Conforme se acerca el 6 de junio aparecen más nombres, de entre aquellos que formaron parte de esa “nueva izquierda” surgida en los años setenta, que admiten –más en privado que en público– que votarán por la heredera de Alberto Fujimori. Se movilizaron con el Fujimori-nunca-más y apoyaron el No-a-Keiko en sus dos postulaciones anteriores. Pero, de pronto, como iluminados por una revelación divina, han descubierto que ella es el mal menor.

A una primera mirada se podría pensar que estos personajes de la izquierda culta –que dominan idiomas, viajan al exterior con alguna frecuencia y habitan en zonas-bien de la capital– se han atemorizado por el programa de gobierno preparado en el círculo de Vladimir Cerrón, probablemente escrito en un alto a la tarea de defenderse en los procesos judiciales que se le han seguido por corrupción. En efecto, es un programa –más machista-leninista que marxista-leninista– que en pocos países del mundo sería considerado presentable. Simplemente, no es viable.

La gran ola de miedo encargada por la derecha bruta y achorada, pero con plata, puede haber tenido cierto impacto en el sector menos educado de la población o, cuando menos, sembrado dudas en los sectores medios que ven en el fantasma del comunismo la amenaza de perder su negocito, la casita que alquilan y les da un ingreso fijo, los ahorritos en dólares acumulados con tanto esfuerzo, aquel soñado viaje a Miami o el segundo auto que recién compraron a plazos.

Pero los “progres” no pueden ser realmente atemorizados por esas simplezas hechas con mala fe para engañar a los incautos que pueden imaginar que, con Castillo, el Perú sería algo así como Venezuela o Corea del Norte. El violento giro hacia la derecha de esas gentes educadas tiene que ver con algo más importante.

Probablemente ellos votaron por Verónika Mendoza en la primera vuelta, con el magro resultado que conocemos. Les resultaba perfectamente aceptable su reivindicación de los reclamos de los más pobres, los derechos de la mujer y los derechos de los pueblos indígenas. Todo eso, en abstracto, claro, incluso podían rubricarlo. Además, la misma Verónika, si bien es cuzqueña y quechuahablante, se educó en Francia y tiene modales que no desentonarían en medio de una cena en cualquier barrio elegante de Lima. Pero… ¿Castillo?... es distinto.

Claro que es distinto. Porque es un cholo. Uno verdadero, no un cholo sanitizado en Stanford como Alejandro Toledo, cuyo hablar imperfecto en castellano proviene del inglés y no de una lengua aborigen. Castillo es un hombre que viene de abajo y, como tal, exhibe a diario sus muchas limitaciones deplorables. Que son las mismas reservadas –mediante una educación de baja calidad y muchas discriminaciones– a la mayoría de los peruanos pobres o casi pobres. Una realidad en la que –descubrimiento reciente que remece a los sectores socio-económicos A y B, que suman solo 12% del padrón electoral– 54% de los votantes pertenecen a los sectores D y E, esto es, niveles poco o nada favorecidos en la distribución de la riqueza.

Pero tampoco la evidente chatura de Castillo como líder político y conductor de un país puede ser motivo suficiente para el rechazo asqueado que produce en algunos “progres” que militaron en la nueva izquierda. Al fin y al cabo, es cierto que Keiko Fujimori ha aprendido a desenvolverse con soltura en los debates, pero ¿qué la califica para presidir el país? ¿Sus estudios en Estados Unidos que pagó Vladimiro Montesinos con los fondos de la corrupción y no sabemos de qué le han servido a ella? ¿En qué tareas públicas o privadas ha demostrado alguna capacidad la heredera de “don Alberto”?

No estamos, pues, ante un juicio crítico que poniendo en la balanza las capacidades de uno y otra la vea inclinarse a favor de la sucesora de la dictadura fujimorista. La defensa de la democracia –que tanto preocupa a nuestro Premio Nobel– solo podría ser encomendada a Keiko como fruto de una alucinación. Y la lucha contra la corrupción no puede ser encargada, ni en un sueño, a quien fue la primera dama del dictador durante seis años, mientras el dinero público y el del narcotráfico eran depositados en cuentas asiáticas.

Me parece que aquellos que, durante años, firmaron comunicados, asistieron a mítines y acompañaron múltiples protestas de “los de abajo” imaginaron que ellos, no los cholos, tendrían un lugar destacado en el nuevo orden social que la izquierda ofrecía establecer. Se veían a sí mismos como una elite de recambio, integrada por gentes ilustradas que reemplazaría –ciertamente, con ventaja– a los “señores” que, con poca formación y muchos intereses por defender, hasta entonces habían dominado en el país.

Durante siete años (1968-1975), los militares reformistas se interpusieron en sus planes. El gobierno de Velasco solo requería asesores de izquierda, pero no ofreció a ningún civil compartir el timón. Entonces, fueron muchos los seguidores de la izquierda que, desde los sectores medios educados, salieron a las calles a gritar contra aquel gobierno que sí intentó cambiar el país más o menos en serio. A ellos les resultaba un obstáculo. No les reconocía el lugar para el cual se creían preparados y casi predestinados.

El proyecto de unificar a la izquierda fracasó una y otra vez hasta languidecer penosamente en las elecciones de 1990. Desde entonces, la “nueva izquierda” ha sido un actor secundario en la política peruana, pese a lo cual muchos “progres” han encontrado ubicación destacada en el escenario público. Se reagruparon este año bajo la candidatura de Verónika Mendoza y el intento, una vez más, no dio frutos.

Los resultados del 11 de abril han enfrentado a los ya viejos militantes y simpatizantes de la “nueva izquierda” con una opción muy incómoda. Y, en esa circunstancia, a algunos se les ha desprendido como una cáscara el izquierdismo al que alguna vez adhirieron. Votarán por Keiko. Habrá que recitar a Vallejo: “¡allá ellos, allá ellos, allá ellos!”.