es posible en medio de los enredos y embustes abogadiles, y pese a las presiones que reciban. ¿Todos los abogados litigantes son unos sinvergüenzas que a cambio de una paga sabotean diariamente la posibilidad de que en verdad se haga justicia? Tampoco. Hay cierto número de abogados que se niegan a asumir la defensa de lo éticamente indefendible y que, al desempeñarse, lo hacen en el marco de la verdad. Lo que ocurre es que, en medio del creciente deterioro moral de la sociedad peruana, los jueces dignos de confianza por su rectitud y los abogados que solo defienden aquellas causas que entienden justas son cada vez menos.

Lo probable es que, visto el caso en apelación, la decisión del caso Acuña sea revocada. Lo que no importará a quien ya ha cobrado su parte. Por lo demás, si la decisión quedase sin efecto no sabremos si ese desenlace se deberá a que la honestidad de los jueces revisores los llevó a esa conclusión o a la dimensión escandalosa que ha alcanzado la condena de Acosta, que ha generado un rechazo generalizado –y no solo el de las gentes de prensa a quienes se busca amedrentar– y que también viene de fuera del país. Sería difícil saber cuál pudiera ser la terminación judicial del caso, de no haber esa ola de protestas justamente indignadas.

El caso Acuña debe hacernos notar que miles de otros casos son resueltos a diario en un terreno anegado por la plata como cancha; esto es, un terreno en el que quien juega limpiamente tiene menos posibilidades que aquel para el que todo vale. Este es el drama de quien tiene que ir a la justicia para reclamar un derecho y no puede pagar un abogado de aquellos ni, menos aún, puede lograr que su caso se ventile en los medios. Es decir, la mayoría de los peruanos.


Foto: Cejil