El gobierno militar clausuró el derecho a votar durante doce años, que deben restarse a los 56 de mayoría de edad que llevo y, como antes de 1968 no contaba con edad de ciudadanía, en rigor, tengo cuatro décadas como elector. También es cierto que mis cambios de país de residencia me han impedido acudir a las urnas una y otra vez, debido a no haber estado inscrito a tiempo en el consulado respectivo. En suma, a mis 77 años no he votado muchas veces. Pero lo grave es que, en las oportunidades en las que sí he podido ejercer mi derecho a elegir, me equivoqué con frecuencia.

La última vez fue el año pasado, cuando erré al marcar el lápiz. Pero ni es la primera ni es la más grave. Acúsome, padre, de haber votado ¡por Alan García! en 1985, cuando la mayoría de peruanos le entregamos el cargo para perpetrar su primer gobierno. Se suponía que, a los 41 años, era ya un ciudadano suficientemente enterado como para escribir y publicar comentarios que analizaban la escena política. No tengo excusa: escuché a ese ilusionista de la política decir aquello que yo y muchos otros queríamos oír, y quedé atrapado en la enorme red de incautos. Poco tiempo después me di cuenta del error, pero ya era tarde.

Antes de eso, me había estrenado como elector en las presidenciales de 1980, cuando voté por uno de la media docena de candidatos de la izquierda, Carlos Malpica, quien consiguió algo menos de cien mil votos, apenas 2.4% de los votos válidos. El mío fue un voto perdido y al percatarme lamenté no haberme sumado, más bien, a ese 22.2% de votos en blanco y nulos, bastante más perceptivo de la pobreza de la oferta electoral que ya entonces padecíamos.

Igualmente intrascendente fue mi segunda vez, en 1983, cuando mi opción insensata se inclinó por Alfredo Barnechea –¡ay!– para la alcaldía de Lima. Tampoco tengo excusa para ese caso y retrospectivamente me explico el desatino por la desilusión respecto a la izquierda que me abordó a partir de 1980, cuando la ruptura del frente ARI me convenció de que a los líderes contestatarios les importaba más su propia ambición que cualquier propuesta revolucionaria. Afortunadamente, la alcaldía fue ganada por Alfonso Barrantes, de modo que la derrota de Barnechea me ahorró lo que hubiera sido un doloroso arrepentimiento.

En algunas ocasiones me he acogido a mi condición de residente en el exterior, que me exonera de la obligación de votar. Antes de que se me eximiera legalmente de ese trance –que como deber ciudadano es absolutamente injustificable–, me refugié de vez en cuando en el voto en blanco. Elegante y aséptico pero, en definitiva, impotente porque no produce efecto alguno.

Varias otras veces –en ambas vueltas de las elecciones de 1990 y en 2001– no pude votar debido a no haberme inscrito oportunamente en el consulado peruano del país de residencia. Creo que, en definitiva, no poder votar entonces me quitó un peso de encima: la responsabilidad de escoger entre candidatos a quienes no les imaginaba un desempeño mínimamente decoroso de la función presidencial.

Fue esa razón la que me aconsejó la abstención en la primera vuelta de 2021 y los resultados de ese abril sugieren que, de haber podido hacerlo sin tener que pagar luego una multa, una buena parte de mis compatriotas hubieran hecho lo mismo. Hubo 18 candidatos y ninguno en condiciones para asumir la jefatura del Estado.

En junio de 2021 caí en el juego del mal menor, que el mecanismo de segunda vuelta propicia. La hija del dictador era el mal mayor, según mi criterio, y el maestro rural –de condición modesta, tanto material como intelectualmente– me pareció representar a los peruanos humildes, postergados y despreciados que nunca antes llegaron a presidir el país.

La excusa que tengo es auténtica pero no me libra de responsabilidad. No imaginé lo que este personaje podía llegar a ser: no solo un timonel inepto sino, además, indiciariamente vinculado a negocios sucios. Que pueden importar cifras menores a las de García, Toledo, PPK o Humala, pero que al fin y al cabo son igualmente sucios.

Ni siquiera pensé que a Castillo le era aplicable mi propio razonamiento acerca del proceso de descomposición que vive el país desde hace décadas y que ha llevado a abrazar la corrupción a gentes de cualquier extracción social y de todo coeficiente intelectual. Quizá no quise verlo venir, nublado por la repugnancia que me producen el fujimorismo y sus acólitos, con su estela de crímenes.

A los 77 años no pretendo que se me absuelva de mis pecados electorales, ni aspiro a buscar consuelo. Pero me inquieta esta pregunta: si yo pude equivocarme tan garrafalmente varias veces, ¿qué podemos esperar de ciudadanos menos formados y menos enterados, a quienes los medios de comunicación, de una parte, y las campañas marketeras de otra, les “venden” candidaturas al tiempo que satanizan a los adversarios? ¿Cómo escoger entonces entre aquellos que Alberto Vergara ha caracterizado bien como enanos de nuestra escena política?

Rechazo la tesis vargallosiana de que nuestros electores “votan mal” porque es la premisa necesaria de un razonamiento cuya conclusión es la defensa de la dictadura: si no saben votar, es mejor que no voten. Pero la posibilidad de error del elector, admitámoslo, no solo es enorme sino inevitable. La (in)decisión sobre el voto está influenciada por razones emocionales o superficiales que, por ejemplo, hace que muchos decidan su voto en la cola de votación, según han revelado las encuestas.

Pero incluso quienes “pensamos nuestro voto”, con frecuencia hacemos cálculos desafortunados a la hora de escoger entre un menú indigesto. Reconozcamos el problema ahora, cuando hemos puesto a cargo del país a un personaje a quien no debimos confiar esa responsabilidad. Tenemos un atenuante: no había alternativa, salvo refugiarnos en la abstención o el voto en blanco, con los cuales no estaríamos arrepentidos pero no habríamos resuelto nada.

Desplazar a Castillo del cargo ahora no solucionaría el problema de fondo que vivimos como ciudadanos. De un lado, una mejor preparación del ciudadano elector podría rebajar ese “margen de error” que tantas veces el país ha pagado caro, pero esa propuesta resulta ilusoria en las condiciones del país. De otro, eliminar la obligatoriedad del voto desnudaría el rechazo, probablemente mayoritario, al elenco de fantoches que nos piden periódicamente el voto para hacer de las suyas en cuanto llegan el cargo, pero sincerar la extrema pobreza de la oferta política no la mejoraría.

En suma, desde la perplejidad que produce un problema para el que no se ve solución, este viejo elector –escaldado y frustrado por serlo– que, además, descree de las reformas legales mágicas, no atina a proponer nada para esta otra pandemia que padece nuestra democracia.