Es un hábito muy curioso en busca de explicación. Mezquindad y envidia se reúnen con frecuencia para ignorar o menospreciar aquello que alguien logra mientras está vivo. Pero apenas ese alguien fallece se le rinde honores, elevándolo a los altares cívicos.

Esa práctica opera en diversos niveles, desde el familiar –el padre que descuidó sus deberes familiares más elementales es beatificado a partir de su velorio– hasta el de la escena oficial: el presidente cuya gestión traicionó sus promesas electorales y desembocó en el fracaso, una vez que fallece es convertido en prócer de la democracia. Se trata de un extendido ejercicio de la hipocresía que se ha convertido en hábito rutinario.

Y se aplica indiscriminadamente. Tanto para quienes en verdad aportaron al país y en vida fueron puestos de lado, como para aquellos que traicionaron lealtades, amistades y principios, para ser súbitamente convertidos, al borde de la tumba, en ciudadanos ejemplares.

A lo largo de mis 77 años he conocido de cerca a ejemplares de unos y otros. Prefiero referirme con nombre y apellido solo a aquellos por quienes siento admiración. Conocí en su vejez a Jorge Basadre, cuya puerta un día decidí tocar; me recibió generosamente para mantener conversaciones periódicas de las que me alimenté provechosamente. Por eso me consta que su productividad, mantenida hasta sus últimos días, no contó con ningún soporte público o privado. Un par de señoras mayores, a quienes había conocido en la Biblioteca Nacional cuando la dirigió, transcribían minuciosamente sus fichas a cambio de su agradecimiento y de saber que estaban contribuyendo anónimamente al trabajo de un gran historiador.

Me negué a asistir a su entierro porque no quise presenciar los homenajes insinceros de quienes jamás se preguntaron qué apoyo podía necesitar ese trabajador incansable. Desde entonces ha sido manoseado por muchos que no lo han leído, hasta ahora que su rostro pasa de mano en mano en los billetes de cien soles. Necesitó morirse para recibir un reconocimiento tan tardío como inútil para él y su labor.

El otro nombre a recordar es el de José Matos Mar, con quien hice amistad. Fue el organizador del principal centro de investigaciones sociales del país y alentó de diversas maneras el trabajo de jóvenes sociólogos, historiadores, antropólogos y economistas. Con defectos y virtudes, como todos nosotros, Matos construyó laboriosamente el Instituto de Estudios Peruanos, de donde un día fue desalojado para, a partir de entonces, ser mezquinamente ignorado en la memoria institucional. Así, con el silencio, se saldaron los resentimientos que el exdirector había generado en su círculo de trabajo. Desde el Estado, se esperó que agonizara para otorgarle, cuando ya había perdido la consciencia, la Orden del Sol.

De los otros, prefiero no recordar nombres. Pero atestiguo haber compartido trabajo e inquietudes con muchos en los que vino a demostrarse que prevalecía la ambición personal, disfrazada de ideales y principios. Y lo usual es que al fallecer estos canallas, como por encanto, bajezas y vilezas –que son ampliamente conocidas– desaparezcan para justificar lágrimas fingidas y hacer posible levantar monumentos de palabras de homenaje.

País desgraciado aquel donde se regatea el reconocimiento a quienes lo merecen y, en cambio, se ensalza a héroes de papel.