Sus seguidores pretendieron que, como el Cid Campeador, siguiera ganando batallas después de muerto. Al efecto, seguramente imaginaron que su cadáver pudiera ser embalsamado y exhibido públicamente, como el de Lenin en la Plaza Roja de Moscú. Un símbolo que perennizase aquello de “La rebelión se justifica” y que sería visitado no solo por seguidores y curiosos sino posiblemente también por turistas presas del morbo.

Al efecto, los abogados hicieron que Elena Iparraguirre –legalmente su cónyuge en virtud del matrimonio celebrado en la Base Naval del Callao en agosto de 2010– otorgara un poder para que Iris Yolanda Quiñones recibiera los restos del denominado “presidente Gonzalo”. Inicialmente se supo que el fiscal a cargo del caso –que había ordenado la necropsia– estaba “evaluando” la solicitud presentada que, de acuerdo a ley, se acogía al derecho de los familiares a recibir los restos. En realidad, el fiscal ganaba tiempo.

No es de extrañar que el asunto pronto adquiriese una dimensión extraordinaria, como si de un problema nacional se tratara. La sociedad peruana no ha digerido lo que significó la subversión que encabezara Guzmán. Indigestados por la resurrección del fantasma senderista, políticos y medios de comunicación empezaron la intensa campaña por la cremación de los restos. Estaban aterrados por aquello que, precisamente, buscaban los seguidores del difunto.

“Se necesita una ley”

La demora del fiscal en resolver la petición correspondía, más que a una dificultad legal para encararla, a un desafío político de cierta envergadura. Si entregaban los restos, el Ministerio Público sería acusado de cómplice del terrorismo; si no los entregaban, acaso mejoraría su discutida imagen pública. El camino a elegir era claro.

Quizá el fiscal Vladimir Farfán sintió que el asunto lo superaba y pidió ayuda a la superioridad. Salió entonces al frente la Fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos. Para justificar una opción implícita, empezó por alegar: “Hay un vacío normativo”, dijo. ¿Cuál era el vacío, si las leyes vigentes disponen, para este caso como para cualquier otro, que una vez realizados los análisis y las pruebas que la fiscalía disponga, el cadáver se entregue a los familiares?

El “vacío” era la excusa. El siguiente paso dado por Ávalos fue declarar que el fiscal adoptaría una decisión teniendo en cuenta “el impacto social” de la misma. Nuestros magistrados, que usualmente se atienen a la letra de la ley para no arriesgarse, deben haber dado un respingo. La Fiscal sentaba una doctrina innovadora: el fiscal del caso no debía sujetarse a las normas vigentes sino considerar cómo sería recibida su decisión. Esto es, la opinión pública, no la ley, como fuente de derecho. Y, claro está, la decisión sería bien recibida por la gritería de los medios y las redes solo si conducía a la cremación.

Al parecer, alguien –quizá el propio magistrado del caso– advirtió de los riesgos que tenía el camino que se pretendía abrir para que el fiscal tomara una decisión ilegal. La solución obvia estaba en cambiar la ley para vestir de legalidad la cremación. El 13 de agosto, mientras el cadáver en la morgue seguía esperando destino, en el Ministerio Público se improvisó una adición a la Ley General de Salud en cuya virtud “el juez o el fiscal, según sea el caso, en decisión especialmente fundamentada, podrá disponer del destino final de los cadáveres cuyo traslado, funerales o inhumación pudiera poner en grave riesgo la seguridad o el orden público”. No se puede pedir mayor margen de arbitrio a disposición de los magistrados que, a partir de este texto, podrían disponer de cualquier cadáver cuando su manejo “pudiera” alterar la seguridad o el orden público.

No obstante, esta solución parecía satisfacer a todos los representantes de nuestras instituciones. Walter Gutiérrez, defensor del Pueblo, que ya había reprochado al Ejecutivo por no haber dictado un decreto que autorizara a proceder con la cremación, pidió que el proyecto de la Fiscal de la Nación fuera dispensado del trámite de comisiones en el Congreso, de modo que pudiera ser aplicado inmediatamente al caso de Guzmán.

En el Ejecutivo había tomado posición el ministro de Justicia, Aníbal Torres. Antes de la presentación del proyecto de ley de la Fiscalía, adelantó su opinión que un diario sintetizó: “Cadáver de Abimael Guzmán debe ser incinerado y esparcir sus cenizas en el mar”. Y, al efecto, puso como ejemplo a seguir lo que hizo Estados Unidos con Osama Bin Laden. Con el ministro coincidieron diversas personas consultadas por la prensa. Avelino Guillén –señalado por el fujimorismo como cómplice de los terroristas– explicó: “lo que se quiere es evitar el mínimo resquicio que pueda dar lugar a un tema de culto a este sanguinario líder terrorista”. En consonancia, el Procurador General presentó una acción de amparo para que el cadáver no fuera entregado a los familiares e instó a que la cremación se realice “de forma reservada en un cinerario público común, en resguardo del orden constitucional”. La vicepresidenta Dina Boluarte también se pronunció “a favor de incinerar los restos del cabecilla para resguardar la seguridad y la paz social”.

Como era previsible, en el Congreso, cuyas bancadas –con la sola excepción de Perú Libre– se habían pronunciado públicamente a favor de que fuera el Estado quien pudiera disponer del cadáver, no se encontró dificultades en esta “solución legal” al problema. Pero una congresista de Alianza para el Progreso (APP), Gladys Echaíz, presentó otro proyecto, restringido a quienes mueran en prisión habiendo sido condenados por traición a la patria o terrorismo; sobre esa base, el Congreso aprobó la ley 31352. Esta dispone, en contra del principio general del derecho según el cual no puede legislarse en razón de las personas, que el “cadáver de un interno que venía cumpliendo condena con sentencia firme por los delitos de traición a la patria o de terrorismo, en su condición de líder, cabecilla o integrante de la cúpula de organizaciones terroristas, cuya entrega, traslado, sepelio o inhumación ponga en riesgo la seguridad nacional o el orden interno, el fiscal competente, en decisión motivada e inimpugnable, dispone su cremación, previa necropsia”. Una ley con nombre propio.

Perú Libre, partido de gobierno, se mostró contrario a la disposición adoptada. Guillermo Bermejo se preguntó por la utilidad de la medida: “¿La ausencia de un cuerpo evita la peregrinación de gente fanática para exaltar a estos personajes en la historia? En extremos buenos o malos la ausencia de un cadáver, el cuerpo de un cadáver de un lugar fijo, no evita la exaltación de personas”. De manera concordante, la bancada votó en contra del proyecto.

Durante todo este proceso, Pedro Castillo recurrió, como es usual, a guardar silencio. No obstante, debe haber visto con buenos ojos que la “solución” a la papa caliente la dieran otros: un proyecto de la Fiscalía de la Nación y una ley del Congreso a propuesta de APP, partido que no es el de gobierno. Asunto resuelto con la mínima intervención del presidente, quien se limitó a promulgar la ley el 17 de septiembre, apenas la recibió del Congreso.

¿Se ganó la guerra contra la subversión?

El forcejeo en torno al cadáver ha tenido un carácter inocultablemente político. Y todos los intervinientes han actuado políticamente: unos para convertir a Guzmán en un mártir y los otros en un forajido cuyos restos, según llegó a decir alguien, ni siquiera debían ir al relleno sanitario. En este lado del enfrentamiento, el grupo El Comercio aportó el título de “genocida” al difunto, usando el término como un aumentativo de homicida. Además de los medios de comunicación, representantes de casi todas las bancadas del Congreso hicieron suya la denominación. Poco importa que el diccionario de la RAE reserve esa calificación para quien comete genocidio, es decir, aquel que lleva a cabo un “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Por más atroces que hayan sido los crímenes que inspiró u ordenó Guzmán, genocida no fue.

Pero qué importan conceptos o precisiones cuando de lo que se trata es de combatir al enemigo, puesto que para algunos el país aún está en guerra. Ahora, contra un fantasma y sus seguidores. Y en una guerra todo vale. Pero lo llamativo es que 29 años después de la detención del líder –y de que la subversión senderista empezara su proceso de extinción– quienes “ganaron” el conflicto armado interno no se sientan seguros de haberlo ganado. Es significativo que, en medio del debate, el general (r) Roberto Chiabra haya manifestado el temor a que enterrar a Guzmán dé lugar a que se le venere. El verbo es suyo.

El temor ha alimentado el “terruqueo”, extendiéndolo a todos aquellos que se atrevieran a poner en duda la necesidad de proceder de inmediato a la cremación de un cadáver. De allí el rechazo al primer “tuit” sensato de Vladimir Cerrón que se le ha conocido, en el que instaba a “reflexionar” sobre “si las causales del terrorismo subversivo y de estado, han desaparecido, menguado o se mantienen”, y advertía que “Mientras existan grupos humanos privilegiados y otros explotados, la violencia encontrará tierra fértil”. Más que suficiente para que los “terruqueadores” lo consideren cómplice de la subversión.

Sendero Luminoso y el MRTA fueron derrotados, pero subsiste el temor que ocasionaron. El cadáver de Guzmán ha sido una ocasión excepcional para exhibir ese temor. Que renuncia a cualquier consideración sobre lo que pasó en el país en las dos últimas décadas del siglo XX. Es preferible pensar que fue una pesadilla protagonizada por algunos miles de desquiciados y, ahora, parece llegado el momento de cargar de descalificaciones a Guzmán. Hay que extinguirlo más allá de su muerte y, tal vez, de esa manera algunos recuperen el sueño. O no.