“Ay, Perú, patria tristísima”. Manuel Scorza, 'Las imprecaciones'.

Como ha editorializado El Comercio, “Otra vez, los peruanos nos enteramos de que hubo quienes se aprovecharon de un puesto en el aparato estatal para obtener un beneficio indebido”. El “vacunagate” es la última edición en grande de una práctica inherente al país en el que la igualdad es una declaración legal pero no una realidad.

Una vez más, el país hace el ridículo internacionalmente con un abuso que, a diferencia de aquello que en estos casos consuela a algunos, no se da en todas partes. Según ha apuntado certeramente el presidente Sagasti, estamos ante un problema moral de los peruanos. Y entonces, el “vacunagate” puede indignarnos pero no sorprendernos.

Hace siete décadas yo crecía en un ambiente social en el que mi familia no tenía acceso a ningún poder pero en el que, ante cualquier gestión o problema que era preciso enfrentar, se escuchaba una y otra vez la pregunta: “¿A quién conoces en…?” la dependencia o instancia que podía resolver el asunto. Es decir, no había ciudadanos –creo que todavía no los hay– sino gentes con o sin contactos. O, para usar la conclusión que alguna vez escribió Nicholas Asheshov, “en todas partes importa conocer a alguien; en el Perú es lo único que importa”.

El escándalo de las vacunas

Ese es el Perú que los peruanos hemos creado y cultivado; responsabilizar por el resultado solo a los políticos es una hipocresía. Lo demuestra plenamente el “vacunagate”. Una universidad situada entre las más prestigiosas del país se ha prestado a otorgar favores a políticos, importantes autoridades, amigos y conocidos. Según la información publicada, el equipo responsable de la gestión de la vacuna –además de incluir discrecionalmente a quienes aparecieron como parte del personal de investigación– disfrazó como “invitados” a 18 personas, como “entorno cercano” a otras 36 y como “consultores” a un total de 40, entre los cuales Ojo Público “identificó médicos que laboran, principalmente, en clínicas privadas exclusivas de la capital y que no tenían vínculos directos con la investigación del ensayo”.

Las explicaciones dadas por Germán Málaga son inaceptables, sobre todo cuando alega que administró la vacuna al entonces presidente Vizcarra, su esposa y su hermano debido a que lo llamaron para pedírselo y, por supuesto, él no tuvo la entereza para negarse a hacerlo. Entre las explicaciones que no ha dado están las referidas a por qué, además de recibir tres dosis él mismo y otras 39 personas –aduciendo que buscaban experimentar si tres dosis funcionan mejor que dos, pese a las pocas dosis disponibles–, bajo el pretexto del “entorno” vacunó a su mujer y su cuñada. Y, quizá el tema más inquietante, ¿dónde están las mil vacunas del lote adicional de 3200, de las cuales 1200 fueron a la Embajada de China y otras mil se destinaron a quienes están listados? ¿Están almacenadas, se administraron a gentes que no fueron registradas o han sido vendidas?

Esto último ha dado lugar a que, en el muladar en el que se ha convertido el debate político, haya aparecido el “vacuneo”. Esta práctica, multiplicada por los medios controlados por la derecha bruta y achorada, consiste en señalar sin prueba alguna que alguno de sus adversarios se ha vacunado clandestinamente. Y se llega al extremo de exigir que prueben lo contrario.

Las excusas que han dado algunos de los efectivamente beneficiados podrían dar lugar a un concurso para escoger al mayor mentiroso o al más sinvergüenza. Orestes Cachay, el rector de San Marcos –“la universidad más antigua del continente”– pretende merecer la vacuna en razón del “compromiso firme” que brindó al proyecto. La excanciller Astete alega que, dadas sus altas responsabilidades, “no podía darse el lujo de caer enferma”. Un gran torneo de descarados.

En medio de ese despliegue de desvergüenza, debe reconocerse que Pilar Mazzetti ha aceptado su gran responsabilidad sin buscar disimulos y que las autoridades de la Universidad Peruano Cayetano Heredia –todos ellos indebidamente vacunados– han tardado poco en renunciar. Pero Ciro Maguiña, vicedecano del Colegio Médico, que se halla en la misma situación, no ve razón para dejar el cargo. Que se sepa, ningún vacunado de los ocho funcionarios de Relaciones Exteriores que, aparte de la excanciller, lo fueron ha tenido la decencia de renunciar. Muchos otros guardan silencio, incluso personalidades conocidas como la lobista Cecilia Blume, o el nuncio apostólico Nicola Girasoli, cuya vacunación irregular extiende un manchón sobre la renovación eclesial que pretende Francisco.

Un país de privilegios

El Perú, cuando menos desde que fue virreinato, es un país articulado sobre la base de una estructura de privilegios en los que raza y color, clase social y dinero, han dado acceso a niveles claramente diferenciados de derechos. Los peruanos somos iguales solo el día en que hay elecciones, pero en la vida cotidiana el poder relativo de cada cual define qué puede hacer y qué no. Lo hemos consagrado así bajo el proverbio de Quien-no-tiene-padrino-no-se-bautiza. Normal nomás.

Con el transcurso del tiempo esa forma de organizar la sociedad ha ido produciendo una descomposición general en la que las normas son respetadas por los cándidos o por quien no puede evadirlas. La creciente extensión de la delincuencia y, particularmente, de la criminalidad organizada –narcotráfico, tráfico de personas, etcétera– reflejan la putrefacción resultante.

Con Alberto Fujimori en la presidencia y Vladimiro Montesinos a cargo del manejo del poder se escaló la descomposición. Pero cuando ambos cayeron, el proceso siguió adelante. Así es como se nos ha hecho cotidiano leer sobre licitaciones amañadas –por Odebrecht o en el Club de la Construcción–, policías asaltantes y jueces que negocian sus decisiones. Normal nomás.

Es el país al que los peruanos se han resignado y en el que tratan de sobrevivir, cada quien como puede. Si hay algo que sorprende en el “vacunagate” es la indignación generalizada que ha ocasionado. Acaso se deba a que estamos ante un asunto de vida o muerte, o a que la reacción ciudadana se ha fortalecido por la rápida y drástica reacción del presidente Sagasti.

Ojalá que el asunto no acabe en el nombramiento de comisiones, que usualmente en el Perú sirven solo para que el problema se disuelva con el paso del tiempo, hasta llegar al olvido. Ojalá que esta vez entendamos que ninguna reforma legal que endurezca penas, como la que ya se propone en estos tiempos de campaña, no sirve de nada si no se produce una refundación moral de los peruanos.

La difusión de los vladivideos –que también nos avergonzaron ante el mundo– no fue suficiente para colocarnos frente al espejo y ver nuestra podredumbre. Una transformación ética en el país es lo que verdaderamente importa. Habrá que ver si, al borde del bicentenario de la república, es posible.


Foto: Global News