El fujimorismo ha sido nefasto, sin lugar a dudas. Y el país aún vive las consecuencias. Pero una de ellas ha sido generar una corriente contraria, la de los antifujimoristas, que ha reunido a gentes muy distintas –y hasta contrapuestas– para apoyar cualquier alternativa contraria, sin reparar en las calidades de quienes se sirvieron de ese apoyo para sus propios propósitos.

Los “antis” se usan mucho en política y en el Perú ha ocurrido este fenómeno en varios momentos históricos. Probablemente el más duradero fue el antiaprismo, que respondió a la radicalidad del partido fundado por Haya de la Torre, hace poco menos de un siglo, no solo con oposición sino con odio. El conservadurismo sustentado por la oligarquía emprendió una lucha sin cuartel contra el APRA, que a su vez echó mano a la violencia, dándose así comienzo a un enfrentamiento que duró décadas. Entre tanto, la derecha había recurrido, para defender sus intereses, a personajes de poco valor –como el comandante Sánchez Cerro–, en una lucha para la que logró reclutar a buena parte de los sectores medios. El APRA fue ilegalizado como partido y pasó muchos años en la clandestinidad, con sus líderes en el exilio. En definitiva, fue el país quien salió perdiendo.

El gobierno de Bustamante y Rivero, elegido con el respaldo aprista, se entrampó y los sectores más conservadores recurrieron nuevamente a un general menos que mediocre, Manuel A. Odría, con el persistente propósito de preservar ganancias y privilegios. En los años sesenta Haya creyó llegado el momento de hacerse dócil a los intereses dominantes para tener un espacio político que hasta entonces le había sido negado. Dio un giro hacia la derecha que, no obstante –preso de una imagen histórica casi imborrable–, no le sirvió para ganar una sola elección presidencial.

Con el gobierno militar de Velasco Alvarado –que puso en ejecución muchas reformas de las que el APRA había planteado en los años treinta y renegado de ellas tres décadas después– el partido hibernó y el antiaprismo se mantuvo solo entre los votantes de mayor edad. Así fue como Alan García pudo ser elegido, rodeado de expectativas que, al fin y al cabo, resultaron frustradas.

El siguiente fenómeno político no fue el del belaundismo, fracasado en dos periodos presidenciales con escasos frutos. Tampoco la democracia cristiana ni el socialprogresismo que fueron, finalmente, cenáculos de cierta elite. Ni la izquierda que, mil veces dividida, desperdició un importante capital político en los años setenta y recibió luego el puntillazo que le dio la atroz violencia senderista.

El fenómeno Fujimori dividió las aguas durante 30 años

La sorpresa apareció con Fujimori en 1990, con el lema de “un peruano como tú” que, pese a que su nacionalidad quedó luego en duda, le permitió ganar ese año y ser reelegido –no sin sombras sobre la limpieza de esos comicios– en 1995. La dictadura instaurada se extendió once años y su gestión –que propagó la corrupción hasta hacerla sistemática y recurrió a extendidas violaciones de derechos humanos– fueron generando un amplio sentimiento antifujimorista que en tres oportunidades ha impedido a su heredera, Keiko, llegar a ser elegida.

El antagonismo a los Fujimori es tan comprensible como justificado, dadas las enormes apropiaciones de dinero público, la perversión introducida en las instituciones públicas y la diversidad de crímenes cometidos contra quienes se opusieran a la dictadura. Como en el caso del antiaprismo, en ese rechazo han confluido muy diversos sectores y grupos, a los que probablemente solo los ha reunido su negativa a que aquellos indeseables vuelvan a tener poder.

No obstante, hasta ahora el problema del antifujimorismo –que comparte con el antiaprismo– ha sido su preferencia por cualquiera al que consideraran, no siempre con acierto, como enemigo del fujimorismo. Por esa vía, en sucesivas elecciones presidenciales se ha escogido a personajes que, como Alejandro Toledo u Ollanta Humala, han demostrado tanto su ineptitud para desempeñar el cargo como su disposición a enriquecerse en él. Si bien lo segundo puede haber sorprendido a sus electores, lo primero era evidente desde que fueron candidatos. No se les eligió por su capacidad sino porque aparecían como una forma viable de impedir que el fujimorismo regresara a Palacio de Gobierno.

El penúltimo caso extremo fue el de PPK, cuyas aptitudes como lobista eran, y son, su única capacidad reconocida, y que incluso había avalado la candidatura de Keiko Fujimori en 2011. No obstante, en la segunda vuelta de 2016 se le escogió para bloquear a la sucesora del condenado a quien él mismo llamó respetuosamente “don Alberto”, poco antes de intentar indultarlo ilegalmente.

La última gesta del antifujimorismo ha sido encumbrar a un personaje como Martín Vizcarra, quien desde su gestión como presidente regional de Moquegua venía acumulando proezas merecedoras de prisión. Con el ojo puesto en las encuestas –y, según ahora se sabe, en las comisiones ilegales– Vizcarra se convirtió en el gran luchador contra el fujimorismo atrincherado en el Congreso, que torpemente hizo con él lo mismo que con PPK: trabar al Ejecutivo en todo lo que pudiera, con la expectativa de sacar provecho electoral en la siguiente oportunidad.

Durante demasiado tiempo, para muchos defensores de Vizcarra, había llegado a la presidencia el hombre capaz de enfrentar corajudamente a los fujimoristas. Para esa mirada miope aquello fue suficiente. Se desestimó o no se quiso mirar las evidencias que empezaron a revelarlo como un pillo. Probablemente, debido a esa maligna tendencia acrítica –alimentada ahora por las redes sociales– que nos lleva a atender aquello que confirma nuestras expectativas o las posiciones ya tomadas y poner de lado cualquier dato en contrario.

La ilusión creada por el antifujimorismo en torno a Vizcarra, como toda mentira, tuvo patas cortas. Duró hasta que el “vacunagate” más las revelaciones surgidas en los procesos judiciales y las que detalla el documentado libro de Carlos Paredes El perfil del lagarto, han hecho inocultable la realidad de aquel a quien el antifujimorismo quiso hacer el adalid de la lucha contra la corrupción.

Si las elecciones de este año traen alguna ventaja respecto de las más recientes es que el antifujimorismo no tendrá que llegar a ellas enceguecido para optar por quien –no importaba con qué capacidades y trayectoria–, pudiera impedir que ganara la heredera de “don Alberto”. Keiko no tiene opción esta vez y, esperemos, seguramente después del 11 de abril tendrá que renunciar a su condición de candidata permanente.

No es que las alternativas disponibles esta vez tengan calidad o puedan entusiasmar. Pero, por lo menos, esta vez el antifujimorismo –equivocado una y otra vez en sus opciones– no será protagonista de la contienda.