El centro político se ha ido angostando en el país hasta casi desaparecer. El “estás conmigo o estás contra mí” está presente en pensamientos y actitudes de ambos bandos. Las invocaciones al diálogo y el consenso son, en algunos, un gesto ingenuo y, en otros, una hipocresía. Se ha ingresado a la antesala de un enfrentamiento que podría llegar a ser sangriento.

¿Exageraciones? Basta mirar a la historia para darse cuenta de que las guerras civiles y las matanzas entre compatriotas empiezan por excesos verbales en los que el adversario es convertido en enemigo y los recursos democráticos se desvirtúan al ser utilizados como armas de combate, hasta que se desemboca en la violencia abierta. España (1936) o Chile (1973) son dos ejemplos bien conocidos que importa tener presentes.

El desgraciado curso seguido por la democracia peruana en los últimos cuarenta años –durante los cuales a la ineptitud para atender los graves problemas nacionales se ha superpuesto la corrupción institucionalizada en todos los gobiernos– ha llevado en abril de 2021 a unas elecciones en las que la mayoría ciudadana percibió que no había a quien elegir. Si la dispersa votación de la primera vuelta generó un parlamento fragmentado, el disparadero de la segunda vuelta parió un gobierno elegido por una mayoría escasa, cuya ineptitud se ha hecho evidente en pocas semanas.

Mientras tanto, no solo la esfera política se ha polarizado: la sociedad misma se ha resquebrajado en mitades incapaces de entenderse e incluso de tolerarse. Esto es precisamente lo que ocurrió en casos como los de España o Chile antes de que empezara la matanza. Un clima en el que la opinión del otro no importa porque la tolerancia ha dejado de existir, en el que si tú no piensas como yo no tienes derecho a nada, esto es, un ambiente tóxico en el que la democracia no puede funcionar.

Las discusiones sobre tal o cual ministro, acerca de las vacunas o de cualquier otro tema ahora son solo ocasión para la descalificación del que no piensa como tú. “Fake news”, memes y calumnias circulan como la munición alegórica que precede a la metralla propiamente tal. Pero el todo-vale está en operación desde hace meses. En algún momento justificará el asesinato.

Es posible que se esté a tiempo de evitar lo peor, de esquivar la guerra civil a la que el país se está acercando. Pero salir de esa ruta letal requiere líderes, actores y protagonistas que a estas horas escasean.

El silencio de Pedro Castillo, que ha seguido a sus pésimas decisiones en el nombramiento de ministros, es un factor negativo. Pero es solo uno entre varios. Las estentóreas manifestaciones de Vladimir Cerrón y de Guillermo Bermejo nos apuran hacia el enfrentamiento. La abierta búsqueda de la vacancia presidencial –haya o no motivos que la justifiquen– por parte de los voceros de la ultraderecha aviva el fuego. Los extremismos, como es usual, se alimentan mutuamente.

Como parte de su estrategia, ambos lados han buscado lapidar a quienes podían considerarse moderados. Verónika Mendoza fue, desde hace mucho, denunciada por la derecha bruta y achorada que no acepta otro gobierno que el de los suyos, y por la izquierda reaccionaria, misógina, homofóbica y xenófoba. Que Francisco Sagasti ahora sea presentado como comunista demuestra que cada vez hay menos lugar para ejercer la sensatez.

Mientras no se llegue a la guerra civil, habrá posibilidades de hacer política en democracia. Pero, al tiempo que se mantienen las apariencias de las instituciones democráticas –el Congreso funciona, la libertad de expresión está vigente, etc.–, el país está cayendo en el tobogán de un enfrentamiento en el que, conforme se avanza, la caída se acelera. O se hace un esfuerzo enorme para detener esta caída o el golpe será traumático.

Cuando se toma un camino así, nadie puede prever dónde se desembocará ni cuáles serán los costos. Es posible imaginar que hay quienes creen que estamos en una fase necesariamente conducente a la revolución, la que creen verdadera y que no consiste en haber llegado a Palacio de Gobierno sino en una transformación radical del país –pese a haber ganado por apenas 44 mil votos. Acaso para alcanzar el objetivo no les importe cuántos muertos caerán en el intento, que seguramente desembocaría en el fracaso.

Del otro lado, y a tenor de las proclamas desembozadas de estas semanas, es seguro que un gobierno de las derechas extremas no se limitaría al mantenimiento del modelo económico que consideran sacrosanto. Como Franco en España o Pinochet en Chile, seguramente tratarían de “desenraizar” el mal que ven en las izquierdas a las que adjudican todos los problemas de la situación actual. Desde luego, también a ellos los muertos los tendrían sin cuidado.

Estamos, pues, ante una sociedad que, como consecuencia del fracaso de cuatro décadas de democracia incompetente, de pronto se encuentra atrapada entre dos fanatismos. Y, como también enseña la historia, no es preciso que los fanáticos sean mayoría para que su acción destructiva se imponga. Si alguien lo duda, puede consultar la historia del surgimiento y la imposición del nazismo en Alemania.

¿Seremos capaces de evitarlo cuando los medios de comunicación y las redes sociales se han convertido en reproductores del enfrentamiento? Alguno de los actores tendría que dar un frenazo a la espiral de la locura. Hoy, probablemente el pedal está a disposición de Pedro Castillo, quien puede evitar el siguiente tramo del despeñamiento si sustituye a algunos ministros antes de este jueves 26, cuando se presente el gabinete en el Congreso para solicitar el voto de confianza.

Ese paso parece difícil y acaso sea insuficiente frente al encono de la oposición. Pero acaso, pese a todo, todavía estemos a tiempo… antes de llegar a la guerra civil.