Ricardo Belmont fue el primer “outsider” elegido. Su elección como alcalde de Lima en 1989 anunció la declinación de los partidos políticos, que al año siguiente abriría paso a Alberto Fujimori a la presidencia. Fundador del movimiento Obras y habiendo ingresado a la escena política, Belmont ocupó un lugar en el Congreso al reemplazar a Alberto Andrade cuando este falleció en 2009. Hombre de múltiples facetas: deportista, empresario de radio y televisión, político en unas ocasiones y en otras no, ha sido escogido por Pedro Castillo como asesor, pero aparentemente sin nombrarlo: una suerte de asesor informal del despacho presidencial.

¿Méritos? Es un criollazo o, en su lenguaje, un gran pendejo. Probablemente es lo que Castillo admira en él porque cree que en eso reside una de sus carencias. El “hermanón” fue lo suficientemente pendejo como para dejar colgados a setenta mil crédulos compatriotas que contribuyeron al proyecto del “canal del pueblo” y embolsarse así tres palos verdes. La sabe hacer, qué duda cabe. Puede ser, pues, un asesor en pendejadas y probablemente cobre –también informalmente– su asesoría en esa moneda, que en el país es de libre circulación.

¿Político? Si fuera algo más inteligente podría ser el Bolsonaro peruano: machista y misógino, contrario a la homosexualidad, enemigo de los inmigrantes –su última campaña electoral fracasada se centró en la expulsión de los venezolanos–, combatiente de “la caviarada”, negacionista del Covid-19 y enemigo de las vacunas. Su afinidad parece mayor con Cerrón que con Castillo y, de hecho, en varias oportunidades se le ha visto en conversaciones con el dueño de Perú Libre.

Pero su relación con el hombre del sombrero no es nueva; en mayo declaró que el todavía candidato le había preguntado si quería ser primer ministro. Si Castillo ahora quiere tener cerca a Belmont para que le administre dosis de pendejada, equivoca su autodiagnóstico. Como acaba de demostrar Francisco Sagasti, lo que hace falta para desempeñar dignamente el cargo no es ser pendejo sino tener criterio. Eso es lo que le hace falta a Castillo, que exhibe un vacío que difícilmente un asesor podría suplir.

Designar a Mirtha Vásquez en la presidencia del Consejo de Ministros –duramente atacada por Belmont– y, pocos días después, escoger a Ricardo Belmont como asesor informal del despacho presidencial muestra que el presidente no tiene criterio. Castillo es un hombre llegado al cargo por el azar y no por sus capacidades. No tiene rumbo, vive el día y decide –cuando decide– según el último consejo recibido, antes de Cerrón y hoy del “hermanón” o sabe Dios de quién. Para usar palabras del nuevo asesor, pocos días antes de que se anunciara su asesoría, “Castillo no es nada”. El aludido, que lo sabe, ahora habrá descubierto que necesita asesoramiento para nombrar asesores. Pobre hombre.

Pero no nos engañemos, el principal problema no es Pedro Castillo. El verdadero drama nacional es haberlo elegido para evitar un mal aún mayor. Pobre país.