“Ese no es mi país”
Quienes nos han llevado a este punto no admiten su responsabilidad
Ay, Perú, patria tristísima ¿De dónde sacaron los poetas sus pájaros transparentes? Yo solo veo dolor yo únicamente amargas cocinas, yo puramente platos vacíos. Yo solo vi pueblos ojerosos, sementeras de gritos, gemidos tan grandes que ni por las calles más largas podían pasar Yo cantaba, ahora estoy triste y es por ti tierra pobre, es por esos pueblos de una sola calle por donde nunca pasó la dicha.
Los “memes” y “fakes” pueblan las redes advirtiendo acerca del “peligro comunista” que espera al país tras un posible triunfo de Pedro Castillo, sin percatarse de que tales mensajes no llegan más allá del círculo de los ya convencidos de que solo Keiko salvará al Perú. Las “chicas del colegio”, angustiadas, intercambian consejos para aleccionar a sus servidores domésticos –cocineras, nanas, muchachas de limpieza, choferes y jardineros– en la imprescindible necesidad de que los Fujimori vuelvan al gobierno. Los caballeros de cierta edad –y una ya perdida fina estampa– apuran whiskies preguntándose, inquietos, si los militares en retiro en quienes confían –y cuyas asociaciones multiplican comunicados– tendrán o no ascendiente sobre los oficiales que ahora lucen galones y estrellas.
El panorama me lleva a una anécdota ocurrida en Lima en los años noventa. Mi mujer y yo –que entonces vivíamos en Buenos Aires– fuimos a Lima en una corta estada. Un amigo cercano nos invitó, junto a otra pareja, a comer en su casa. En el curso de la conversación se me ocurrió compartir nuestra sorpresa al encontrar, en la salida de Lima hacia el norte, que las barriadas se habían multiplicado notoriamente desde nuestra visita anterior. La dueña de casa, joven psicóloga, que poco había intervenido en la conversación hasta entonces, soltó un expresivo “Ese no es mi país”, que a todos nos dejó en silencio por un momento.
Guzmán y Polay ya habían sido capturados, y la subversión agonizaba. Aprendí entonces que en la clase alta limeña no se había aprendido nada a partir de las intentonas armadas que habían reclutado cierto apoyo en los sectores más pobres. Se prefirió considerar a sus líderes como agentes de alguna potencia extranjera y a sus seguidores como ignorantes o dementes. Sesenta mil muertos después, creyeron, el país volvía a ser como siempre. De allí que, sin leer el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, se apresuraran a rechazar el análisis contenido en él acerca de las causas del conflicto armado interno.
Los coches bomba y los secuestros pasaron a ser un ingrato recuerdo y la fiesta continuó, como siempre había sido. Los viejos que hoy temen que un triunfo de Castillo los desabastezca de whisky acaso todavía recuerden que, en los mismos años en los que Scorza escribió el poema que encabeza esta nota, un parlamentario se atrevió a proponer el establecimiento de un pasaporte interno, a fin de frenar la “invasión” migratoria de la ciudad capital. En su delirio, “Lima, mi vieja Lima” quedaría así protegida. Dada la ignorancia que ha caracterizado a buena parte de la dirigencia del país, el autor del proyecto seguramente desconocía que ese mismo instrumento de control de población había sido implantado por Stalin en la Unión Soviética.
Desperdiciada la ocasión que la subversión dio a “los de arriba” para entender su país, la izquierda educada –pero permanentemente dividida por disputas de poder disfrazadas como diferencias de “línea”– fracasó en su intento de reemplazar a la derecha extranjerizante. A partir de 1985 el pueblo se dio cuenta de que los peruanos solo somos iguales cada cinco años y en cada oportunidad apostó por el cambio… y perdió. En 1985 fue por García, quien llevó el país hacia un “futuro diferente”… que resultó mucho peor. En 1990 fue por Fujimori, para evitar a Vargas Llosa que, pese a sus cualidades, representaba objetivamente a los de siempre. Y así sucesivamente. Caímos de mal a peor hasta llegar a lo de ahora, que supone escoger entre dos males. ¡Quién podría decirnos convincentemente –esto es, más allá de sus deseos o sus miedos– cuál es el mal menor!
Pero, esta vez, la diferencia reside en que Castillo tiene una raigambre popular que, hasta hoy, ningún candidato presidencial viable había tenido. Lo prueba el hecho contundente de que, de los 50 distritos más pobres del país, en 46 haya ganado el candidato de Perú Libre. Él es la nueva apuesta de “los de abajo”.
Es una apuesta que asusta a “los de arriba”. Algunos amagan con irse y lanzan mensajes en los que dicen “estar haciendo maletas”. Pues, tendrán que enterarse de que hoy en día no es tan fácil. No es cosa solo de tener dinero, lo que sí es suficiente para ir a vacunarse a Estados Unidos, como el “todo Lima” está haciendo en estos días. En todo el hemisferio norte obtener la residencia se ha vuelto complicado, requiere trámites que a menudo no son exitosos. Entonces, no basta con decidir “me voy” y anunciarlo en las redes.
Más bien, algunos de ellos –que nunca fueron demócratas y aborrecen un juego democrático que no puedan controlar– probablemente estén pensando en “poner orden”, como en los viejos tiempos, haciendo que salgan los tanques. Pero ni siquiera en ese terreno las cosas son como eran. En las fuerzas armadas ha languidecido la vocación de desempeñar el papel de “institución tutelar” que la derecha les asignó para vestir de uniforme sus propios intereses. Los altos mandos parecen estar abocados a cuestiones más concretas y acaso sean fácilmente convencidos por una gran compra de armas en las que habrá comisiones de por medio. Además, ahora Biden es un obstáculo nada despreciable.
Si Castillo gana el 6 de junio –y, como es previsible, su gobierno descalabra al país–, esa derecha que hoy se entrega a Keiko no se hará responsable del desenlace. Echará la culpa sobre Maduro, Evo Morales o al dirigente norcoreano Kim Jong-un. Jamás aceptará que la raíz de la crisis que corroe al país está en el fracaso de una dirigencia económica y política que no se hizo cargo del país que le tocó dirigir. Optó por exprimirlo, en vez de desarrollarlo; por explotar a su gente, en vez de educarlos como ciudadanos y reconocerles derechos; por prescindir del bien común y poner la mirada solo en sus beneficios particulares. El Perú, como expresó de manera transparente aquella psicóloga, nunca fue su país.
A esto nos ha llevado esa voraz ceguera de quienes, generación tras generación, pudieron construir un país distinto al que hace más de seis décadas entristecía a Scorza y no lo hicieron.