El libro de Alfredo Torres Elecciones y decepciones recientemente publicado (Planeta, 2020) es un instrumento útil para identificar tendencias que en las últimas décadas han revelado rasgos de los electores peruanos –algunos en los que coinciden y otros en los que divergen –que pueden hacernos entender lo que ocurra el 11 de abril. Para empezar, el autor nos recuerda que “el Perú es uno de los países con menores convicciones democráticas y más insatisfacción con el sistema político en la región” (p. 138), rasgo que es concordante con el hecho de que “A la mayoría de los electores no les interesa la política” (p. 90) y el que “82% de los entrevistados no se identifica” con ningún partido (p. 111).

No obstante, ese elector desafecto y distante de la política, a quien el estado de derecho no le importa mucho –62% en 2020 decían querer un presidente “que pueda ir más allá de la ley con tal de mostrar resultados” (p. 138)–, cuando se trata de elegir a un presidente, tiene ciertas preferencias. En octubre de 2020 los encuestados escogieron como principales características del futuro presidente: honrado (57%), tener visión a futuro (37%) y ser un líder (34%). A 72% no les importa el sexo y a la mayoría (55%), tampoco la edad (p. 117). Pero, en setiembre de 2020, 45% de los entrevistados “declaraba que nunca votaría por un candidato de izquierda” (p. 123), porcentaje suficiente como para que Verónika Mendoza no tenga manera de llegar a Palacio y que, más que al anti-izquierdismo militante de algunos medios de comunicación, habría que cargar a la nefasta experiencia que vivió el país con Sendero Luminoso.

La interrogante acerca del estilo de gobierno revela un electorado dividido, en rigor, en torno a lo que se entiende como democrático. Mientras 47% se inclina por un liderazgo concertador y democrático, 52% prefiere “un líder fuerte dispuesto a actuar con mano dura para poner orden” (p. 137). Apenas “59% se expresa a favor de la democracia en cualquier caso” (p. 135). De allí que el triunfo de Humala en 2011 se explique porque “su imagen de militar enérgico” llevó al votante a pensar “que sería efectivo en combatir la creciente delincuencia y aun la corrupción” (p. 102).

Desde 2018 hasta 2020, pese a la pandemia, la corrupción se mantiene como el principal problema del país en la percepción de los encuestados (p. 102) y, en cambio, el narcotráfico, no obstante su gravitación nociva en el país, es visto “como algo remoto y lejano” (p. 107). Pero “lo que más ofende en la vida cotidiana es la falta de respeto y el maltrato al que son sometidas algunas personas por razones sociales o de género” (p. 108). Esto corresponde a la respuesta ciudadana con la que en estos tiempos se rechazan agravios y ofensas lanzados por quienes se creen superiores a otros, y que han sido difundidos en las redes sociales. La discriminación, sobre la que se edificó el poder en la sociedad peruana, se ha vuelto intolerable.

Un electorado con opiniones muy divididas

En materia de políticas económicas, el análisis de tendencias trae sorpresas. “Con relación a la propiedad de las empresas, solo 28% tiene una posición claramente favorable a que todas sean privadas y que el rol del Estado sea el de supervisar el buen funcionamiento del mercado”, postulado al que, según se sabe, Marcos Arana dice haberse plegado ahora, algo tarde, cuando su candidatura busca empinarse entre los pitufos. En cambio, frente a ese 28% que crece hasta 40% si se incluye a quienes también moderadamente apoyan la posición, en total 55% se inclinan por un Estado “dueño de empresas de servicios públicos (luz, agua, etc.) y de otras grandes empresas” (p. 139). Las repetitivas campañas anti-estatistas de los medios de momento no han ganado esta guerra.

Divisiones similares aparecen en torno a libertad (55%) o control (43%) de precios, y a la regulación laboral: 56% piden mayor flexibilidad y 41% demandan mayor regulación. Lo mismo ocurre en torno a la regulación en materia ambiental: 45% quieren menos regulación para favorecer la inversión y 51% exigen mayores controles ambientales. En suma, a favor del libre mercado parece situarse 61% de los encuestados frente a 39% de controlistas. No obstante, la conclusión del autor es que “la mayor parte de la ciudadanía es ecléctica: apoya una economía social de mercado, pero con una fuerte presencia estatal” y de allí que “los políticos que defienden abiertamente la economía de mercado o, por el contrario, un rol muy fuerte del Estado en el campo económico, tienen una base política limitada a los extremos” (pp. 139-142).

En materia de políticas sociales, el electorado sigue siendo conservador: 36% está de acuerdo con el derecho de la mujer a abortar frente a 59% que prefiere su prohibición; “35% apoya el derecho a casarse entre personas del mismo sexo y 59% está en contra”; y solo 19% favorece la legalización de la marihuana, al tiempo que 48% defiende su prohibición absoluta. Para completar el cuadro, dado el fenómeno de la masiva inmigración venezolana, “24% está de acuerdo con que los inmigrantes fortalecen el país porque son talentosos y trabajan duro y la mayoría son honestos y 71% cree, en cambio, que son una carga para el país porque quitan puestos de trabajo y muchos son delincuentes” (pp. 143-144).

Vale la pena notar que “La posición más conservadora es más intensa en los sectores populares, mientras que se encuentran más liberales entre los jóvenes, así como entre las personas de mayor nivel educativo” (p. 144). Tendencias que hacen notar cuán descaminada ha estado, y sigue estando, la izquierda en su discurso dirigido a sembrar progresismo entre bases populares que no son terreno fértil.

Torres hace una suma que puede resultar decepcionante, aunque no sorprendente: “los que son plenamente democráticos, abiertamente partidarios de la economía de mercado y enteramente liberales constituyen el 1% de la población”. Esto significa que “una coalición autoritaria o una coalición controlista podría sumar una votación importante en cualquier elección” (pp. 148-149).

Si miramos a las opciones disponibles para abril, y como si se estuviera describiendo la situación de Rafael López Aliaga, el autor comprueba que “Cuando el candidato cuenta con un respaldo muy marcado en un extremo –como ocurrió con Lourdes Flores en varias oportunidades, que era muy popular en los niveles A y B–, es casi seguro que sea visto con desconfianza por los electores del otro extremo de la sociedad”, que –¡vade retro! clamaría el candidato– ocurre que son la mayoría de los votantes. No solo esa constante corre en contra del pretendiente célibe. En el libro se resalta que en “un país de tradición centralista como el Perú es muy difícil que un provinciano, que se siente históricamente menospreciado por los limeños” vote por quien aparece como el limeño preferido por los más pudientes. Mario Vargas Llosa primero y Lourdes Flores después tuvieron que aprender dolorosamente esa lección. Que no impidió a PPK alcanzar la presidencia en 2016, probablemente porque el elector anti-fujimorista decidió resignarse a esa opción alternativa.

Acaso la conclusión hoy más relevante sea la propuesta por Torres: “La capacidad de mimetizarse con el ciudadano común es la única manera de llegar al poder con respaldo popular” (p. 124). Preguntémonos cuál de los candidatos ha desarrollado mejor esa capacidad.