La proclamación de Pedro Castillo como ganador de las elecciones presidenciales 2021 cerró un capítulo de un recorrido que, en los últimos meses, ha puesto al país en una situación crítica. Esa fase del trayecto ha arrojado como saldo a muchos perdedores pero los verdaderos gananciosos solo podrán ser identificados cuando el panorama se despeje.

Con la toma de posesión por el nuevo presidente, la crisis no cierra, solo se transforma. No obstante, es posible identificar por lo pronto a algunos de los derrotados, aquellos que han perdido lugar y respeto en el país. La más clara integrante en ese penoso elenco es, sin duda, Keiko Fujimori, vencida por tercera vez en una elección presidencial, que –en medio de la maraña de procesos judiciales que la reclaman– difícilmente podrá mantenerse como candidata permanente al cargo. Si sus niveles de rechazo en el país eran altos –y son los que explican sus derrotas–, su comportamiento de las últimas semanas, que pretendió beneficiarse del alegato de un fraude para el que nunca hubo pruebas, la hace aún más reprobable. Y su futuro inmediato es ser carne de presidio en razón de las cuentas pendientes con la justicia.

Debido a su resonancia internacional, el otro gran perdedor es Mario Vargas Llosa. Nuestro premio Nobel ha quedado completamente desdibujado. De insólito promotor de la candidatura Fujimori en la segunda vuelta, pasó a vocero insigne de un fraude a todas luces inexistente, urdido para no reconocer la derrota. Su proclamación de que “todo lo que se haga” para frenar el fraude inventado por los suyos “está perfectamente justificado” lo colocó claramente en el bando golpista. A ese alineamiento sumó un ataque, tan innoble como injustificado, al gobierno de Francisco Sagasti cuyo desempeño en el proceso ha sido ejemplar.

A los 85 años MVLl mató así su autoridad moral. Si sus adversarios le echaban en cara haber pasado de una juvenil militancia comunista y un respaldo ya adulto a la revolución cubana al ensalzamiento del neoconservadurismo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, hasta ahora no habían podido señalarle como cómplice de una intervención militar. El escritor les regaló esta oportunidad. Reviviendo un anticomunismo de la guerra fría, a título de defensor de la democracia avaló un posible golpe de Estado. De ese lamentable final no hay regreso posible.

Muchos otros actores de reparto han sido derrotados en su empeño de no aceptar el triunfo de Castillo. Algunos resultan algo más notorios debido a venir de una carrera política fracasada; otros, debido a su mediocridad, serán rápidamente olvidados. En sus intervenciones, unos y otros dejaron traslucir desprecio, cuando no odio, a la mayoría de los peruanos, profundizando así una fractura antigua –no solo económica y social sino también cultural– que en doscientos años de república hemos sido incapaces de soldar.

Esa fractura está hecha de desigualdades diversas que impiden a muchos peruanos una vida digna. Un reciente y sólido informe del Concytec acerca de las causas del terrible impacto de la pandemia en el Perú puntualiza esas desigualdades. Una estructura económica que reserva a tres de cada cuatro integrantes de la población económicamente activa un empleo precario, sin condiciones mínimas, que los dejó abandonados a su suerte cuando se decretaron las medidas de contención del Covid-19. Un orden tributario que recauda menos que la mayoría de países latinoamericanos y permite enriquecerse a los menos, al tiempo que deja al Estado con pocos recursos para la educación y la salud. Esto último, en tiempos de pandemia, resultó mortal para miles de compatriotas. Ese es el país –el de una nueva “prosperidad falaz” diría Basadre, basada en exportaciones mineras y agrícolas– que ha optado por Pedro Castillo.

¿Sabrá Castillo ser un ganador?

El campo de los ganadores aún está en veremos y depende del curso de los acontecimientos –y de los actores– en las próximas semanas. Castillo, que ha resultado victorioso en la elección, puede no ser en definitiva un ganador. Su futuro, como el de otros, depende del peso de sus aciertos y la magnitud de sus desaciertos. El nuevo presidente ha venido apoyándose demasiado en sus silencios que, si al comienzo pudieron considerarse señal de prudencia, al prolongarse hasta el límite de lo posible expresan, más bien, una indefinición o una vacilación que alimentan la incertidumbre en el país.

En particular, ha sido una mala señal la demora en anunciar el gabinete ministerial, al tiempo que Vladimir Cerrón –a quien 85% de los encuestados por el Instituto de Estudios Peruanos no quiere en el gobierno– practicaba una gimnasia de poder no suficientemente contrarrestada por Castillo. En suma, a punto de que juramente el cargo, no es posible vislumbrar cuánta pericia tendrá el nuevo presidente en el manejo de su gobierno. Culpar al bloqueo por el enorme fracaso de la revolución cubana, como ha hecho, muestra su pesada mochila de un izquierdismo vetusto que se aferra a sus íconos.

Un postulante a ganador es Rafael López Aliaga. Con la desaparición de “la chika” del escenario, de una parte, no queda ninguna otra figura que tome la posta; de otra, la intensa polarización a la que los opositores a un presidente cholo han llevado al país favorece a un extremista como López que –imitador de Trump y copión de Bolsonaro– busca beneficiarse del cultivo de sentimientos anti, contra “caviares”, “terrucos”, “tibios” y, en definitiva, todos aquellos que se le opongan. Es probable que, por la vía electoral, López nunca llegue a ocupar la presidencia pero su extremismo crea un clima en el que los ataques de rabia contra el adversario resultan legítimos. En ese ambiente, el país verá surgir en el futuro próximo más muestras de posiciones excluyentes e intolerantes.

Mirando al otro lado del espectro, ¿la izquierda se beneficiará de este periodo? Depende, claro está, del rumbo que en definitiva tome el gobierno y de los resultados que obtenga al introducir cambios que favorezcan a la mayoría. Pero la apuesta de la izquierda educada por tonificar con asesores y propuestas al presidente electo se encontrará con ese ingrediente divisivo que, al parecer, es consustancial a las izquierdas. Es difícil imaginar que esa izquierda, que viniendo de un fracaso histórico se agrupó en este proceso electoral tras Verónika Mendoza, conviva armónicamente con el esquematismo conservador de la que se ha dado en llamar “izquierda popular” y que lleva el perfil, algo desaseado, de Vladimir Cerrón y su círculo.

En un balance, sin duda provisional, hay un gran perdedor, que es el Perú. El país sale del proceso electoral bastante peor de lo que era cuando ingresó a él. Sus divisiones se han ahondado, dividiendo familias y rompiendo relaciones personales construidas durante años. La desconfianza, que era grande para estándares latinoamericanos, se ha incrementado, particularmente entre “los de arriba”. El resentimiento ha encontrado nuevas razones para alimentarse, particularmente entre “los de abajo”. Todas las distancias sociales, existentes desde antiguo, se han ensanchado. Si no éramos una sociedad incluyente, ahora somos más excluyentes. Si la cacareada reconciliación –luego de muertos, heridos, desaparecidos y huérfanos, saldo del conflicto armado interno– aparecía lejana, hoy es una quimera.

Celebración del Bicentenario

Entonces, ¿hay algo que celebrar este 28 de julio? Los peruanos debemos felicitarnos de que se ha evitado la vuelta al gobierno de lo malo conocido, con sus vicios y sus redes delictivas. También podemos saludar el hecho –resaltado en la prensa internacional– de que las instituciones hayan aprobado el test de esfuerzo al que fueron sometidas con ocasión del proceso electoral. La ONPE y el JNE cumplieron su tarea pese a las trabas maliciosas que se les interpuso; no sin dificultades pero pasaron. El Poder Judicial rechazó los recursos impertinentes que la derecha fraguó para impedir la presidencia de Castillo. Las fuerzas armadas desoyeron los llamados a no reconocer los resultados de los comicios. Y Perú pasó de ser el país con más muertos por habitante a uno que protege a su población con un eficiente aparato de vacunación. No son pocos logros.

A partir de esos logros, cuánto se podrá avanzar para combatir los problemas de fondo del país, es algo que resulta aventurado anticipar.