A fines de la década de 1960 y comienzos de la siguiente surgieron en el país una diversidad de grupos de izquierda, en el ambiente revolucionado por el proceso de cambio que los militares llevaron a cabo bajo el liderazgo de Juan Velasco Alvarado. En los primeros años –cuando “revolución” era una palabra refulgente en el vocabulario oficial– la “nueva izquierda” creció al compás de las expectativas sociales generadas y, en definitiva, no satisfechas. El giro a la derecha dado por Morales Bermúdez en 1975 nutrió la simpatía por las agrupaciones contestatarias.

Como resultado, los partidos de izquierda, sumados, en 1978 obtuvieron en las elecciones de la Asamblea Constituyente una cuarta parte de los votos. Siete años después ese mismo porcentaje del electorado fue el que se reunió en torno a la candidatura presidencial de Alfonso Barrantes. A partir de allí las izquierdas se desgastaron, revolviéndose en su incapacidad para superar el divisionismo. Los electores buscaron entonces otras opciones, como la de Alberto Fujimori en 1990 –a quien las izquierdas apoyaron en la segunda vuelta frente a Mario Vargas Llosa–.

Los restos del naufragio fueron reunidos en las elecciones de 2021 en torno a la figura de Verónika Mendoza, que en abril obtuvo apenas 6,39% de los votos emitidos, mientras la lista parlamentaria ganaba apenas cinco escaños en un Congreso de 130 miembros. A esa magra cosecha podría sumarse la votación de Marco Arana (0,36% del electorado), cuya lista parlamentaria no logró un solo escaño. En conjunto, el resultado equivalía a una cuarta parte de los votos obtenidos 36 años antes.

A comienzos de mayo Verónika Mendoza firmó con Pedro Castillo un acuerdo denominado 'Por la refundación de nuestra soberanía, justicia e igualdad'. En el texto, abundante en frases declarativas y generalidades, la candidata de la “nueva izquierda” apenas logró incluir el objetivo de "Refundar el Estado, profundizando la democracia, garantizando el ejercicio de derechos para todos, en plena igualdad y sin ningún tipo de discriminación". Con esa frase seguramente pretendía contrarrestar la xenofobia, el machismo y la homofobia de los que habían hecho gala los líderes de Perú Libre, su nuevo aliado.

La favorable disposición de los residuos de la “nueva izquierda” respecto al gobierno de quien fue postulado por Perú Libre no ha sido correspondida. Quien ha expresado más claramente la distancia ha sido su líder máximo, Vladimir Cerrón. Durante la campaña electoral, Cerrón lanzó varios puyazos contra Juntos por el Perú y su candidata. Pero ya elegido Castillo en segunda vuelta, el dueño de Perú Libre ha insistido en descalificar a quienes han sido convocados para integrar el equipo gobernante; Pedro Francke ha sido uno de sus objetivos preferidos. Mientras tanto, el primer ministro Guido Bellido ha puesto en su lugar a Juntos por el Perú al puntualizar que ser aliados no significa que puedan poner condiciones al gobierno.

La “nueva izquierda” aparece, pues, al constituirse el gobierno de Pedro Castillo como un aliado menor, a quien se ha confiado el Ministerio de Economía como un hábil recurso para tranquilizar las preocupaciones del sector empresarial, con el cual Pedro Francke ha sostenido varios encuentros en tono convincente. A cambio, Juntos por el Perú ha visto alejarse a algunos de sus personajes que probablemente no entienden –o no aceptan– el papel al que la izquierda educada se ha sometido en una administración cuyo gabinete ministerial exhibe notorias debilidades y, lo que es más importante, cuyas políticas no están suficientemente definidas.

La apuesta de Verónika

Mendoza ha jugado una carta arriesgada que, de momento, mantiene en la escena oficial a aquello que queda de la “nueva izquierda”. Abstenerse en razón de la carencia de un plan de gobierno conjunto –y la falta de coincidencias de fondo con Perú Libre en ciertos temas críticos– hubiera sido un gesto de dignidad que en política no es usual porque no rinde beneficios. ¿Los rendirá el papel de socio menor al que ha accedido? La respuesta depende de, cuando menos, dos supuestos que hoy están lejos de ser evidentes. Por eso es que la opción de las gentes de Verónika es, más que todo, una apuesta.

El primer supuesto es que el gobierno de Castillo no solo dure cinco años sino que produzca resultados efectivos para las mayorías a las que, según su discurso, busca servir. Ineptitud e impericia conspiran contra ese posible logro. De un lado, la falta de calificación es un rasgo demasiado evidente, que se reedita en declaraciones, anuncios o apariciones públicas de una buena parte de los ministros y sus principales colaboradores a quienes el cargo les queda muy grande. De otro, el mal manejo político, los errores tácticos al enfrentar las dificultades de gobernar, han aparecido una y otra vez a lo largo del primer mes de gestión. Si bien Castillo peca más mediante sus silencios, Cerrón ha optado por la demasía en comentarios que a menudo son provocaciones innecesarias, usuales en quien está en la oposición, no en quien lidera al partido de gobierno.

Más allá del voto de confianza inicial obtenido al terminar agosto, ¿un gobierno así podrá lograr en el Congreso acuerdos que hagan viables políticas de cambio más o menos profundo? Y si se lograra alcanzar acuerdos, mediante una conducción hábil que hasta ahora no aparece, ¿se dispondrá en la administración del equipo competente para llevar a cabo las políticas a ser definidas? Ambas interrogantes remiten a desafíos que parecen difíciles de superar.

El segundo supuesto, que toca más directamente a los restos de la “nueva izquierda”, corresponde al riesgo de que en un momento dado la izquierda reaccionaria que ganó con Pedro Castillo considere que su socio menor es un estorbo o, por lo menos, le resulta innecesario. Recuérdese que eso ya le ocurrió a esa misma izquierda en 1990, cuando recibió tres ministerios como pago del apoyo dado a Fujimori en la segunda vuelta y los tres ministros fueron arrojados del cargo unos meses después.

La apuesta es, pues, arriesgada y, en el intento, la “nueva izquierda” afronta el riesgo de diluirse, perder identidad y dejar definitivamente de ser un referente en la política peruana.