Cuando surgió, entre fines de la década de 1960 y comienzos de la siguiente, se le llamó “nueva izquierda” para diferenciarla del viejo Partido Comunista que Eudocio Ravines había sabido poner bajo órdenes de Moscú. Décadas después, Aldo Mariátegui –nieto de José Carlos, el gran personaje de esa izquierda– divulgó con éxito el apelativo de “izquierda caviar” para referirse a ella. Ahora, en tono burlón más que despectivo, Vladimir Cerrón –el propietario e ideólogo de Perú Libre– la llama “izquierda criolla”.

Después de los resultados de la primera vuelta electoral, en la que un representante de la izquierda bruta y achorada ha obtenido la primera votación y ha logrado más que duplicar los votos de Verónica Mendoza, la figura de la “nueva izquierda”, esta se halla en estado de shock. Deprimidos unos, se mantienen en la perplejidad; confundidos otros, tratan de buscar explicaciones. Algunos incluso, ante las perspectivas de que los Fujimori vuelvan a gobernar, ya se resignan a votar en la segunda vuelta por Pedro Castillo.

Una vez más, hace falta que la izquierda se pregunte qué le pasó. La primera vez que debió hacerse esa pregunta fue con ocasión de la catástrofe electoral que sufrió en 1990, elección en la que –en seguimiento de una tradición al parecer insuperable– compareció dividida en dos candidaturas –Alfonso Barrantes y Henry Pease– cuyos votos sumados no alcanzaron la mitad de aquellos que los actores de la “nueva izquierda”, también sumados, obtuvieron en las elecciones de 1978 para la Asamblea Constituyente.

No se buscó en serio una explicación entonces y la “nueva izquierda” prefirió apresurarse a apoyar a Alberto Fujimori en la segunda vuelta, ante el peligro que imaginó con la posibilidad de que triunfara Mario Vargas Llosa. La “nueva izquierda” entró entonces al primer gabinete fujimorista, aunque a los pocos meses el dictador en ciernes se deshizo de sus tres ministros. Tampoco entonces hubo un análisis que, yendo al fondo de estos “errores”, se preguntara qué había pasado, cómo se había dilapidado aquel importante apoyo popular que la izquierda exhibió a lo largo de la década de 1970.

¿Podrá hacer ahora ese examen aún pendiente, con ocasión del magro resultado obtenido por Verónika Mendoza, que no ha sido capaz de congregar ni 7 por ciento de los votos emitidos? ¿Tendrán las figuras de esa algo envejecida “nueva izquierda”, “izquierda caviar” o “izquierda criolla”, según se prefiera, el coraje de buscar respuestas genuinas que expliquen su fracaso?

Un pueblo inventado como su referencia

La “nueva izquierda” ha padecido un sesgo cuyos resultados son equivalentes a los que carga la derecha. Para esa derecha bruta y achorada, “el país” es el pequeño círculo en el que se mueven –entre los extremos de la urbanización protegida por guardias de seguridad y la casa en una playa del sur– y el resto de los peruanos son como plantas que adornan o incomodan y, por supuesto, sirven para ser utilizados en su propio beneficio. Por su parte, una izquierda empachada de ideología ha construido una imagen del pueblo peruano como naturalmente sano y solidario, que es víctima de la explotación de la burguesía y el imperialismo. Su tarea revolucionaria consiste en redimirlo.

Esta construcción ideológica responde, más que a Marx, a Rousseau: "El hombre es bueno y la sociedad lo corrompe". Hay, pues, que cambiar la sociedad y renacerá la bondad que es connatural al ser humano y, en particular, según esa simpleza tradicional, al “noble pueblo peruano”. Desde ese punto de partida –que algunos intelectuales de izquierda han dotado de un aparato de respaldo pretendidamente situado en las ciencias sociales–, es muy difícil comprender al pueblo de carne y hueso. Se opta entonces por asignarle características y atribuirle motivos y propósitos.

La presencia activa de cuadros de la “nueva izquierda” en las luchas sociales de los años setenta y ochenta no sirvió a sus militantes como aprendizaje efectivo. En la diversidad de batallas que se libraron en el país en busca de alcanzar determinadas reivindicaciones se creyó ver el objetivo de llevar adelante la revolución, que fue enarbolada como la estrella que orientaba cada pedido de aumento salarial, cada movilización por luz y agua, cada exigencia de satisfacer necesidades básicas. Esa revolución imaginada, que existía en las lecturas y las mentes de los cuadros izquierdistas, fue colocada tanto en las pancartas como en las conceptualizaciones que competían en los “documentos” partidarios.

El éxito del clientelismo fujimorista, que pudo reclutar a aquellas dirigencias que por razones de conveniencia habían coqueteado con los grupos de izquierda, debió alertar de su error a los izquierdistas. No fue así.

La izquierda no solo no entendió al pueblo, tampoco aprendió a su lado. Y más bien puso de lado múltiples evidencias que conoció de cerca sobre el rostro real de los peruanos. ¿Cómo no se preguntó, por ejemplo, por el significado de fenómenos como la irresponsabilidad masculina que deja sin padre a millones de niños a cargo de madres solas o la plaga de la violencia contra la mujer en el Perú, que exhibe cifras de récord en América Latina? En vez de atender a esas facetas del peruano, se prefirió leer en cada protesta un signo del cercano advenimiento de la revolución.

Ante el resultado electoral del 11 de abril la “nueva izquierda” puede preguntarse por el porqué del éxito relativo de Castillo con un discurso francamente reaccionario que no solo considera democráticos a los gobiernos de Cuba y Venezuela. Además, destila xenofobia contra el millón de venezolanos que ha buscado refugio en el Perú, exhibe homofobia en sus ásperas referencias contra los homosexuales y desborda machismo en materia de género. Casi uno de cada cinco peruanos ha votado por ese discurso que ha sido proclamado en tonos muy altos por quien ha serpenteado políticamente desde su militancia en el Perú Posible de Alejandro Toledo hasta su cercanía al Movadef.

Pedro Castillo y Perú Libre ofrecen una nueva oportunidad a la “nueva izquierda” para aprender qué país es este. Para aprovecharla, tendría que quitarse la ideológica venda de los ojos y mirar la realidad con frescura. Acaso todavía pueda hacerlo.