Quién no ha leído o escuchado aquello de “a los 20 años incendiario y a los 50 bombero”. Sin duda, las experiencias vividas a lo largo del tiempo hacen que veamos el mundo de una manera distinta de aquella que cuando fuimos jóvenes. No siempre esos cambios explican todo, claro está. Por ejemplo, el dinero tiene mucho que ver en algunos giros sorprendentes. Y en la mayoría de los casos la modificación de posiciones es silenciosa. Son muchos los que adoptan una postura distinta pero no emprenden el proselitismo desde la nueva “fe” adoptada.
Quizá por eso el caso de los conversos en política, que fueron rabiosos izquierdistas y un buen día se situaron como furibundos reaccionarios, despierta especial curiosidad. ¿Qué les hace girar en redondo para combatir furiosamente aquello que defendieron con ímpetu? En el Perú de estos días algunos de ellos lucen en la primera fila –incluso en el círculo más estrecho– en torno a Keiko Fujimori, no solo forzando argumentos –los que sean– sin límites ni escrúpulos sino destilando rabia, odio y desprecio hacia todos aquellos que en otro momento fueron sus “compañeros de viaje”.
En esto el Perú, como todo país, registra antecedentes individuales y colectivos. Entre estos últimos, el caso más importante es el del APRA, que surgió como un partido contestatario a fines de la década de 1920, para convertirse en la década de 1960 en domesticado guardián de los intereses de la oligarquía. Recibió el beneplácito de los terratenientes al aliarse con el general Odría a fin de impedir las tibias reformas que intentó el primer belaundismo a partir de 1963. Y todo eso para hacerse aceptable a los ojos de los dueños del país.
Sin embargo, el prototipo individual de esta especie no fue un aprista sino un comunista: Eudocio Ravines, un personaje singular que la memoria de los peruanos no ha conservado. Nació en Cajamarca en 1897 y sus actividades antileguistas pronto lo condujeron al destierro, primero en Chile y luego en Argentina. Llegó a París y fue parte de la célula aprista con César Vallejo, pero no tardó en pasar al comunismo y recibió la aprobación de José Carlos Mariátegui. Y este lo tuvo en tan alta consideración que cuando murió, en abril de 1930, Ravines fue encumbrado como secretario general del entonces Partido Socialista Peruano que, al mes siguiente, con la participación activa de nuestro personaje, sustituyó en su nombre “socialista” por “comunista”.
Comunistas y apristas padecieron persecución de Sánchez Cerro y luego, a la muerte de este, del gobierno de Benavides. Unos y otros eran considerados “enemigos públicos” por los señores del poder político y económico. Ravines estuvo en prisión y luego volvió al destierro. Hizo entonces dos viajes a la Unión Soviética y apareció en la guerra civil española. Se desempeñó durante muchos años como el enlace clave entre Moscú y el Partido Comunista Peruano.
De pronto, tuvo algo así como una iluminación divina –así lo describía él mismo– y cambió de vereda. El campanazo del cambio lo dio al publicar en 1951 en inglés The Yenan Way y tres años más tarde en su versión en castellano, La Gran Estafa, su libro más conocido. En él se presentó a sí mismo como agente de la Internacional Comunista. En plena guerra fría, este exitoso libro fue de obligada lectura para los anticomunistas de muchos países.
Fundó el semanario Vanguardia, que hasta 1963 fue su trinchera, desde la que en su condición de converso dedicó energías a combatir al APRA, partido al que los propietarios del Perú por entonces temían y abominaban. Cuando en 1947 dos apristas asesinaron a Francisco Graña Garland, director de La Prensa, Ravines fue encargado de conducir el diario que, junto a El Comercio, defendía los intereses más conservadores. Desde allí ejerció oposición al gobierno de Bustamante y Rivero debido a lo que él consideraba debilidad gubernamental frente a los apristas. Sus excesos verbales le valieron un nuevo destierro cuando Bustamante decretó una suspensión de garantías, pero nuestro personaje volvió apenas se produjo el golpe del general Odría, a quien prodigó alabanzas. No obstante, fue nuevamente desterrado por haber publicado una caricatura que ofendió al dictador. Luego de la elección del segundo gobierno de Manuel Prado, Ravines volvió al país en 1956 y ahí se convirtió en pivote de alianzas verdaderamente reaccionarias. La foto en la que compartía mesa con Pedro Beltrán, Víctor Raúl Haya de la Torre y Manuel Odría, con ocasión del proceso electoral de 1962, hizo historia.
Como era de esperarse, al dar Velasco Alvarado el golpe que acabó con el primer gobierno de Fernando Belaunde, Ravines volvió a lo que mejor sabía hacer: oposición desaforada. Se ganó entonces un nuevo destierro y desde los varios países en los que vivió –Guatemala entre ellos– siguió combatiendo al gobierno militar que, como respuesta, lo despojó de la nacionalidad.
En 1979 murió en la ciudad de México, a los 81 años, aplastado por un camión.
El recuerdo de Ravines me resulta inevitable cuando veo a los actuales conversos, compitiendo por hacer méritos en la defensa de lo indefendible. A algunos de ellos los conocí de cerca durante mi paso por la izquierda; varios de ellos militaron en Vanguardia Revolucionaria. Javier Diez Canseco y Ricardo Letts, al morirse, se ahorraron el espectáculo que inevitablemente presencia Edmundo Murrugarra en estos días, el de sus cachorros de otrora transformados en desvergonzados servidores de los intereses que combatió la “nueva izquierda” hace unas décadas.
No puede saberse cómo será la trayectoria de quienes en estos días se muestran como réplicas lamentables del personaje. Lo que hasta ahora han mostrado resulta sorprendente aunque no sea memorable. Probablemente solo alguno llegue a codearse –como Eudocio Ravines– con quienes actualmente se consideran dueños del destino del país. Y, de ser así, lo mirarán como seguramente miraron a su antecedente, como a alguien útil a sus designios y nada más.
Como Ravines, ninguno de ellos será reconocido –a diferencia de Haya o Mariátegui– como un pensador digno de atención o, menos aún, estudio. Ignoro si alguien se tomará el trabajo de buscar explicación a sus mudanzas que, no son solo de un campo político a otro, sino de principios éticos.