En el último siglo el pensamiento de derecha en el Perú no ha producido un proyecto para el país. Es verdad que en ese lado del espectro están hombres como José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaunde, cuya estatura no es comparable con la de quienes hoy intentan producir razonamientos conservadores. Pero, aun tomando en cuenta a aquellas figuras, el resultado es que los pocos pensadores de derecha que el país ha conocido en estos cien años no lograron dotar a este sector de una conciencia que superara los intereses inmediatos de quienes dominaron el país política y económicamente.

Antes que bruta, nuestra derecha es notoriamente ignorante y desapegada del país, si se la compara con sus pares sudamericanos. La nuestra es una dirigencia no cultivada, que no lee y, en consecuencia, no ha aprovechado el gran caudal de producción intelectual producido en el país durante las últimas décadas. Creen equivalente su patrimonio a su conocimiento y desprecian el saber al que nunca han echado mano para mandar.

Pero la escasez intelectual del conservadurismo peruano no es reciente. Desde esas trincheras –en las que durante décadas se miró a París y luego a Miami– nunca en estos cien años se intentó perfilar un país en el que todos estuvieran, siquiera retóricamente, incluidos. Fueron gentes que enviaban a sus mujeres a parir en Estados Unidos para que sus cachorros tuvieran el ansiado pasaporte azul.

El recurso a la fuerza, una y otra vez

La reacción de la derecha frente a las amenazas que se levantaron contra el orden del que era beneficiaria ha sido siempre la misma: el uso de la fuerza. Frente al APRA de los años treinta encontraron al comandante Sánchez Cerro para controlar a punta de represión el descontento popular sobre el cual se había encaramado Haya de la Torre. Y cuando en 1945 ese mismo malestar, crecientemente acumulado, buscó valerse de los canales democráticos, recurrieron a Odría, otro militar –cuyas limitaciones personales eran notorias– para salir del apuro.

Pero, para sorpresa general, las fuerzas armadas atinaron a ver los problemas del país en el que se habían visto en la obligación de enfrentar sangrientamente a las intentonas guerrilleras de los años sesenta. De esa toma de conciencia –que fue militar y se apoyó en algunos grupos civiles minoritarios que habían sido considerados también como amenazantes por los “señores”– surgió el proyecto velasquista que se desarrolló entre 1968 y 1975. ¿Cuál fue la reacción de la derecha? No entendió la propuesta –que buscaba fortalecer una burguesía nacional mediante una alianza con obreros y campesinos beneficiarios de las reformas– y la combatió como una variante del comunismo. Una vez más, un militar que traicionó a Velasco –y a quien en su decrepitud le hacen firmar algunos comunicados “patrióticos”– devolvió a la derecha el país de sus abuelos.

Sendero Luminoso fue la penúltima oportunidad para que los dominantes del país entendieran en qué país reinaban y a qué urgencias debían atender si buscaban continuar reinando en él. La desaprovecharon una vez más: confiaron nuevamente a los militares la tarea de extirpar la subversión y creyeron que, con muertos y presos, el asunto estaba superado.

La década de 1990 permite ver mejor la miopía conservadora, no solo por su incapacidad para “leer” en la subversión senderista los problemas del país. Después del aturdimiento que produjo en los sectores conservadores el primer gobierno de Alan García, surgió –¡por fin!– un proyecto modernizador y liberal encabezado por Mario Vargas Llosa. La derecha política y económica apostó a él solo porque leyó lo único que le interesaba: la libertad de mercado. Si MVLl hubiese ganado las elecciones de ese año es probable que los enfrentamientos con la estrechez de miras de sus patrocinadores hubiesen complicado su gobierno.

Pero la mayoría del electorado supo ver a esos patrocinadores entre bambalinas y apostó por Fujimori que, en cuanto ganó la segunda vuelta, pudo contar con el oportunismo sin principios de la derecha que vio en él la garantía de su propia continuidad, aunque se recurriera a cerrar el Congreso y, luego, al fraude electoral. Las instituciones democráticas tenían a “los señores” sin cuidado. En El pez en el agua Vargas Llosa ha narrado con amarga sinceridad su decepción ante el pronto desplome de lo que él había visto ingenuamente como la formación de una corriente liberal en el país.

No es neoliberalismo sino neoconservadurismo

Debido a que durante doscientos años el Perú ha tenido en la cúspide del poder a esa derecha que, concentrada en la atención a sus ganancias, no ha mirado al país es que el pensamiento liberal no ha encontrado espacios para desarrollarse. La derecha peruana no acepta que todos somos iguales, eje central del pensamiento liberal. El fracaso del Partido Morado es la última prueba de ese sino.

Decir que esa derecha es neoliberal es un mal uso de los conceptos. Sus actores se han camuflado como neoliberales porque así pretenden vestir de modernidad sus viejos intereses. Acaso solo los abuelos sueñen todavía con sus reuniones en el Club Nacional, pero sus hijos y nietos piensan igual que ellos. Y, también como ellos, se creen dueños del país porque ellos son quienes gozan de servicios de educación y salud a los que no pueden acceder quienes, simplemente, son peruanos y no pueden pagarse un viaje al exterior para vacunarse antes que los demás.

A ese neoconservadurismo le resulta intolerable no controlar todos los resortes del poder, imponer ministros, disponer que sus abogados redacten leyes y decretos según su conveniencia y distribuirse las licitaciones públicas. Esa es la primera razón para rechazar al gobierno de Castillo, y no su tan cantado temor al comunismo.

Porque son ignorantes o brutos, según el decir de Juan Carlos Tafur –o ambas cosas–, los actores conservadores del país carecen de argumentos. Quizá su escasez de ideas explique el encono que albergan contra aquellos a quienes llaman “caviares”: les envidian su capacidad para pensar. De allí que ofrezcan un espectáculo lamentable de contradicciones y sinsentidos cuando intentar defender sus posiciones. Lo vemos cada vez que almirantes y generales en retiro –creyendo vivir en un país que ya no existe– se reúnen con políticos fracasados para emitir pronunciamientos que, sin vergüenza alguna, reclaman una intervención militar para revertir su derrota electoral. Y echan mano a escribas que dicen las mentiras que haga falta en defensa de los intereses que les pagan. Son personajes que se merecen tener como adversario a un Cerrón, tan estrecho de miras como ellos.

El balance no debería alegrar a nadie. Si el país hubiera tenido un pensamiento conservador inteligente, con visión de país –como la que tuvo Manuel Pardo en el siglo XIX y desembocó en el fracaso–, otro hubiera sido el curso de nuestra historia. Como nos ha tocado en desgracia esta derecha más que bruta y achorada, estamos condenados a discutir –no sabemos por cuánto tiempo más– si en el Congreso se puede o no hablar en quechua.